Ahora la espada de Bolívar es novela

Fragmento de “La espada de Bolívar. Soy la espada y soy la herida”, basada en hechos reales. Capítulo sobre cómo terminó en manos del poeta Luis Vidales. En librerías, bajo el sello Controversia Editorial.

Josean Ramos / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
13 de noviembre de 2022 - 02:00 a. m.
El escritor puertorriqueño Josean Ramos, autor de la novela (en la imagen la portada), se basó  hechos reales que él investigó.
El escritor puertorriqueño Josean Ramos, autor de la novela (en la imagen la portada), se basó hechos reales que él investigó.
Foto: Archivo particular
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Con el Poeta del Quindío

La convivencia entre la espada de Bolívar y el Poeta del Quindío en su nueva morada de Chapinero se convirtió en una relación simbiótica que les permitía estimularse mutuamente en sus quehaceres rutinarios. Para Vidales, que ya rozaba los 80 años, fue una carga de energía vital y emocional muy necesaria, que lo devolvió a la prédica de su credo por campos y ciudades en todo el país, enseñando y abogando por los derechos de los obreros, campesinos y trabajadores; leyendo sus poemas de temas políticos y sociales en escuelas y sindicatos de los barrios populares, como lo hacía de joven, y urgiendo la necesidad de organizarse en uniones para exigir mayores sueldos y mejores condiciones laborales. (Recomendamos: crónica de Nelson Fredy Padilla sobre las espadas de Simón Bolívar).

Esa empatía no era casual, pues, pese a haber sido miembro fundador y secretario general del Partido Comunista en Colombia, contrario a Marx, Vidales admiraba profundamente al Libertador y elogiaba su gesta política y militar, tanto así que las primeras dos palabras que le enseñó a escribir a su hijo Carlos fueron, precisamente, Simón Bolívar. Así recuerda en versos su invaluable presencia en el hogar:

Simón Bolívar desde su retrato, en la sala, vivía imperturbablemente fijo en la familia. A nosotros nos parecía que pasado el tiempo de las batallas su única ocupación era la de educarnos.

La espada asomaba al filo de su hoja el reflejo de una legendaria vida marcada a los dos años y medio, según quien lo cuente, cuando sintió el chorro de agua helada en la cabeza durante el sacramento del bautismo, y gritó lo único que había escuchado decir a los arrieros en circunstancias de similar apuro: “¡Cura hijueputa!”... Fue lo primero que se le oyó pronunciar sin balbuceos, clarito como el agua bendita, y seguramente lo último que diría a sus 90 años, pues Luis Vidales era un ser muy lúcido y consistente en su pensamiento ideológico contra la oligarquía y el catolicismo recalcitrantes, que reafirmaban la llamada “idiotez sin disidencia” de la república conservadora colombiana, aún en su minoría de edad, sobre todo en la “Atenas de América”, la parroquial Santafé de Bogotá.

Esa mañana, tan pronto le entregó la espada su hijo Carlos, que era miembro de la dirección nacional del M-19, el poeta, emocionado, la colocó reverente sobre la mesa de nogal con incrustaciones de nácar junto a la ventana de su biblioteca, en su estuche tallado en caoba, y mantuvo silencio mientras tomaban café, hasta quedar a solas con el arma de Bolívar y a través suyo rendirle a su alma pleitesía suprema. Abrió la cortina para auscultarla, y aunque la luz era tenue y opaca, un rayo atravesó el cristal de la ventana y formó sobre el filo de la espada un espectro de colores de gran intensidad, que iba del rojo carmesí diluyéndose a naranja crepuscular, de amarillo limón a verde montés, de azul celeste al funesto violeta... suma brillantez sobre un ambiente sombrío. Solamente una vez en su larga vida había experimentado tal sensación de contrastes, y fue de niño cuando su padre le trajo de regalo de la Capital una corneta dorada, cuyos reflejos del brillo solar relumbraban con intensidad e incendiaban la hoguera de sus sueños. “Los destellos del sol sobre la superficie de la corneta contrastaban con la tierra opaca y medio muerta de Calarcá, ese pueblito recién salido de la selva”, recordaba entonces. “Ahí está, quizás, el primer indicio de la poesía como tal en mi vida”, le confesaría solemne.

