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El 25 de diciembre de 1993 se estrenaba en la sala del Cine Embajador la película más recordada de la cinematografía nacional: La estrategia del caracol. Desde entonces, ese día se convirtió en una fecha establecida para estrenar las películas del cine colombiano, pero en aquel entonces la asignación de esta fecha para un lanzamiento era indicio del recelo, cuando no del franco desdén, con el que se miraban las películas hechas en el país. Que se haya convertido en una fecha consagrada para ir a ver los estrenos del cine nacional es uno de los logros de la película más querida y más vista por los colombianos.
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La idea de hacer la película nació de la lectura de cierta nota de prensa en la que se contaba que una casa del centro de Bogotá había sido desguazada desde adentro, como si sus habitantes y el tiempo la hubieran ido royendo poco a poco. Inspirados en esa noticia, Sergio Cabrera y Ramón Jimeno redactaron un guion. Esa primera versión se la entregaron a Humberto Dorado para que la leyera. La historia primigenia giraba en torno al desalojo de los inquilinos, pero Dorado —quien terminaría siendo el autor del guion, sobre la idea original de Cabrera y Jimeno— juzgó más interesante centrar la película en los personajes; esos personajes que, procedentes de las cuatro esquinas del país, poblaron la capital y nutrieron también la infancia de Humberto Dorado, transcurrida en el centro de Bogotá, donde se desarrolla la trama de la película.
La calidad innegable de La estrategia del caracol y la acogida que tuvo la problemática de los desalojos retratada por la película le abrieron las puertas de la distribución en Europa. Con el fin de ajustarse a los tiempos de proyección del cine italiano fue necesario recortar algunos minutos para dar cabida al intermedio exigido por las salas de ese país, en total se suprimieron seis escenas que hacían parte de la versión original y completa; ojalá tales escenas se puedan restituir cuando por fin se resuelvan las trabas jurídicas que frenaron la restauración de un filme que desde hace años es patrimonio inmaterial de la nación y hace parte de la educación cinematográfica de al menos un par de generaciones de público colombiano. Además de haber sido considerada en el año 2008 por el Ministerio de Cultura de España, en el primer Encuentro Iberoamericano de Cultura, como una de las cincuenta películas más influyentes de América Latina.
Encarnados por lo más granado del elenco nacional del momento, confluyen en la historia personajes variopintos que se dijeran inverosímiles si no fuera porque muchos de ellos proceden de esa realidad colombiana tan inusitada como increíble, como por ejemplo el de aquel carnicero que vende dinamita a los inquilinos de la casa. Personaje singular que el guionista conoció y suministró explosivos en un paro cívico ocurrido un 14 de septiembre. Verdaderos fueron también el español republicano (representado por Fausto Cabrera), que había sido un tramoyista del Teatro Colón, o la travesti que les abrió la puerta del inquilinato donde se rodó la película cuando estaban buscando locaciones para filmarla. Inspirado en la vida real también fue el episodio de la muerte del niño con gases lacrimógenos durante el desalojo de un inquilinato que se llamaba La Casona y hasta la aparición de la Virgen en Zipaquirá mientras se filmaba la película. Para darle verosimilitud a los personajes y a los hechos extravagantes y desaforados que pueblan la verdad de la trama, fue necesario que el punto de vista proviniese de un narrador rimbombante y parcial: un culebrero (Luis Fernando Múnera) narra los hechos que recuerda del desalojo de la casa Uribe acecido años atrás, lo que no permite al espectador saber con precisión qué es verdad y qué imaginación en lo relatado. Este punto de vista entusiasta y exagerado juega el papel paradójico de darle fantasía a la narración a la vez que moraliza la historia; a su modo, claro. Con aquella moraleja, ambivalente y vaga, que deja tras la pregunta hecha al final de la película por el reportero José Antonio Samper Pupo (encarnado por Carlos Vives) que, entre atónito e incrédulo, oye el relato del culebrero:
—¿Lo que no entiendo es todo esto para qué? —pregunta el periodista que cubría los hechos—. ¿Para qué? ¿Cómo que pa’ qué? Pues pa… ¿Pa’ qué le sirve a usted la dignidad? ¡Ah? ¿Es que esa palabra no existe o qué? ¿No la usan ya en televisión?… ¿Cómo que pa’ qué? Pa’ la dignidad, hombe, pa’ la dignidad nuestra. ‘¿Pa’ qué?’, pregunta este güevón….
Quizás el mayor mérito de la película consiste en haber sabido retratar con acierto la idiosincrasia colombiana sin restarle universalidad al relato. Una expresión muy colombiana lo resume bien: ¡ahí están pintados! Un guion que rezuma sabor colombiano en donde también tuvo cabida la improvisación; como en aquella salida del doctor Holguín (Víctor Mallarino), propietario del predio que se pretendía desalojar, cuando Víctor Honorio Mosquera (Humberto Dorado), el abogado que llevaba la causa, llega tarde al requerimiento del desalojo retrasado por una travesti (Florina Lemaitre) que con artimañas lo entretuvo para que incumpliera la cita: “¡Encima de bruto, maricón!”.
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Un retrato, pues, verosímil y muy logrado de lo que somos y de lo que hemos sido los colombianos. De ese retrato que lograron guionista, director (Sergio Cabrera) y actores, bien pudiera decirse lo que respondió el maestro de obra al que se le encargó la réplica del frontispicio del caserón que se pretendía desalojar. El arquitecto Luis Alfonso Triana, que había trabajado para las Naciones Unidas estudiando la problemática de los inquilinatos en el centro de Bogotá, le encargó a un maestro de obra la réplica exacta de la fachada. Él, sin entender muy bien por qué el arquitecto le repetía una y otra vez que no hiciera cimientos, que bastaba la fachada, no podía creer que, apenas terminada su obra, decidieran aterrarla con explosivos que se mostraron insuficientes, por lo que el arquitecto tuvo que retirar los refuerzos puestos para evitar que se cayera la pared antes de filmar la escena. Cuando se vino abajo la pared, que con esmero y siguiendo las órdenes del arquitecto Triana había hecho el maestro de obra, incrédulo y consternado, se cogió la cabeza y le espetó a Triana: “¡Pero si quedó igualitica!”. Y a mí me parece admirable esa maestría en retratar el alma de una nación y capturar la esencia de sus gentes sin restarle autenticidad al retrato ni universalidad a la historia.