“Abuelo Macedonio”, una revolución en la novela colombiana
Reseña de la más reciente obra literaria del profesor colombiano Fabio Rodríguez Amaya, radicado en Italia. En librerías bajo el sello editorial Tusquets.
Julio Olaciregui * / Especial para El Espectador
Abuelo Macedonio, la novela de Fabio Rodríguez Amaya, pintor y escritor bogotano residente en Italia desde hace muchos años, es una sorprendente y vigorosa atarraya verbal que pesca en el río revuelto de la historia, la geografía y los mitos de Colombia, atrapándonos con su imaginación, su lenguaje poético y su discurso certero y colorido. (Recomendamos: un artículo de Fabio Rodríguez Amaya sobre la versión en italiano de la obra del también escritor colombiano Pablo Montoya).
Rodríguez Amaya ha logrado en Abuelo Macedonio, recién publicada por la editorial Tusquets, que su lenguaje sirva de manera dúctil y estimulante a lo que desea narrar: la presencia en el mundo de nuestra nación hermosa, donde “la vida es gozona y sufrida”, examinando el proyecto de República que somos, su gestación, los sueños, pesadillas y delirios de quienes nacimos en esta tierra.
Su amor-nostalgia, su indignación por los miles de días y noches horribles que no han cesado en nuestra historia, su estadía en el extranjero y sus estudios en la Universidad de Bolonia –enseñaba literatura latinoamericana en la Universidad de Bérgamo– se reflejan en cada página de este documento literario de altos quilates, un monólogo polifónico, una conversación consigo mismo, una denuncia continua de los vejámenes a que ha sido sometido nuestro pueblo por los poderosos.
“Al regreso de una de sus excursiones de puta madre por Europa, forzado por su condición de militar en funciones de ministro plenipotenciario (…) abuelo Macedonio constató que el Nuevo Reino no solo seguía siendo un tremedal de guerras carniceras, sino también de prevaricaciones, peculados y tropelías de todo ritmo, color y dimensiones”.
Es admirable la información que nos transmite sobre la historia de Colombia, su trasiego por valles y cordilleras, playas y pueblos retirados. Su conocimiento de la flora y la fauna, de las comidas típicas y las músicas de cada región.
Su prolongado exilio no le ha impedido a este artista volver con frecuencia a exponer su pintura y dictar conferencias. Por eso sus colegas universitarios y los estudiantes de literatura lo aprecian y valoran su saber. En esta novela nos hace sentir también, con su humor y su “sabor” algo caribeño, “todo lo que de bueno y maravillosamente sencillo y auténtico se vive por acá”.
El tono de la obra es por momentos un reiterado alegato, al estilo de Emile Zola en su libro Yo acuso, o una refrescante oralidad y libertad de palabra, sabrosa como la de Alfred Jarry en Ubú rey.
En sus 600 páginas fluye torrentoso el río de lo ocurrido desde la llegada, hace 500 años, de los invasores hispanos hasta la desencarnación de Macedonio, a fines del siglo XIX.
“Cinco centurias vividas bajo la tiranía del dogma, la lengua y la violencia, impuesta con la espada y la cruz”, leemos en el introito.
En el último capítulo, en la agonía del viejo militar, flotan las visiones que tiene de hechos históricos del siglo XX, como la tragedia del Palacio de Justicia, los lazos entre paramilitares, políticos y terratenientes, la omnipresencia soterrada del viejo imperialismo gringo.
El narrador de esta saga se nos presenta sin decirlo como el nieto, o el descendiente, de ese general llamado Macedonio Hostiliano Porras Castro de Duero y Cubides, criollo ricachón, patriota, exalumno de los jesuitas, como el propio novelista, liberal de “raca mandaca” y compañero de armas y admirador incondicional de Simón Bolívar.
La voz narrativa también asume una filiación con “los abuelos de nuestros abuelos aborígenes” y por eso siempre aparece la gente de a pie, los afrocolombianos, los indios, los campesinos, el pueblo. Su voluntad es frontalmente política: “era urgente inventar de nuevo, restaurar o imponer si es el caso la L-I-B-E-R-T-A-D, la que vivían sin tapujos ni resquemores los abuelos de nuestros abuelos aborígenes”.
Rodríguez Amaya estudió artes plásticas en la Universidad Nacional de Colombia y eso lo marcó para siempre, hasta en su necesidad de intervenir en la tipografía y gritar cada vez más fuerte “¡LIBERTAD!” como si fuera una consigna en una manifestación estudiantil.
