Abrazar al dictador Julio César: por Santiago Posteguillo
Capítulo de la más reciente novela histórica del escritor español, “Roma soy yo”, inspirada en la vida del político y militar romano. En librerías bajo el sello Ediciones B.
Santiago Posteguillo * / Especial para El Espectador
I
La decisión de César
Domus de la familia Julia, barrio de la Subura Roma, 77 a. C.
—Todos los que lo han intentado están muertos. Caminas directo al desastre. No debes, no puedes aceptar lo que te proponen. Es suicida. —Tito Labieno hablaba con vehemencia, con la pasión del amigo que intenta persuadir a alguien de que no cometa el error más grande su vida—. No se puede cambiar el mundo, Cayo, y este juicio va de eso precisamente. ¿He de recordarte el nombre de todos los que han muerto intentando ese cambio y enfrentándose a los senadores? Ellos siempre han mandado y van a seguir haciéndolo. No hay opción para cambiar nada. Se trata más bien de unirnos a los que mandan o alejarnos de ellos, pero nunca, ¿me oyes, Cayo?, nunca enfrentarse a los senadores optimates. Eso es la muerte. Y lo sabes. César escuchaba atento a su amigo de infancia. Sabía que le hablaba con honestidad. Él, de momento, no decía nada. (Lea una entrevista con Santiago Posteguillo sobre este libro).
Cornelia, la joven esposa de César, de diecinueve años, asistía a la escena en pie, en el centro del atrio de la domus. De hecho, él daba vueltas en torno a ella mientras ponderaba el consejo de Labieno y rumiaba ensimismado qué respuesta dar a los macedonios que habían venido a solicitar su ayuda.
A Labieno el silencio de César lo inquietaba. Empezaba a temer que sus palabras no bastasen para persuadirlo. Por eso, al verlo gi- rar alrededor de Cornelia —todo un símbolo de lo central que para César era su esposa—, se aferró a ese amor que él le profesaba y que era de todos conocido, y recurrió a ella:
—Cornelia, por Hércules, tú amas a tu esposo. Dile que por ti, que por su madre, que por su familia, rechace esta locura. Dolabela es intocable. Cayo casi muere al oponerse a Sila, pero si se enfrenta de modo directo en un juicio contra su brazo derecho, tu marido es hombre muerto. ¡Por todos los dioses, dile algo!
Cornelia parpadeaba mientras escuchaba a Labieno.
En ese momento, se oyó un llanto. La pequeña Julia, hija de César y Cornelia, de apenas cinco años, apareció en el atrio seguida de cerca por una esclava.
—Lo siento, mi ama, lo siento —se disculpaba la esclava—. Es muy rápida.
—Mamá, mamá... —gritaba la niña, y se aferró a las rodillas de su madre.
La irrupción de la pequeña Julia rescató a su madre de tener que pronunciarse sobre lo que Labieno le demandaba.
—Ahora regreso —dijo Cornelia mientras cogía de la mano a su hija y se la llevaba del lugar.
César, con el semblante serio, asintió mirando a su esposa.
—Papá —dijo la niña al pasar cerca de él. Cayo Julio César sonrió a su hija.
Cornelia tiró de ella y desapareció junto con la esclava por un extremo del atrio.
Labieno se encontró solo en su tarea de intentar persuadir a su amigo de que desistiera de aceptar aquel encargo envenenado, pero no por ello pensaba rendirse. Así que continuó hablando, pese a que los representantes de la provincia de Macedonia que querían contratar al joven Julio César como abogado seguían allí mismo. Pérdicas, Arquelao y Aéropo eran sus nombres. Éstos se sentían incómodos ante aquellas palabras de Tito Labieno, pero no se atrevían a interrumpir el debate entre dos ciudadanos romanos.
