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Me hubiera tomado una sola “pola” de no ser por una conversación que escuche casualmente entre dos amigos que se batían en medio del tufo por saber quién tenía la razón. El que estaba mejor trajeado lanzó el primer dardo.
-Cuál cambio, si seguimos en las mismas -dijo-. Es más, estamos peor que antes, nos vamos a volver como Venezuela -remató jactándose de su superioridad moral.
Su amigo de porte más sencillo que su contradictor, bebió un largo sorbo de cerveza mientras enrojecia paulatinamente, al tiempo que su bigote se llenaba de espuma; que más bien parecía baba de rabia. Fue como si le hubieran echado la madre. Acto seguido sus movimientos se tornaron tensos y de ahí en adelante se regó en prosa para defender a su mesías.
Que por fin van acabar los contratos de prestación de servicios, que primero está la vida que la plata, que el planeta se respeta, que paguen más impuestos los ricos y menos los pobres, que esto, que lo otro y que -Hermano, usted a qué hora se volvió de mejor familia, o es que perdió la empatía, ¿se le olvidó de donde viene o qué? Etc, etc, etc.
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Y esta escena es el pan de cada día en nuestra fragmentada sociedad, un cáncer colectivo que se propaga en cualquier escenario donde interactuemos, desde Punta Gallinas en la Guajira hasta la quebrada San Antonio en el río Amazonas, en el ascensor, en la oficina, en los salones de clase o como le pasó a un amigo el pasado 31 de diciembre en la propia sala de su casa cuando una tía conservadora a ultranza, devota hasta las entrañas de ángeles, arcángeles, querubines y serafines, le lanzó a otro de sus sobrinos el ajiaco caliente en la cara, solo por decir que sentía que por fin se estaba dando el cambio que el país necesitaba. -Tome su h…cambio -dijo la tía, el único día del año que ve y ya NO abraza, a su “adorado sobrino”.
Mientras miraba mi reflejo en el vaso pensaba si esto ya no sería un tema de salud pública, específicamente de salud mental. Es que tanta irracionalidad en los contextos cotidianos es algo para tomarse muy en serio, o si no, nos vamos a terminar matando porque “lo que yo pienso vale más que lo que usted piensa” o “lo mío es lo correcto y así debe ser y punto”.
Y hasta esos niveles llegamos, de meternos en videos al mejor estilo de street fighter, con golpes y ataques groseros, mal hablados e irrespetuosos, donde el único cambió es que la violencia traspasó los territorios del conflicto y se nos incubó en la piel de la cotidianidad.
Disimulando que prestaba demasiada atención tomé otro sorbo y lamenté desde mis adentros que la polarización que vive nuestro país sea tan atrevida de personificarse, para tomar asiento en dos butacas de bar y llevar a dos amigos de toda la vida a pelearse por unos gobernantes, de los cuales ni siquiera conocen sus posturas. A una silla de distancia, en el mismo sitio donde precisamente quería librarme de ese mismo pensamiento y valga la redundancia, pensar en otra cosa.
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Y no culpo a la gente, es claro que con este gobierno pasa lo mismo que con los 61 gobiernos anteriores, donde los fastidiosos profetas del desastre enfilan ya no sus plumas, sino sus teclados, para dividir y vaticinar un caos total, al cual parecen empujarnos sea cual sea su orilla ideológica. La única constante es que si no está en el curubito del poder su mesías, toca empujar al otro hacia el hueco negro.
Pasó hace 20 años con Samper y Pastrana, recuerdo que más niño lo viví con López y Belisario, y si vamos un poco más hacia atrás, a la época de nuestros padres y abuelos llegaremos a la violencia bipartidista, donde por un trapo rojo o azul te ponían la lengua de corbata.
De ese sinsentido de querer defender nuestras ideas por principios apasionados, somos víctimas todos, tanto tibios como fríos y calientes. Todos absolutamente todos y todas. Y a esa densa realidad actual sumémosle el turbo de la virtualidad, nuestra otra vida, para muchos la más importante, en la que más horas se consumen al día.