Nos demuestra que es necesario restaurar, por ejemplo, el nombre “Karakalí”, voz caribe para el gran río de los caimanes (el Magdalena), o “Abya Yala” para designar a nuestro continente con un nombre diferente al de Américo Vespucci.
La construcción del fabuloso personaje de Macedonio y su familiaridad con el Libertador, la descripción de su vida en las haciendas de Mompós y Tunja, hacen de este libro sui generis, por su estilo y sus ambiciones, un nuevo hito en la literatura colombiana a la altura de obras como El otoño del patriarca, El general en su laberinto, El último rostro, El Gran Burundún Burundá ha muerto, La Casa Grande, En diciembre llegaban las brisas, La tejedora de coronas, Cuatro años a bordo de mí mismo, Changó el gran putas, La ceiba de la memoria, Celia se pudre…
Se destaca su creatividad en el momento de bautizar a sus personajes –ejemplo: abuelas Cleofa Graciana, Alamanda Esmerencia y Epigmenda Hombona; abuelo Hermenegildo Aureolo–, así como su capacidad para hacernos revivir escenas célebres de la historia como la travesía del ejército libertador por el páramo de Pisba. Leyéndolo nos transportamos a esos lugares.
Sobre los orígenes de este libro, destinado a revolucionar la llamada novela histórica en Colombia, el escritor, en declaraciones al profesor Orlando Araújo de la Universidad del Norte, explicó: “Partiendo del conocimiento de la realidad, mi propósito fue escribir desde la ficción capítulos silenciados de lo que han sido y son Colombia y Latinoamérica, racistas, clasistas y excluyentes, desde la llegada, sin invitación alguna, del quincallero genovés, a través de la reconstrucción de una estirpe de doce generaciones de abuelos, concentrado especialmente en esa fantasía que son el estado-nación, la república, la democracia, la libertad, la paz y la felicidad –de uso exclusivo de la casta dominante–, donde desde entonces se vive en estado de guerra permanente y en un estado total de violencia: política, económica, moral y cultural, y son las mayorías a pagar las consecuencias”.
* Colaborador de El Espectador, fue corresponsal en París y es autor de los libros Vestido de bestia, Los domingos de Charito, Trapos al sol y Dionea. Su más reciente novela es Pechiche naturae (Collage Editores).
Abuelo Macedonio, la novela de Fabio Rodríguez Amaya, pintor y escritor bogotano residente en Italia desde hace muchos años, es una sorprendente y vigorosa atarraya verbal que pesca en el río revuelto de la historia, la geografía y los mitos de Colombia, atrapándonos con su imaginación, su lenguaje poético y su discurso certero y colorido. (Recomendamos: un artículo de Fabio Rodríguez Amaya sobre la versión en italiano de la obra del también escritor colombiano Pablo Montoya).
Rodríguez Amaya ha logrado en Abuelo Macedonio, recién publicada por la editorial Tusquets, que su lenguaje sirva de manera dúctil y estimulante a lo que desea narrar: la presencia en el mundo de nuestra nación hermosa, donde “la vida es gozona y sufrida”, examinando el proyecto de República que somos, su gestación, los sueños, pesadillas y delirios de quienes nacimos en esta tierra.
Su amor-nostalgia, su indignación por los miles de días y noches horribles que no han cesado en nuestra historia, su estadía en el extranjero y sus estudios en la Universidad de Bolonia –enseñaba literatura latinoamericana en la Universidad de Bérgamo– se reflejan en cada página de este documento literario de altos quilates, un monólogo polifónico, una conversación consigo mismo, una denuncia continua de los vejámenes a que ha sido sometido nuestro pueblo por los poderosos.
“Al regreso de una de sus excursiones de puta madre por Europa, forzado por su condición de militar en funciones de ministro plenipotenciario (…) abuelo Macedonio constató que el Nuevo Reino no solo seguía siendo un tremedal de guerras carniceras, sino también de prevaricaciones, peculados y tropelías de todo ritmo, color y dimensiones”.
Es admirable la información que nos transmite sobre la historia de Colombia, su trasiego por valles y cordilleras, playas y pueblos retirados. Su conocimiento de la flora y la fauna, de las comidas típicas y las músicas de cada región.