—Escúchame bien, Cayo —proseguía Labieno pese a las hosti- les miradas de los macedonios—, si aceptas, te masacrarán en el juicio, primero, y luego te asesinarán en cualquier calle oscura o a plena luz del día en el foro. No sería la primera vez. Desde la muer- te de tu tío Mario y la victoria absoluta de Sila, los senadores optimates cada vez actúan con más osadía. Se sienten más fuertes que nunca. Son más fuertes que nunca. Pero, escucha bien lo que te digo, incluso si ocurriera el improbable desenlace de que el tribunal fallara a tu favor, te estarías enfrentando a Cota, a tu propio tío, al hermano de tu madre, a quien Dolabela ya ha contratado como defensor. ¿Es eso lo que quieres? ¿Obligar a tu madre a que se vea forzada a decidir, a elegir entre su propio hermano o su hijo?
Ante esas palabras, Julio César alzó levemente las manos, como si rogara a su amigo que callara, bajó la mirada y se quedó observando el mosaico resquebrajado del suelo de la domus de su familia. Eran del orden patricio, pero últimamente el dinero no abundaba como debiera, no desde la caída de su otro tío, del gran Cayo Mario. Sila les había confiscado numerosos bienes a la familia Julia por haber sido seguidores y promotores de la facción popular en Roma. No tenían dinero ni para reparar aquel maldito mosaico agrietado. Pero aquello no era lo que preocupaba al joven César.
—Ésa es la clave —dijo al fin.
En ese instante reapareció Cornelia y, en silencio, con sigilo, recuperó su posición junto a su esposo en el centro del atrio. La niña ya estaba de nuevo atendida por las esclavas. Julia estaba llorosa: había estado mala, pero ya parecía ir recuperándose. Cornelia sabía que la pequeña detectaba la tensión en la casa y eso la afectaba. Dicen que los niños perciben el desastre cuando éste acecha.
¿Sería cierto? La mujer de César vio sus pensamientos interrumpidos por la voz serena y firme de su esposo.
—¿Está bien Julia?
—Está bien. No tiene ya fiebre. No te preocupes por ella —respondió Cornelia con rapidez y precisión, siempre atenta a apoyarle. No era momento de intranquilizarlo sin necesidad. Había asun- tos en juego más relevantes que los berrinches de una niña.
—¿Cuál es la clave? —retomó Labieno la conversación donde se había interrumpido: había dicho tantas cosas para intentar convencer a su amigo de que no se involucrara en aquel juicio contra Dolabela, que ahora no sabía a qué podía estar refiriéndose César.
—Mi madre —contestó Julio, y pronunció su nombre en alto, despacio, como si ponderara con cada letra la gran autoridad que para él seguía teniendo su madre en sus decisiones—: Aurelia. ¿Qué es lo que ella consideraría mejor: que acepte ser el acusador en un juicio en el que mi tío Cota es abogado de la defensa y, en consecuencia, como bien dices, se genere así un enfrentamiento en la familia o, que, por el contrario, no acepte, no me inmiscuya en el asunto pese a que por dentro me hierva la sangre? Dolabela fue uno de los miserables aliados de Sila. Y si sólo la mitad de lo que cuentan es cierto —añadió señalando a los macedonios—, ha perpetrado crímenes horribles, delitos aún más execrables en un senador que debería dar ejemplo con su comportamiento; crímenes, a fin de cuentas, por los que debería pagar un alto precio. Dolabela es, en definitiva, uno de nuestros enemigos. ¿He de dejarlo escapar ahora que lo puedo someter a juicio público, después de tanto daño como nos ha hecho él apoyando y aprovechándose de las confiscaciones de bienes a las que nos sometió Sila?
—No eres lo bastante fuerte para enfrentarte a tu tío Cota y a Hortensio, que tienen mucha experiencia como abogados defensores; y a los jueces, que estarán comprados, sobornados, con toda seguridad —opuso Labieno con sentido común.
