Airy Sindik Mejía: “Las lenguas hay que habitarlas desde todos los lugares”
El licenciado en sociología de la UNAM escribió “Sin aire para el regreso”, una novela que relata la cobertura de la primera intifada de la Primavera Árabe en la ciudad de El Aaiún, en el Sahara Occidental. La presentación del libro hace parte de la programación de la Fiesta del Libro de Medellín.
María Paula Lizarazo Cañón
Todo empezó con un viaje a Barcelona, a donde llegó en julio de 2010. Su intención era retomar algunas preguntas que surgieron en su tesis de pregrado de sociología: la descolonialidad; el pensamiento subalterno y el pensamiento fronterizo; el diálogo Sur-Sur planteado por Enrique Dussel. En Barcelona se instaló en una casa ocupa. Por ese entonces, allí organizaban fiestas para poner una casa cultural en los territorios liberados y en los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf (Argelia). Su amigo Rodrigo, que vivía en Barcelona y tenía ya un buen tiempo preocupado por la situación de los saharauis en el Sahara Occidental, lo llevó consigo en la causa, en la necesidad de cuestionar.
Desde el 2004, Airy Sindik Mejía había trabajado con medios independientes escribiendo o haciendo fotoperiodismo. También en radios comunitarias y universitarias. El bagaje que cargaba consigo del periodismo mexicano independiente no le había dado —creía— tantas herramientas para cubrir la situación saharaui.
El 19 de octubre de 2010 se levantó el campamento Gdeim Izik en la ciudad de El Aaiún, en pro de la autodeterminación del pueblo saharaui contra la ocupación marroquí, que data desde la década del 70. El campamento se sostuvo sobre las jaimas que vestían las mujeres. Cada jaima se enlazaba con otra y otra y otra, de modo que las más de veinte mil personas que allí estaban dormían sobre la misma jaima, sobre la misma memoria: una gran familia sobre un mismo suelo. Se sentaban para compartir el té y las horas de la comida que repartían equitativamente. Se agrupaban para defenderse con piedras del ejército marroquí que los rodeaba, mientras el ruido de los helicópteros ambientaba la catástrofe. A los niños los escondían. Los periodistas no podían entrar. Solamente hubo dos que el pueblo protegió y escondió y que en la novela de Mejía aparecen bajo el nombre de Rodrigo e Inés, quienes se comunicaban con él, que desde Barcelona redactaba la información para las pocas agencias de noticias que quisieron testimoniar lo ocurrido. El 8 de noviembre del mismo año, el ruido del fuego y del acero terminó por sellar el fin del campamento.
“La costumbre de traer una libreta y escribir me llevó a hacer un diario de campo donde estaba combinando la recuperación de las investigaciones que había estado haciendo sobre violencia en México, como la historia sobre una chica que había sido secuestrada. Era difícil continuar con la chamba periodística clásica y a eso se sumó encontrar a mi amigo Rodrigo supertransformado y tan indignado. Entonces el diario combinaba un poco la narración de lo que yo iba descubriendo de la casa ocupa, de mi amigo, de mí mismo. Y en el mí mismo empezaba a cuestionarme por qué yo tenía que estar contándome esto cuando a lo mejor podría estar contando esta historia del secuestro o alguna ficción. Estaba muy aferrado a contar lo que estaba viendo. Entonces hice diarios de campo, diarios etnográficos, donde empecé a ver relaciones de poder y relaciones de género en la casa ocupa, lugares de enunciación en los colectivos artísticos en Barcelona. La parte más personal era el cuestionamiento, el decir: ‘¿yo a qué vengo a Europa, a esta Europa que empiezo a descubrir?’: no la de las naciones, la de los pueblos, la Europa llena de migrantes, de africanos, como si fueran un país entero, pues no había distinción entre senegaleses, congoleses, marroquíes. Me empiezo a cuestionar si soy el verdadero narrador de lo que puede ser esto y descubro que también yo vengo contando una historia muy dura: la de no poder instalarme profesionalmente en México, un país con una violencia absurda, con una guerra con narcos desde Calderón; de haber sufrido la persecución —y el asesinato— de periodistas”.
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En enero de 2011, dos meses después del fin de la intifada, se fue de Barcelona. Se llevó su cámara y una consola portable para hacer streamings. Cubría para Radio Zapote, entre otros medios, lo que veía en los campamentos de refugiados en Tinduf, donde había sobrevivientes de Gdeim Izik. Se llenó de historias de sufrimiento y de resistencia que atravesaron su propia expresión. “Eso me sucedió en el diálogo Sur-Sur: el narrador de la novela no puede hablar por el movimiento saharaui, entonces intenta dialogar con este. Eso es algo que yo intentaba proponer teóricamente desde la licenciatura y que me quería ver obligado a: si lo propones teóricamente, practícalo. Con la literatura he descubierto una forma de habitar y de habitarme entre los otros. Al mismo tiempo que fui descubriendo la novela, me di cuenta de que yo era tan nómada y tan despojado como el pueblo saharaui. Me di cuenta de que era tan beduino como ellos, que los conceptos de libertad de compra, por ejemplo, eran para mí una prisión, y esa sensación de la nada en el Sahara, en los territorios liberados, era la libertad más grande que había conocido”.
