Adriana Montes: “A raíz de la tragedia se da la poesía”
“Del cielo me caen limones” recoge los poemas que por cerca de 10 años escribió la autora vallecaucana. Un libro que habla del dolor de la pérdida, del honor y de las verdades que son ataduras.
Andrés Osorio Guillott
Empiezo a leer Del cielo me caen limones, y al pasar de las hojas siento nostalgia, como si un dolor tácito se hubiera quedado entre los poemas de Adriana Montes. Pienso que eso es de lo primero que hay que hablar, del dolor, que lo hay, y de las culpas, de si el tiempo pasa y se acumulan o se abandonan las culpas, a lo que ella responde: “No cargo culpas ahora porque comprendo que lo que ha sucedido ha sido necesario para mi aprendizaje, para llegar hasta donde estoy. Y como te cuento, vivo en una constante evaluación dentro de mí, de cómo soy como persona, de si he mejorado, para dónde voy, entonces entiendo que todo es parte de un proceso. Si la vida fuera tan dulce no habría tanta emoción, no existiría esa satisfacción de mirar atrás y ver que pasamos por esto, que aquí estamos y seguimos adelante. Valoro el pasado y no me culpo por algo, pues no tiene sentido, la culpa no lleva a ningún lugar y sí te condena constantemente, pero a son de qué si ya todo pasó”.
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Hay versos que retumban más que otros. No es que haya poemas más bellos, más significativos, pero la experiencia de cada quien determina las palabras que harán eco. Y hay algunos versos que quedan sonando. A Montes le pregunto por uno que dice que hay que aceptar lo inevitable, pues ante afirmaciones que tienden a ser universales y fundamentales se despierta la curiosidad. Adriana entonces contesta que “me refiero a la muerte. Ese poema lo escribí una semana después de haber enterrado a mi sobrino. Nunca había experimentado un dolor tan profundo como ese. Alejandro era mi primer sobrino, tenía 23 años cuando se accidentó y él creció en casa. Era la tía que lo había llevado la primera vez a cine a ver Pollitos en fuga, la tía para todo. El último año estuvimos muy unidos. Lo acompañé a hacerse sus primeros tatuajes, a comprarle regalos a la novia. Ese dolor no se describe, porque lo sentía como un hijo. Uno siente como si le arrancaran una parte del cuerpo. Me he accidentado, me han operado, me dio peritonitis, pero ningún dolor físico se acerca al dolor del alma, es más fuerte. Y no hay nada más que aceptar lo inevitable para poder seguir”. Escucho su respuesta y recuerdo a Borges, quien escribió en Posesión del ayer dos versos que reafirman lo que dijo Montes: “Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío”, y “Todo poema, con el tiempo, es una elegía”.
Y así es la poesía: un lenitivo. Y la poesía lo va visitando a uno, se acerca poco a poco y cuando llega nunca más se vuelve a ir. En el caso de Adriana Montes, llegó cuando era niña, cuando ella sentía gusto por declamar, porque hacerlo le hacía sentir ritmo y sonoridad, y ambas cosas la atraían por la música, porque se considera una melómana frustrada, pues le encantan todo tipo de géneros, pero no sabe lo que quisiera saber sobre su historia y su diversidad. “Siempre he sido más oyente que televidente. Mi mamá siempre tenía un radio y crecí escuchando Kalimán. Era un viaje escuchar a mi mamá en la cocina y escuchar sus historias y las de la radio. Mi papá es amante de los boleros, del son y crecí escuchando esos géneros, música colombiana como cumbias, bambucos. Cuando llego a los 12 años, soy menor de tres hermanos, ellos empiezan a tocar batería y guitarra, yo también la tocaba, pero la dejé por rebelde. Me arrepiento de ello. Y crecí escuchando baladas de los 70, y cuando mis hermanos conforman una banda y empiezan a comprar acetatos de Héctor Lavoe, la Sonora Ponceña, Iron Maiden, Metallica, música clásica, empiezo a enriquecerme de todos esos géneros. A los 13 años estaba en el patio de mi casa bailando como loca Bohemian Rhapsody o de repente un Camino al barrio, de La Fania. Eran cambios extremos”, contó entre risas.