La compra de jueces era habitual en Roma cuando el acusado era un senador poderoso y rico. Y más desde que, con la reforma judicial de Sila, los tribunales que encausaban a senadores también los formaban senadores. Dolabela había sido cónsul, había sido merecedor de un triunfo por derrotar a los tracios y había amasado una gran fortuna a la sombra de las proscripciones del dictador Sila y, a lo que se veía, según decían los representantes macedonios allí presentes, había incrementado aún más su inmensa fortuna malversando fondos públicos y cobrando a los habitantes de toda aquella rica provincia romana tributos que él mismo inventaba. Y el dinero era el que ganaba siempre en los juicios en Roma. Dolabela era un senador demasiado rico como para que otros patres conscripti (senadores) se atrevieran a condenarlo. La magnitud de los crímenes no importaba. Que hubiera perpetrado más delitos, más allá de robar dinero, daba igual.
—Cornelia, por todos los dioses, por lo que más quieras, ayúdame a impedir que tu esposo cometa esta locura —apeló Labieno de nuevo, mirando a Cornelia.
Se hizo el silencio.
Ahora no entró ninguna niña ni hubo interrupción alguna que pudiera rescatarla de manifestarse con claridad sobre el asunto que se debatía. Labieno sabía que la opinión de Cornelia, pese a su juventud, era importante para César.
Ella bajó la mirada y se quedó observando la cicatriz del gemelo izquierdo de Labieno, una herida que lo unía a su esposo para siempre y por la que le debía lealtad infinita. A ella no le gustaba contravenir a Labieno en nada, pero el criterio de su esposo, lo que pensara César, al fin, estaba siempre por encima de cualquier otra cosa.
—Lo que decida mi esposo... —empezó—, lo que decida mi esposo será lo correcto. Y yo estaré con él. Como siempre —lo miró a los ojos—, y como él siempre ha estado conmigo.
Los dos hombres sabían que Cornelia aludía a un pasado cercano donde el amor de César por ella se puso a prueba de forma cruel e inclemente, y en donde él demostró de qué madera estaban he- chas sus entrañas.
—Lo que tú decidas —repitió ella, y fijó la vista en el suelo. No pensaba intervenir más.
César agradeció que Cornelia no le pusiera las cosas más difíciles. La amaba tanto que ella podría influir en un sentido o en otro.
Su neutralidad le daba libertad de acción. Estaba claro que, después de lo pasado con Sila, ella ya no necesitaba más pruebas de amor por su parte.
Por otro lado, lo que decía su amigo tenía toda la lógica del mundo: aceptar la propuesta de los macedonios era suicida y ade- más conducía a un enfrentamiento en el seno de la familia. Suspiró.
—Llamemos a tu madre —dijo entonces Labieno, que veía cómo, por fin, empezaba a dudar.
—¡No! —replicó César con vehemencia. El otro se detuvo.
—Si hay algo que tengo claro, es que mi madre querría que tomara mi decisión a solas —se explicó César—. Tal y como ha sugerido Cornelia ahora mismo. Mi madre... siempre me enseñó a ser independiente, da igual cuánto la estime y cuánto valore sus consejos. Desde hace tiempo quiere que las decisiones importantes las tome solo, y así será en esta ocasión.
Labieno negó con la cabeza, aunque, en su fuero interno, buen conocedor de las costumbres y caracteres de todos los miembros de la familia de su amigo, intuía también que eso era exactamente lo que la muy respetada Aurelia habría dicho en caso de que la convocaran allí en aquel preciso instante; justo como había afirmado Cornelia: César debía decidir por sí mismo. Era como si aquella matrona hubiera querido forjar en su joven hijo un líder nato, alguien que no se detuviera ante nada y ante nadie. Y era como si la joven esposa hubiese aceptado ese rasgo como algo inherente e inseparable de la figura de su marido. Pero aquello, para Labieno, sólo podía conducir al desastre...
Julio César miró a los macedonios.
—¿Por qué yo?