Mejía puso a dialogar en Sin aire para el regreso al desierto de Jalisco de México con el desierto del Sahara. Hizo con la palabra un viaje hacia el otro, un viaje que, dice, no tiene retorno. Construyó el diálogo de la muerte y la violencia en dos territorios a través del encuentro de corporalidades, voces, rastros y memorias en la escritura, lo que le permitió establecer un cuestionamiento sobre el lugar del oyente y del narrador en tales situaciones. Habló, en últimas, de antihéroes.
“Las palabras exactas les pertenecen a los creadores de la lengua y ellos están en la calle. Y las lenguas hay que habitarlas desde todos los lugares. Más allá de tener una empatía con el otro, tenemos que ser atravesados. En México y el Sahara estamos muy atravesados por la alteridad del otro, que nos avasalla con la violencia y la desesperanza. Hay algo que siempre está cuestionándose el narrador: hasta dónde hablar por los saharauis, y es un punto en el que la lógica de victimización queda desmontada, porque el diálogo se da por la necesidad de encontrar a alguien que escuche tu dolor. No tiene nombre mexicano y no tiene nombre saharaui: es un dolor que excede al lenguaje. Entonces tenemos que encontrarnos en un nuevo territorio y replantearnos categorías inservibles, como la frontera. Todos estamos siendo atravesados por este momento catártico, sin sentido, donde operan el cinismo, la violencia y el despojo”.
Sin aire para el regreso está narrada por un muerto. “Cuenta lo que los vivos no hemos querido escuchar: explora las profundidades de dos desiertos que se ven sacudidos por una tormenta de arena y por la necesidad de atravesar el arenal para escuchar al otro: ese es el cuerpo vivo, el que tiene que aguantar una tormenta llena de arena que arde y te levanta la piel.
En el caso de Ciudad Juárez está el cuerpo vivo que tiene que atravesar a los muertos [otro signo de tormenta] para encontrar a los vivos y escuchar las historias”.
Es el exiliado, el que viaja, quien revive la palabra.
Todo empezó con un viaje a Barcelona, a donde llegó en julio de 2010. Su intención era retomar algunas preguntas que surgieron en su tesis de pregrado de sociología: la descolonialidad; el pensamiento subalterno y el pensamiento fronterizo; el diálogo Sur-Sur planteado por Enrique Dussel. En Barcelona se instaló en una casa ocupa. Por ese entonces, allí organizaban fiestas para poner una casa cultural en los territorios liberados y en los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf (Argelia). Su amigo Rodrigo, que vivía en Barcelona y tenía ya un buen tiempo preocupado por la situación de los saharauis en el Sahara Occidental, lo llevó consigo en la causa, en la necesidad de cuestionar.
Desde el 2004, Airy Sindik Mejía había trabajado con medios independientes escribiendo o haciendo fotoperiodismo. También en radios comunitarias y universitarias. El bagaje que cargaba consigo del periodismo mexicano independiente no le había dado —creía— tantas herramientas para cubrir la situación saharaui.
El 19 de octubre de 2010 se levantó el campamento Gdeim Izik en la ciudad de El Aaiún, en pro de la autodeterminación del pueblo saharaui contra la ocupación marroquí, que data desde la década del 70. El campamento se sostuvo sobre las jaimas que vestían las mujeres. Cada jaima se enlazaba con otra y otra y otra, de modo que las más de veinte mil personas que allí estaban dormían sobre la misma jaima, sobre la misma memoria: una gran familia sobre un mismo suelo. Se sentaban para compartir el té y las horas de la comida que repartían equitativamente. Se agrupaban para defenderse con piedras del ejército marroquí que los rodeaba, mientras el ruido de los helicópteros ambientaba la catástrofe. A los niños los escondían. Los periodistas no podían entrar. Solamente hubo dos que el pueblo protegió y escondió y que en la novela de Mejía aparecen bajo el nombre de Rodrigo e Inés, quienes se comunicaban con él, que desde Barcelona redactaba la información para las pocas agencias de noticias que quisieron testimoniar lo ocurrido. El 8 de noviembre del mismo año, el ruido del fuego y del acero terminó por sellar el fin del campamento.
