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Se murió Sófocles, el de la Gazapera, el columnista que ejercía el escrutinio de la palabra escrita. Se llamaba Gabriel Escobar Gaviria y durante 28 años obró como un consumado cazador de gazapos. Habilidad llevada al esplendor por el inolvidable Roberto Cadavid Misas, Argos, quien marcó época en el diario como ingenioso gramático, y que él terminó reemplazando desde que envió una carta de lector para advertir tres errores en un mismo escrito.
Eso sí, sin los dos apellidos para que no sonara su corrección como firmada por un hermano del capo del narcotráfico. Desde entonces, su columna fue infaltable y ratificó su disciplina a blindar el idioma, oficio que, según contaba, empezó en su vida cuando corregía los errores ortográficos de sus compañeros de universidad. Ingenio que también ejerció en El Colombiano de Medellín en su columna Vista de Lince, firmada por Abel Méndez, y en el Diario del Otún de Pereira.
Nacido en Sopetrán (Antioquia), Gabriel Escobar Restrepo se educó con los salesianos, de ellos heredó su interminable estudio del latín, y terminó en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, donde se graduó de ingeniero eléctrico. Trabajó para la empresa antioqueña de energía y desplegó conocimiento en el país extendiendo redes de transmisión y centrales telefónicas hasta que se jubiló. Pero en su incansable ajetreo profesional nunca le faltó tiempo para lo suyo.
Su disciplina de escritor, más que de lector, con extraordinarias crónicas que fue obsequiando a los contertulios de su conversación permanente. Comida para gatos, En Sincelejo no hay alzhéimer, La cordura del perro, La lección de la anciana, el legado de un hombre que se esforzaba encontrando gazapos para gozarse a los amigos, y que deja a su esposa, sus dos hijos y al entorno de sus cercanos y familia, el testimonio de una vida digna de ser exaltada.
“Una persona que cuando hablaba enseñaba”, resume su amigo Luis Fernando Múnera, que lo exalta como un hombre “sin sombras, alegre, optimista y dispuesto a ponerle picante a la vida”, que deja en las páginas de El Espectador su memoria de acompañamiento a la tarea diaria de construir el periódico. Con su lupa desde Medellín a lo escrito aquí o en la periferia, con la misma precisión con la que trazó su ruta como ingeniero electricista, cómo él prefería definirse.