Los representantes de la provincia oriental se miraron entre sí, hasta que Aéropo, el más veterano, se decidió a responder:
—Sabemos que el joven Julio César se enfrentó al terrible dictador Sila cuando muchos se sometieron a sus desmanes, y también a Dolabela, a quien acusamos de robar el dinero de nuestros compatriotas y de otros ultrajes aún más abyectos... —Aquí tuvo que tragar saliva para no entrar de nuevo en asuntos que tocaban muy de cerca a su propia hija Myrtale—. Ultrajes... que ya hemos referido. Como decía, Dolabela fue amigo del peligroso Sila. Nos han dicho que en ocasiones fue su brazo derecho, en la guerra o en la represión de sus opositores en Roma. Sólo alguien que no temió a Sila en el pasado será capaz de enfrentarse a Dolabela y su dinero, sus artimañas y su crueldad presentes. Por eso hemos venido a rogar al joven Julio César que acepte ser él, y no otro, nuestro abogado, nuestro acusador. Según las leyes de Roma, sólo un ciudadano romano puede llevar a juicio a otro ciudadano romano. Y no creo que encontremos muchos otros ciudadanos romanos que osen asumir el riesgo de encararse con alguien como el exgobernador y excónsul Cneo Cornelio Dolabela y...
En ese momento, Labieno interrumpió al emisario macedonio:
—Lo admito, Cayo, este hombre tiene razón en algunas cosas, pero en cuestiones terribles: Dolabela es, en efecto, cruel, es peligroso, tiene mucho dinero y no dudará en usarlo comprando al tribunal o pagando sicarios que acaben contigo si las cosas se ponen mal para él durante el juicio. Y sí, te enfrentaste a Sila y casi te costó la vida. La diosa Fortuna estuvo contigo entonces, aunque no creo que sea inteligente vivir de nuevo al límite y que tengas que averiguar si los dioses, una vez más, van a salvarte o a abandonarte. Sé que crees que Venus y Marte te protegen, pero, te lo ruego, no los pongas de nuevo a prueba.
Cayo Julio César inspiró hondo mientras asentía varias veces y miraba, alternativamente, a su amigo Labieno y a los enviados macedonios.
Contuvo la respiración. Bajó la mirada.
Puso los brazos en jarras.
Asintió una vez más mirando al suelo. Alzó los ojos y los fijó en los macedonios:
—Acepto ser vuestro abogado. Seré el fiscal en ese juicio.
Labieno negó con la cabeza.
Cornelia cerró los ojos y rogó en silencio que los dioses protegiesen de veras a su esposo.
Los macedonios se inclinaron en señal de reconocimiento, se despidieron educadamente, no sin antes depositar sobre una mesa que había en el atrio de la domus un pesado saco de monedas, como primer pago por los servicios de su fiscal, y salieron dejando atrás a los dos amigos y la joven esposa. No es que los macedonios tuvieran prisa, más bien temían que Julio César se pensara mejor lo que acababa de decir y se echara atrás. Preferían salir de allí a toda velocidad con el compromiso de aquel ciudadano de Roma de ser su acusador contra el todopoderoso Dolabela. Seguían muy persuadidos, como todos en la gran ciudad del Tíber, de que el juicio se perdería, pero al menos estaba en marcha un intento de venganza. Si no funcionaba, ya tenían otro plan pensado: Dolabela, lo tenían claro, iba a morir por todo lo que les había hecho. Lo que no sabían era a cuántos se llevaría el excónsul por delante: quizá a todos ellos, incluido el joven fiscal que había aceptado iniciar el juicio. Les daba igual. Los macedonios iban a muerte. En su ingenuidad no calibraban bien la fortaleza descomunal de su enemigo.
En el atrio de la domus de la familia Julia en el centro de la Subura, Labieno suspiraba sumido en el más absoluto desaliento. Julio César volvía a mirar al suelo. La decisión estaba tomada, pero, aun así, no dejaba de preguntarse cómo iba a reaccionar su madre. Eso era lo único que le preocupaba en aquel instante. Pensaba en todo aquello que le relató su madre de lo que ocurrió cuando él apenas tenía unos meses. ¿Se repetiría la historia con él ahora como víctima del eterno pulso entre optimates y populares? ¿Ter- minaría él igual que los demás?