“La costumbre de traer una libreta y escribir me llevó a hacer un diario de campo donde estaba combinando la recuperación de las investigaciones que había estado haciendo sobre violencia en México, como la historia sobre una chica que había sido secuestrada. Era difícil continuar con la chamba periodística clásica y a eso se sumó encontrar a mi amigo Rodrigo supertransformado y tan indignado. Entonces el diario combinaba un poco la narración de lo que yo iba descubriendo de la casa ocupa, de mi amigo, de mí mismo. Y en el mí mismo empezaba a cuestionarme por qué yo tenía que estar contándome esto cuando a lo mejor podría estar contando esta historia del secuestro o alguna ficción. Estaba muy aferrado a contar lo que estaba viendo. Entonces hice diarios de campo, diarios etnográficos, donde empecé a ver relaciones de poder y relaciones de género en la casa ocupa, lugares de enunciación en los colectivos artísticos en Barcelona. La parte más personal era el cuestionamiento, el decir: ‘¿yo a qué vengo a Europa, a esta Europa que empiezo a descubrir?’: no la de las naciones, la de los pueblos, la Europa llena de migrantes, de africanos, como si fueran un país entero, pues no había distinción entre senegaleses, congoleses, marroquíes. Me empiezo a cuestionar si soy el verdadero narrador de lo que puede ser esto y descubro que también yo vengo contando una historia muy dura: la de no poder instalarme profesionalmente en México, un país con una violencia absurda, con una guerra con narcos desde Calderón; de haber sufrido la persecución —y el asesinato— de periodistas”.
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En enero de 2011, dos meses después del fin de la intifada, se fue de Barcelona. Se llevó su cámara y una consola portable para hacer streamings. Cubría para Radio Zapote, entre otros medios, lo que veía en los campamentos de refugiados en Tinduf, donde había sobrevivientes de Gdeim Izik. Se llenó de historias de sufrimiento y de resistencia que atravesaron su propia expresión. “Eso me sucedió en el diálogo Sur-Sur: el narrador de la novela no puede hablar por el movimiento saharaui, entonces intenta dialogar con este. Eso es algo que yo intentaba proponer teóricamente desde la licenciatura y que me quería ver obligado a: si lo propones teóricamente, practícalo. Con la literatura he descubierto una forma de habitar y de habitarme entre los otros. Al mismo tiempo que fui descubriendo la novela, me di cuenta de que yo era tan nómada y tan despojado como el pueblo saharaui. Me di cuenta de que era tan beduino como ellos, que los conceptos de libertad de compra, por ejemplo, eran para mí una prisión, y esa sensación de la nada en el Sahara, en los territorios liberados, era la libertad más grande que había conocido”.
Mejía puso a dialogar en Sin aire para el regreso al desierto de Jalisco de México con el desierto del Sahara. Hizo con la palabra un viaje hacia el otro, un viaje que, dice, no tiene retorno. Construyó el diálogo de la muerte y la violencia en dos territorios a través del encuentro de corporalidades, voces, rastros y memorias en la escritura, lo que le permitió establecer un cuestionamiento sobre el lugar del oyente y del narrador en tales situaciones. Habló, en últimas, de antihéroes.
“Las palabras exactas les pertenecen a los creadores de la lengua y ellos están en la calle. Y las lenguas hay que habitarlas desde todos los lugares. Más allá de tener una empatía con el otro, tenemos que ser atravesados. En México y el Sahara estamos muy atravesados por la alteridad del otro, que nos avasalla con la violencia y la desesperanza. Hay algo que siempre está cuestionándose el narrador: hasta dónde hablar por los saharauis, y es un punto en el que la lógica de victimización queda desmontada, porque el diálogo se da por la necesidad de encontrar a alguien que escuche tu dolor. No tiene nombre mexicano y no tiene nombre saharaui: es un dolor que excede al lenguaje. Entonces tenemos que encontrarnos en un nuevo territorio y replantearnos categorías inservibles, como la frontera. Todos estamos siendo atravesados por este momento catártico, sin sentido, donde operan el cinismo, la violencia y el despojo”.
Sin aire para el regreso está narrada por un muerto. “Cuenta lo que los vivos no hemos querido escuchar: explora las profundidades de dos desiertos que se ven sacudidos por una tormenta de arena y por la necesidad de atravesar el arenal para escuchar al otro: ese es el cuerpo vivo, el que tiene que aguantar una tormenta llena de arena que arde y te levanta la piel.
En el caso de Ciudad Juárez está el cuerpo vivo que tiene que atravesar a los muertos [otro signo de tormenta] para encontrar a los vivos y escuchar las historias”.
Es el exiliado, el que viaja, quien revive la palabra.