Y llega siempre la pregunta del por qué escribir, y ella dice que “escribo para dilatar el olvido y callar el pasado: para mí escribir es una forma de drenar el pasado, de saldar y hacer las paces con lo que ha sucedido. Esa es una manera de exorcizar y purgar las penas”. Y escribe porque lo hace desde que tenía 10 años, cuando estudiaba en el colegio María Auxiliadora. Y escribe para entender sus dolores, también para limpiar la mugre que se pega a esos recuerdos y vivencias que son los que dan sentido, y entre los poemas que forman parte de este libro, que recopilan también esta última década, están las reflexiones sobre “el afán de vivir” que nos hace olvidar la vida misma, como dice uno de los versos, o la remembranza de un amor no correspondido, de aquellos que calan por la intensidad de la ilusión y también de la no tenencia.
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“De la tragedia es de donde sale lo más hermoso. Fueron necesarios, porque si no hubiera sentido y no hubiera pasado lo que pasó, pues no habría escrito. A veces pienso y agradezco porque a raíz de eso se dio la poesía. Lo bello es eso, saber que estuvieron allí y que queda el recuerdo”, concluyó Adriana Montes.
¿Por qué ese título del libro?Del cielo me caen limones, el título es muy gracioso. Tenía como tres y ninguno me convenció. Y estaba hablando con alguien sobre emociones, y le dije que qué más hacía si del cielo me caen limones, entonces la persona me responde que hiciera limonada. Y eso me gustó, porque los colombianos tenemos esa fama de ser resilientes, palabra de moda, de gestionarnos y salir adelante. Y eso alude a que qué hacemos con lo que nos llega, qué hago con las situaciones que me pasan, pues las convierto en poesías. El libro tiene cierto sabor a ausencia, a nostalgia.
Hablemos de algunos versos que aparecen en su libro. “Huir es un acto fallido”, por ejemplo. ¿Por qué lo dice?
Si me voy de una ciudad para huir de una situación sé que es un acto fallido, porque voy a cargar con mis cosas, si no resuelvo y simplemente huyo. Si huyo sin resolver voy a enfrentarme con mis demonios, porque es Adriana la que carga con sus culpas, con sus pensamientos, entonces ahí no tiene sentido huir si no lo enfrento. Puedo huir siempre, pero a donde vaya seré la misma, cargaré los mismos pesares, las mismas penas, el mismo pasado.
“Por el afán de vivir se nos olvida la vida”. ¿Es una especie de crítica al sistema o a qué se refiere con este verso?
Trabajé en todo tipo de medios, me gusta, pero no me imagino haciendo esto toda la vida. Entonces me voy a hacer comunicación organizacional. Empiezo a viajar, a conocer, pero tampoco siento que era lo mío. Y es una urgencia. Me sentía todo el tiempo en urgencia. Cuando era niña me proyectaba y pensaba que a los 20 o 25 años era la cúspide, y a esa edad no sabía para dónde iba. Entonces era siempre mirar en retrospectiva y preguntarme qué he hecho. Ha sido una urgencia loca. Y lo elemental: dónde está, qué hice, qué tengo. Se me ha olvidado vivir. Me he cuestionado y me he evaluado mucho ese tema. Hay momentos en los que esas preguntas se convierten en el ejercicio de escribir y hacer catarsis.
Al parecer siempre hay una especie de obsesión con la memoria cuando se escribe, y creo que en su libro se refleja un interés por este concepto. ¿Es así?
Hay una obsesión por capturar y perpetuar el momento. Hace dos años perdí a mi sobrino mayor en un accidente repentino. Fue un dolor muy grande. La memoria siempre va a estar ahí porque quiero atesorar los momentos y guardarlos en un lugar especial y tenerlos allí para que no desaparezcan. A raíz de la muerte de mi sobrino, en el poema No te demores..., es más fuerte para mí ese tema de la memoria, de tenerla para que no desaparezca, para conservar el amor.
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Habla del honor y del deber, que parecen ser dos principios en vía de extinción. ¿Por qué son tan importantes para usted y cree que se han perdido?
He sido una persona políticamente correcta. No le hago a nadie lo que no quiero que me hagan a mí. Procuro ser correcta. No hago esto porque no puedo mirar para allá, porque di mi palabra, porque así debe ser, porque no puedo hacer nada más. Siempre me he exigido mucho, he aprendido a ser rígida conmigo. Busco ser intachable y no quebrantar mi palabra.