Sintió entonces los brazos suaves de su mujer abrazándolo por la espalda.
César cerró los ojos y se dejó abrazar. Lo necesitaba.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Ediciones B.
I
La decisión de César
Domus de la familia Julia, barrio de la Subura Roma, 77 a. C.
—Todos los que lo han intentado están muertos. Caminas directo al desastre. No debes, no puedes aceptar lo que te proponen. Es suicida. —Tito Labieno hablaba con vehemencia, con la pasión del amigo que intenta persuadir a alguien de que no cometa el error más grande su vida—. No se puede cambiar el mundo, Cayo, y este juicio va de eso precisamente. ¿He de recordarte el nombre de todos los que han muerto intentando ese cambio y enfrentándose a los senadores? Ellos siempre han mandado y van a seguir haciéndolo. No hay opción para cambiar nada. Se trata más bien de unirnos a los que mandan o alejarnos de ellos, pero nunca, ¿me oyes, Cayo?, nunca enfrentarse a los senadores optimates. Eso es la muerte. Y lo sabes. César escuchaba atento a su amigo de infancia. Sabía que le hablaba con honestidad. Él, de momento, no decía nada. (Lea una entrevista con Santiago Posteguillo sobre este libro).
Cornelia, la joven esposa de César, de diecinueve años, asistía a la escena en pie, en el centro del atrio de la domus. De hecho, él daba vueltas en torno a ella mientras ponderaba el consejo de Labieno y rumiaba ensimismado qué respuesta dar a los macedonios que habían venido a solicitar su ayuda.
A Labieno el silencio de César lo inquietaba. Empezaba a temer que sus palabras no bastasen para persuadirlo. Por eso, al verlo gi- rar alrededor de Cornelia —todo un símbolo de lo central que para César era su esposa—, se aferró a ese amor que él le profesaba y que era de todos conocido, y recurrió a ella:
—Cornelia, por Hércules, tú amas a tu esposo. Dile que por ti, que por su madre, que por su familia, rechace esta locura. Dolabela es intocable. Cayo casi muere al oponerse a Sila, pero si se enfrenta de modo directo en un juicio contra su brazo derecho, tu marido es hombre muerto. ¡Por todos los dioses, dile algo!
Cornelia parpadeaba mientras escuchaba a Labieno.
En ese momento, se oyó un llanto. La pequeña Julia, hija de César y Cornelia, de apenas cinco años, apareció en el atrio seguida de cerca por una esclava.
—Lo siento, mi ama, lo siento —se disculpaba la esclava—. Es muy rápida.
—Mamá, mamá... —gritaba la niña, y se aferró a las rodillas de su madre.
La irrupción de la pequeña Julia rescató a su madre de tener que pronunciarse sobre lo que Labieno le demandaba.
—Ahora regreso —dijo Cornelia mientras cogía de la mano a su hija y se la llevaba del lugar.
César, con el semblante serio, asintió mirando a su esposa.
—Papá —dijo la niña al pasar cerca de él. Cayo Julio César sonrió a su hija.
Cornelia tiró de ella y desapareció junto con la esclava por un extremo del atrio.
Labieno se encontró solo en su tarea de intentar persuadir a su amigo de que desistiera de aceptar aquel encargo envenenado, pero no por ello pensaba rendirse. Así que continuó hablando, pese a que los representantes de la provincia de Macedonia que querían contratar al joven Julio César como abogado seguían allí mismo. Pérdicas, Arquelao y Aéropo eran sus nombres. Éstos se sentían incómodos ante aquellas palabras de Tito Labieno, pero no se atrevían a interrumpir el debate entre dos ciudadanos romanos.