Ahí el lapo digital es implacable, detrás de avatares y en medio de memes y fakes la desinformación pulula y la gente se casca horas seguidas escribiendo improperios, calumnias e insultos como si el maravilloso invento de la escritura hubiera sido concebido para insultarse como perros rabiosos desde un celular. Que oso tan bipolar.
Y es que hoy en día nuestro deseo de ver y sentir un cambio en nuestra sociedad es palpable, eso es muy cierto, como tan bien es cierto que ningún gobierno ha generado ese cambio. Y aquí, en este preciso momento, mientras me tomo otro sorbo de cerveza pienso que si queremos un cambio no podemos dejarles toda la responsabilidad a los gobernantes, sino que debemos comenzar por meterlo nosotros mismos.
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Al igual que en un carro, se debe meter la primera antes que la segunda y con el clutch bien pisado, por ejemplo, el primer cambio puede ser: no prejuzgar, buscar entender la posición del otro, ponerse en sus zapatos para comprender por qué piensa de esa manera, esto no significa ponerse de su lado, pero si es vital para interpretar sus puntos de vista.
Segundo cambio: Salir del radicalismo extremo, buscar puntos centrales de unión, consensos en común, para que no sigamos tirando unos para un lado y otros para el otro, sin contemplar la posibilidad de lograr acuerdos que nos permitan avanzar como una sociedad unida.
Tercer cambio: Tener la capacidad de cambiar de opinión, de ceder si los argumentos que van en contravía de nuestros pensamientos e ideas son mejores y más provechosos para el desarrollo de nuestro país.
Cuarto cambio: Comenzar a propiciar un diálogo fraterno, a estrecharnos las manos, a recuperar esos amigos peleados, a ser tolerantes y receptivos, a ser prudentes en ciertos momentos, a calmar las aguas agitadas en medio de los almuerzos, a no mortificar las creencias de los demás, eso incluye a las tías, a dejar atrás los resentimientos y a comprender que desde el respeto todas las voces se escuchan mejor.
Reconstruyamos ese tejido social que por décadas nos ha dividido, busquemos desde nuestras casas, centros educativos y trabajos, la unión de la ciudadanía, de la sociedad, de nosotros, que como personas comunes y corrientes compartimos los mismos problemas.
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Recordemos que el cambio no lo va a dar por nosotros el político corrupto, ni el empresario tramposo, ni el periodista prepago y mucho menos el incendiario de redes. A esos hay que ir bajándolos del bus, porque tienen dañada la caja con tanto reverzaso y timonazo.
A estas alturas de la noche se diluye mi reflejo en el vaso, ya no me queda sino un cuncho de cerveza. Los dos amigos aún siguen discutiendo en la barra. Parece que no entienden lo que dicen, solo escupen la bazofia que han leído en redes, o lo que le han escuchado a otro desinformado. Aun así ambos quieren un cambio.
Todos queremos ese cambio, por eso no podemos quedarnos en neutro, esperando que sean los gobernantes los únicos que conduzcan el país, para luego estarnos quejando porque vamos sin frenos, o porque nos varamos al borde del camino y vamos echando dedo o carreteando con el motor dañado.
Asumamos nosotros mismos desde nuestras vidas esos cambios, si hay que mirar atrás y echar reversa para transitar sobre lo construido ¡Hagámoslo! Y si hay que forjar nuevos caminos, ¡Construyámoslos!
Ya con la cuenta en mano, miro por última vez al par de amigos, me reconforta verlos por fin abrazándose, sonrió y me marcho con las reflexiones de mi diálogo interno. Solo puedo concluir e insistir que, si nosotros comenzamos a meter la primera desde nuestra cotidianidad, vamos a construir una comunidad de destino con millones de pilotos para avanzar hacia un mejor futuro.
Ahí tienen su cambio.
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