Su prolongado exilio no le ha impedido a este artista volver con frecuencia a exponer su pintura y dictar conferencias. Por eso sus colegas universitarios y los estudiantes de literatura lo aprecian y valoran su saber. En esta novela nos hace sentir también, con su humor y su “sabor” algo caribeño, “todo lo que de bueno y maravillosamente sencillo y auténtico se vive por acá”.
El tono de la obra es por momentos un reiterado alegato, al estilo de Emile Zola en su libro Yo acuso, o una refrescante oralidad y libertad de palabra, sabrosa como la de Alfred Jarry en Ubú rey.
En sus 600 páginas fluye torrentoso el río de lo ocurrido desde la llegada, hace 500 años, de los invasores hispanos hasta la desencarnación de Macedonio, a fines del siglo XIX.
“Cinco centurias vividas bajo la tiranía del dogma, la lengua y la violencia, impuesta con la espada y la cruz”, leemos en el introito.
En el último capítulo, en la agonía del viejo militar, flotan las visiones que tiene de hechos históricos del siglo XX, como la tragedia del Palacio de Justicia, los lazos entre paramilitares, políticos y terratenientes, la omnipresencia soterrada del viejo imperialismo gringo.
El narrador de esta saga se nos presenta sin decirlo como el nieto, o el descendiente, de ese general llamado Macedonio Hostiliano Porras Castro de Duero y Cubides, criollo ricachón, patriota, exalumno de los jesuitas, como el propio novelista, liberal de “raca mandaca” y compañero de armas y admirador incondicional de Simón Bolívar.
La voz narrativa también asume una filiación con “los abuelos de nuestros abuelos aborígenes” y por eso siempre aparece la gente de a pie, los afrocolombianos, los indios, los campesinos, el pueblo. Su voluntad es frontalmente política: “era urgente inventar de nuevo, restaurar o imponer si es el caso la L-I-B-E-R-T-A-D, la que vivían sin tapujos ni resquemores los abuelos de nuestros abuelos aborígenes”.
Rodríguez Amaya estudió artes plásticas en la Universidad Nacional de Colombia y eso lo marcó para siempre, hasta en su necesidad de intervenir en la tipografía y gritar cada vez más fuerte “¡LIBERTAD!” como si fuera una consigna en una manifestación estudiantil.
Nos demuestra que es necesario restaurar, por ejemplo, el nombre “Karakalí”, voz caribe para el gran río de los caimanes (el Magdalena), o “Abya Yala” para designar a nuestro continente con un nombre diferente al de Américo Vespucci.
La construcción del fabuloso personaje de Macedonio y su familiaridad con el Libertador, la descripción de su vida en las haciendas de Mompós y Tunja, hacen de este libro sui generis, por su estilo y sus ambiciones, un nuevo hito en la literatura colombiana a la altura de obras como El otoño del patriarca, El general en su laberinto, El último rostro, El Gran Burundún Burundá ha muerto, La Casa Grande, En diciembre llegaban las brisas, La tejedora de coronas, Cuatro años a bordo de mí mismo, Changó el gran putas, La ceiba de la memoria, Celia se pudre…
Se destaca su creatividad en el momento de bautizar a sus personajes –ejemplo: abuelas Cleofa Graciana, Alamanda Esmerencia y Epigmenda Hombona; abuelo Hermenegildo Aureolo–, así como su capacidad para hacernos revivir escenas célebres de la historia como la travesía del ejército libertador por el páramo de Pisba. Leyéndolo nos transportamos a esos lugares.
Sobre los orígenes de este libro, destinado a revolucionar la llamada novela histórica en Colombia, el escritor, en declaraciones al profesor Orlando Araújo de la Universidad del Norte, explicó: “Partiendo del conocimiento de la realidad, mi propósito fue escribir desde la ficción capítulos silenciados de lo que han sido y son Colombia y Latinoamérica, racistas, clasistas y excluyentes, desde la llegada, sin invitación alguna, del quincallero genovés, a través de la reconstrucción de una estirpe de doce generaciones de abuelos, concentrado especialmente en esa fantasía que son el estado-nación, la república, la democracia, la libertad, la paz y la felicidad –de uso exclusivo de la casta dominante–, donde desde entonces se vive en estado de guerra permanente y en un estado total de violencia: política, económica, moral y cultural, y son las mayorías a pagar las consecuencias”.
* Colaborador de El Espectador, fue corresponsal en París y es autor de los libros Vestido de bestia, Los domingos de Charito, Trapos al sol y Dionea. Su más reciente novela es Pechiche naturae (Collage Editores).