—Escúchame bien, Cayo —proseguía Labieno pese a las hosti- les miradas de los macedonios—, si aceptas, te masacrarán en el juicio, primero, y luego te asesinarán en cualquier calle oscura o a plena luz del día en el foro. No sería la primera vez. Desde la muer- te de tu tío Mario y la victoria absoluta de Sila, los senadores optimates cada vez actúan con más osadía. Se sienten más fuertes que nunca. Son más fuertes que nunca. Pero, escucha bien lo que te digo, incluso si ocurriera el improbable desenlace de que el tribunal fallara a tu favor, te estarías enfrentando a Cota, a tu propio tío, al hermano de tu madre, a quien Dolabela ya ha contratado como defensor. ¿Es eso lo que quieres? ¿Obligar a tu madre a que se vea forzada a decidir, a elegir entre su propio hermano o su hijo?
Ante esas palabras, Julio César alzó levemente las manos, como si rogara a su amigo que callara, bajó la mirada y se quedó observando el mosaico resquebrajado del suelo de la domus de su familia. Eran del orden patricio, pero últimamente el dinero no abundaba como debiera, no desde la caída de su otro tío, del gran Cayo Mario. Sila les había confiscado numerosos bienes a la familia Julia por haber sido seguidores y promotores de la facción popular en Roma. No tenían dinero ni para reparar aquel maldito mosaico agrietado. Pero aquello no era lo que preocupaba al joven César.
—Ésa es la clave —dijo al fin.
En ese instante reapareció Cornelia y, en silencio, con sigilo, recuperó su posición junto a su esposo en el centro del atrio. La niña ya estaba de nuevo atendida por las esclavas. Julia estaba llorosa: había estado mala, pero ya parecía ir recuperándose. Cornelia sabía que la pequeña detectaba la tensión en la casa y eso la afectaba. Dicen que los niños perciben el desastre cuando éste acecha.
¿Sería cierto? La mujer de César vio sus pensamientos interrumpidos por la voz serena y firme de su esposo.
—¿Está bien Julia?
—Está bien. No tiene ya fiebre. No te preocupes por ella —respondió Cornelia con rapidez y precisión, siempre atenta a apoyarle. No era momento de intranquilizarlo sin necesidad. Había asun- tos en juego más relevantes que los berrinches de una niña.
—¿Cuál es la clave? —retomó Labieno la conversación donde se había interrumpido: había dicho tantas cosas para intentar convencer a su amigo de que no se involucrara en aquel juicio contra Dolabela, que ahora no sabía a qué podía estar refiriéndose César.
—Mi madre —contestó Julio, y pronunció su nombre en alto, despacio, como si ponderara con cada letra la gran autoridad que para él seguía teniendo su madre en sus decisiones—: Aurelia. ¿Qué es lo que ella consideraría mejor: que acepte ser el acusador en un juicio en el que mi tío Cota es abogado de la defensa y, en consecuencia, como bien dices, se genere así un enfrentamiento en la familia o, que, por el contrario, no acepte, no me inmiscuya en el asunto pese a que por dentro me hierva la sangre? Dolabela fue uno de los miserables aliados de Sila. Y si sólo la mitad de lo que cuentan es cierto —añadió señalando a los macedonios—, ha perpetrado crímenes horribles, delitos aún más execrables en un senador que debería dar ejemplo con su comportamiento; crímenes, a fin de cuentas, por los que debería pagar un alto precio. Dolabela es, en definitiva, uno de nuestros enemigos. ¿He de dejarlo escapar ahora que lo puedo someter a juicio público, después de tanto daño como nos ha hecho él apoyando y aprovechándose de las confiscaciones de bienes a las que nos sometió Sila?
—No eres lo bastante fuerte para enfrentarte a tu tío Cota y a Hortensio, que tienen mucha experiencia como abogados defensores; y a los jueces, que estarán comprados, sobornados, con toda seguridad —opuso Labieno con sentido común.