Las cicatrices de tantas heridas sufridas por la espada en las 79 batallas más feroces y sangrientas, entre las 472 libradas por Bolívar contra el dominio español, eran testigos de sus mayores glorias desde el campo de guerra en las diestras manos del Libertador, quien estuvo a punto de morir en 25 de estas. Al filo de su navaja había recorrido a lomo de caballo, burro o mula unos 123 mil kilómetros, que es más de la distancia navegada por Colón y Vasco de Gama combinadas, lo cual le ganó entre la soldadesca el apodo de Culo de fierro. Con su espada liberó y administró como jefe de Estado a cinco naciones, fundó a Bolivia y cabalgó con la antorcha de la libertad una distancia lineal de 6.500 kilómetros, como darle media vuelta a la Tierra, 10 veces más que el guerrero cartaginés Aníbal, tres veces más que Napoleón y el doble de Alejandro Magno.

En su centenaria piel de baño plateado aún exhibía las huellas de su célebre paso por los Andes Orientales desde la ciudad de Mantecal, en el estado de Apure, en Venezuela, donde Bolívar lideró con su espada, valor inmenso y patrio amor, a su escuálido ejército llanero, para emprender la insólita travesía por las escarpadas y frías montañas de la cordillera andina, con sus húmedos e impenetrables boscajes. Era una lucha desigual contra un ejército superior en número, pertrechos y ciencia militar, que solo superaban las fuerzas independentistas en valor y heroísmo; una hazaña militar en defensa de los negros esclavos en las plantaciones del Chocó, de los mestizos y mulatos en las ciudades virreinales, de los zambos selváticos, de los pescadores caribeños, los llaneros del Apure, los bocas del Orinoco y los indios de La Guajira, para liberar a la Nueva Granada de la bribonería española.

En ese diálogo inicial de bienvenida a su nueva trinchera vio en su hoja aquel destello de luz tenue con que le anunciaba su peregrinar junto al Libertador por los páramos de Pisba, cuando la noche brumosa y helada los sorprendió en la cumbre de los Andes, ya reducidas sus fuerzas de 3.200 a 1.200 espectros de soldados, y descendieron por aquella despiadada vegetación que se hacía rala e hirsuta, para iniciar la expedición que los llevaría a su decisiva victoria en la Batalla de Boyacá. A 3.600 metros de altura, las nieves parameras castigaban a dentelladas secas los cuerpos semidesnudos de los hombres de las tierras bajas, y el soroche o mal del páramo hacía estragos entre aquellos llaneros rebeldes que desafiaban las cumbres celestiales. Cuentan que a muchos había que azotarlos hasta la flagelación para obligarlos a despertar de sus sueños de muerte. Unos preferían quedarse para siempre yertos en esas tierras heladas, y otros se despeñaban con sus caballos por los precipicios, barrancos y peñascos.

* Se publica con autorización del editor de la obra.

Un escritor experimentado y un símbolo histórico

Josean Ramos, autor de la novela, explica que utilizó los recursos de la ficción y la veracidad de los hechos históricos para reconstruir la trayectoria que tuvo la espada durante más de una década de vida clandestina, deambulando en Colombia por cantinas o escondida por personajes famosos de la literatura y las artes, prostitutas, guerrilleros, músicos y mandatarios de América Latina y el Caribe.

Con base en esa investigación, narra en 382 páginas la historia de la desaparición de la espada del Libertador durante 17 años, desde su robo en la Casa Museo Quinta de Bolívar en Bogotá en 1974 hasta su aparición en 1991 en La Habana y su posterior entrega por parte del M-19 al presidente César Gaviria. Josean Ramos, es autor de la novela sobre el cantante Daniel Santos Vengo a decirles adiós a los muchachos. Ha recibido el Premio de Periodismo del Pen Club, el Premio Internacional de Periodismo José Ramón Piñero León de España, entre otros.

Por Josean Ramos / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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