El honor se ha perdido por el afán de tener, por una sociedad que nos impulsa a escalar, a tener, a tener a costa de lo que sea. Queremos alcanzar y acaparar, y se nos olvida el ser, y pasamos los límites y pasamos por encima de quien sea.
Empiezo a leer Del cielo me caen limones, y al pasar de las hojas siento nostalgia, como si un dolor tácito se hubiera quedado entre los poemas de Adriana Montes. Pienso que eso es de lo primero que hay que hablar, del dolor, que lo hay, y de las culpas, de si el tiempo pasa y se acumulan o se abandonan las culpas, a lo que ella responde: “No cargo culpas ahora porque comprendo que lo que ha sucedido ha sido necesario para mi aprendizaje, para llegar hasta donde estoy. Y como te cuento, vivo en una constante evaluación dentro de mí, de cómo soy como persona, de si he mejorado, para dónde voy, entonces entiendo que todo es parte de un proceso. Si la vida fuera tan dulce no habría tanta emoción, no existiría esa satisfacción de mirar atrás y ver que pasamos por esto, que aquí estamos y seguimos adelante. Valoro el pasado y no me culpo por algo, pues no tiene sentido, la culpa no lleva a ningún lugar y sí te condena constantemente, pero a son de qué si ya todo pasó”.
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Hay versos que retumban más que otros. No es que haya poemas más bellos, más significativos, pero la experiencia de cada quien determina las palabras que harán eco. Y hay algunos versos que quedan sonando. A Montes le pregunto por uno que dice que hay que aceptar lo inevitable, pues ante afirmaciones que tienden a ser universales y fundamentales se despierta la curiosidad. Adriana entonces contesta que “me refiero a la muerte. Ese poema lo escribí una semana después de haber enterrado a mi sobrino. Nunca había experimentado un dolor tan profundo como ese. Alejandro era mi primer sobrino, tenía 23 años cuando se accidentó y él creció en casa. Era la tía que lo había llevado la primera vez a cine a ver Pollitos en fuga, la tía para todo. El último año estuvimos muy unidos. Lo acompañé a hacerse sus primeros tatuajes, a comprarle regalos a la novia. Ese dolor no se describe, porque lo sentía como un hijo. Uno siente como si le arrancaran una parte del cuerpo. Me he accidentado, me han operado, me dio peritonitis, pero ningún dolor físico se acerca al dolor del alma, es más fuerte. Y no hay nada más que aceptar lo inevitable para poder seguir”. Escucho su respuesta y recuerdo a Borges, quien escribió en Posesión del ayer dos versos que reafirman lo que dijo Montes: “Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío”, y “Todo poema, con el tiempo, es una elegía”.
Y así es la poesía: un lenitivo. Y la poesía lo va visitando a uno, se acerca poco a poco y cuando llega nunca más se vuelve a ir. En el caso de Adriana Montes, llegó cuando era niña, cuando ella sentía gusto por declamar, porque hacerlo le hacía sentir ritmo y sonoridad, y ambas cosas la atraían por la música, porque se considera una melómana frustrada, pues le encantan todo tipo de géneros, pero no sabe lo que quisiera saber sobre su historia y su diversidad. “Siempre he sido más oyente que televidente. Mi mamá siempre tenía un radio y crecí escuchando Kalimán. Era un viaje escuchar a mi mamá en la cocina y escuchar sus historias y las de la radio. Mi papá es amante de los boleros, del son y crecí escuchando esos géneros, música colombiana como cumbias, bambucos. Cuando llego a los 12 años, soy menor de tres hermanos, ellos empiezan a tocar batería y guitarra, yo también la tocaba, pero la dejé por rebelde. Me arrepiento de ello. Y crecí escuchando baladas de los 70, y cuando mis hermanos conforman una banda y empiezan a comprar acetatos de Héctor Lavoe, la Sonora Ponceña, Iron Maiden, Metallica, música clásica, empiezo a enriquecerme de todos esos géneros. A los 13 años estaba en el patio de mi casa bailando como loca Bohemian Rhapsody o de repente un Camino al barrio, de La Fania. Eran cambios extremos”, contó entre risas.