La compra de jueces era habitual en Roma cuando el acusado era un senador poderoso y rico. Y más desde que, con la reforma judicial de Sila, los tribunales que encausaban a senadores también los formaban senadores. Dolabela había sido cónsul, había sido merecedor de un triunfo por derrotar a los tracios y había amasado una gran fortuna a la sombra de las proscripciones del dictador Sila y, a lo que se veía, según decían los representantes macedonios allí presentes, había incrementado aún más su inmensa fortuna malversando fondos públicos y cobrando a los habitantes de toda aquella rica provincia romana tributos que él mismo inventaba. Y el dinero era el que ganaba siempre en los juicios en Roma. Dolabela era un senador demasiado rico como para que otros patres conscripti (senadores) se atrevieran a condenarlo. La magnitud de los crímenes no importaba. Que hubiera perpetrado más delitos, más allá de robar dinero, daba igual.
—Cornelia, por todos los dioses, por lo que más quieras, ayúdame a impedir que tu esposo cometa esta locura —apeló Labieno de nuevo, mirando a Cornelia.
Se hizo el silencio.
Ahora no entró ninguna niña ni hubo interrupción alguna que pudiera rescatarla de manifestarse con claridad sobre el asunto que se debatía. Labieno sabía que la opinión de Cornelia, pese a su juventud, era importante para César.
Ella bajó la mirada y se quedó observando la cicatriz del gemelo izquierdo de Labieno, una herida que lo unía a su esposo para siempre y por la que le debía lealtad infinita. A ella no le gustaba contravenir a Labieno en nada, pero el criterio de su esposo, lo que pensara César, al fin, estaba siempre por encima de cualquier otra cosa.
—Lo que decida mi esposo... —empezó—, lo que decida mi esposo será lo correcto. Y yo estaré con él. Como siempre —lo miró a los ojos—, y como él siempre ha estado conmigo.
Los dos hombres sabían que Cornelia aludía a un pasado cercano donde el amor de César por ella se puso a prueba de forma cruel e inclemente, y en donde él demostró de qué madera estaban he- chas sus entrañas.
—Lo que tú decidas —repitió ella, y fijó la vista en el suelo. No pensaba intervenir más.
César agradeció que Cornelia no le pusiera las cosas más difíciles. La amaba tanto que ella podría influir en un sentido o en otro.
Su neutralidad le daba libertad de acción. Estaba claro que, después de lo pasado con Sila, ella ya no necesitaba más pruebas de amor por su parte.
Por otro lado, lo que decía su amigo tenía toda la lógica del mundo: aceptar la propuesta de los macedonios era suicida y ade- más conducía a un enfrentamiento en el seno de la familia. Suspiró.
—Llamemos a tu madre —dijo entonces Labieno, que veía cómo, por fin, empezaba a dudar.
—¡No! —replicó César con vehemencia. El otro se detuvo.
—Si hay algo que tengo claro, es que mi madre querría que tomara mi decisión a solas —se explicó César—. Tal y como ha sugerido Cornelia ahora mismo. Mi madre... siempre me enseñó a ser independiente, da igual cuánto la estime y cuánto valore sus consejos. Desde hace tiempo quiere que las decisiones importantes las tome solo, y así será en esta ocasión.
Labieno negó con la cabeza, aunque, en su fuero interno, buen conocedor de las costumbres y caracteres de todos los miembros de la familia de su amigo, intuía también que eso era exactamente lo que la muy respetada Aurelia habría dicho en caso de que la convocaran allí en aquel preciso instante; justo como había afirmado Cornelia: César debía decidir por sí mismo. Era como si aquella matrona hubiera querido forjar en su joven hijo un líder nato, alguien que no se detuviera ante nada y ante nadie. Y era como si la joven esposa hubiese aceptado ese rasgo como algo inherente e inseparable de la figura de su marido. Pero aquello, para Labieno, sólo podía conducir al desastre...
Julio César miró a los macedonios.
—¿Por qué yo?
Los representantes de la provincia oriental se miraron entre sí, hasta que Aéropo, el más veterano, se decidió a responder:
—Sabemos que el joven Julio César se enfrentó al terrible dictador Sila cuando muchos se sometieron a sus desmanes, y también a Dolabela, a quien acusamos de robar el dinero de nuestros compatriotas y de otros ultrajes aún más abyectos... —Aquí tuvo que tragar saliva para no entrar de nuevo en asuntos que tocaban muy de cerca a su propia hija Myrtale—. Ultrajes... que ya hemos referido. Como decía, Dolabela fue amigo del peligroso Sila. Nos han dicho que en ocasiones fue su brazo derecho, en la guerra o en la represión de sus opositores en Roma. Sólo alguien que no temió a Sila en el pasado será capaz de enfrentarse a Dolabela y su dinero, sus artimañas y su crueldad presentes. Por eso hemos venido a rogar al joven Julio César que acepte ser él, y no otro, nuestro abogado, nuestro acusador. Según las leyes de Roma, sólo un ciudadano romano puede llevar a juicio a otro ciudadano romano. Y no creo que encontremos muchos otros ciudadanos romanos que osen asumir el riesgo de encararse con alguien como el exgobernador y excónsul Cneo Cornelio Dolabela y...
En ese momento, Labieno interrumpió al emisario macedonio:
—Lo admito, Cayo, este hombre tiene razón en algunas cosas, pero en cuestiones terribles: Dolabela es, en efecto, cruel, es peligroso, tiene mucho dinero y no dudará en usarlo comprando al tribunal o pagando sicarios que acaben contigo si las cosas se ponen mal para él durante el juicio. Y sí, te enfrentaste a Sila y casi te costó la vida. La diosa Fortuna estuvo contigo entonces, aunque no creo que sea inteligente vivir de nuevo al límite y que tengas que averiguar si los dioses, una vez más, van a salvarte o a abandonarte. Sé que crees que Venus y Marte te protegen, pero, te lo ruego, no los pongas de nuevo a prueba.
Cayo Julio César inspiró hondo mientras asentía varias veces y miraba, alternativamente, a su amigo Labieno y a los enviados macedonios.
Contuvo la respiración. Bajó la mirada.
Puso los brazos en jarras.
Asintió una vez más mirando al suelo. Alzó los ojos y los fijó en los macedonios:
—Acepto ser vuestro abogado. Seré el fiscal en ese juicio.
Labieno negó con la cabeza.
Cornelia cerró los ojos y rogó en silencio que los dioses protegiesen de veras a su esposo.
Los macedonios se inclinaron en señal de reconocimiento, se despidieron educadamente, no sin antes depositar sobre una mesa que había en el atrio de la domus un pesado saco de monedas, como primer pago por los servicios de su fiscal, y salieron dejando atrás a los dos amigos y la joven esposa. No es que los macedonios tuvieran prisa, más bien temían que Julio César se pensara mejor lo que acababa de decir y se echara atrás. Preferían salir de allí a toda velocidad con el compromiso de aquel ciudadano de Roma de ser su acusador contra el todopoderoso Dolabela. Seguían muy persuadidos, como todos en la gran ciudad del Tíber, de que el juicio se perdería, pero al menos estaba en marcha un intento de venganza. Si no funcionaba, ya tenían otro plan pensado: Dolabela, lo tenían claro, iba a morir por todo lo que les había hecho. Lo que no sabían era a cuántos se llevaría el excónsul por delante: quizá a todos ellos, incluido el joven fiscal que había aceptado iniciar el juicio. Les daba igual. Los macedonios iban a muerte. En su ingenuidad no calibraban bien la fortaleza descomunal de su enemigo.
En el atrio de la domus de la familia Julia en el centro de la Subura, Labieno suspiraba sumido en el más absoluto desaliento. Julio César volvía a mirar al suelo. La decisión estaba tomada, pero, aun así, no dejaba de preguntarse cómo iba a reaccionar su madre. Eso era lo único que le preocupaba en aquel instante. Pensaba en todo aquello que le relató su madre de lo que ocurrió cuando él apenas tenía unos meses. ¿Se repetiría la historia con él ahora como víctima del eterno pulso entre optimates y populares? ¿Ter- minaría él igual que los demás?
Sintió entonces los brazos suaves de su mujer abrazándolo por la espalda.
César cerró los ojos y se dejó abrazar. Lo necesitaba.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Ediciones B.