Y llega siempre la pregunta del por qué escribir, y ella dice que “escribo para dilatar el olvido y callar el pasado: para mí escribir es una forma de drenar el pasado, de saldar y hacer las paces con lo que ha sucedido. Esa es una manera de exorcizar y purgar las penas”. Y escribe porque lo hace desde que tenía 10 años, cuando estudiaba en el colegio María Auxiliadora. Y escribe para entender sus dolores, también para limpiar la mugre que se pega a esos recuerdos y vivencias que son los que dan sentido, y entre los poemas que forman parte de este libro, que recopilan también esta última década, están las reflexiones sobre “el afán de vivir” que nos hace olvidar la vida misma, como dice uno de los versos, o la remembranza de un amor no correspondido, de aquellos que calan por la intensidad de la ilusión y también de la no tenencia.
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¿Por qué ese título del libro?Del cielo me caen limones, el título es muy gracioso. Tenía como tres y ninguno me convenció. Y estaba hablando con alguien sobre emociones, y le dije que qué más hacía si del cielo me caen limones, entonces la persona me responde que hiciera limonada. Y eso me gustó, porque los colombianos tenemos esa fama de ser resilientes, palabra de moda, de gestionarnos y salir adelante. Y eso alude a que qué hacemos con lo que nos llega, qué hago con las situaciones que me pasan, pues las convierto en poesías. El libro tiene cierto sabor a ausencia, a nostalgia.
Hablemos de algunos versos que aparecen en su libro. “Huir es un acto fallido”, por ejemplo. ¿Por qué lo dice?
Si me voy de una ciudad para huir de una situación sé que es un acto fallido, porque voy a cargar con mis cosas, si no resuelvo y simplemente huyo. Si huyo sin resolver voy a enfrentarme con mis demonios, porque es Adriana la que carga con sus culpas, con sus pensamientos, entonces ahí no tiene sentido huir si no lo enfrento. Puedo huir siempre, pero a donde vaya seré la misma, cargaré los mismos pesares, las mismas penas, el mismo pasado.
“Por el afán de vivir se nos olvida la vida”. ¿Es una especie de crítica al sistema o a qué se refiere con este verso?
Trabajé en todo tipo de medios, me gusta, pero no me imagino haciendo esto toda la vida. Entonces me voy a hacer comunicación organizacional. Empiezo a viajar, a conocer, pero tampoco siento que era lo mío. Y es una urgencia. Me sentía todo el tiempo en urgencia. Cuando era niña me proyectaba y pensaba que a los 20 o 25 años era la cúspide, y a esa edad no sabía para dónde iba. Entonces era siempre mirar en retrospectiva y preguntarme qué he hecho. Ha sido una urgencia loca. Y lo elemental: dónde está, qué hice, qué tengo. Se me ha olvidado vivir. Me he cuestionado y me he evaluado mucho ese tema. Hay momentos en los que esas preguntas se convierten en el ejercicio de escribir y hacer catarsis.
Al parecer siempre hay una especie de obsesión con la memoria cuando se escribe, y creo que en su libro se refleja un interés por este concepto. ¿Es así?
Hay una obsesión por capturar y perpetuar el momento. Hace dos años perdí a mi sobrino mayor en un accidente repentino. Fue un dolor muy grande. La memoria siempre va a estar ahí porque quiero atesorar los momentos y guardarlos en un lugar especial y tenerlos allí para que no desaparezcan. A raíz de la muerte de mi sobrino, en el poema No te demores..., es más fuerte para mí ese tema de la memoria, de tenerla para que no desaparezca, para conservar el amor.
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Habla del honor y del deber, que parecen ser dos principios en vía de extinción. ¿Por qué son tan importantes para usted y cree que se han perdido?
He sido una persona políticamente correcta. No le hago a nadie lo que no quiero que me hagan a mí. Procuro ser correcta. No hago esto porque no puedo mirar para allá, porque di mi palabra, porque así debe ser, porque no puedo hacer nada más. Siempre me he exigido mucho, he aprendido a ser rígida conmigo. Busco ser intachable y no quebrantar mi palabra.
El honor se ha perdido por el afán de tener, por una sociedad que nos impulsa a escalar, a tener, a tener a costa de lo que sea. Queremos alcanzar y acaparar, y se nos olvida el ser, y pasamos los límites y pasamos por encima de quien sea.