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La lluvia caía como cae la vida en la enfermedad, tan irreprimible, tan incontrolable. Fue una tarde triste, lo recuerdo. Tú veías por la ventana el reflejo de mi rostro y al fondo de ese rostro se esparcía la lluvia que descifrabas con atención. No podíamos ir a la piscina y a nadie le importaba más que a mí.
En ese paseo vimos La guerra del fuego de Jean Jacques-Annaud y luego, en tus palabras, empecé a escuchar sobre la historia del amor. No me hablaste de Helena y de Paris o de Castel e Iribarne. Me hablaste del amor que se eterniza en su propio tiempo. Me entregaste la enseñanza de don Juan Matus: “más grande que la codicia: el amor”, y yo te escuchaba, como siempre te escuché, convencida de que en tu palabra se escondía la sabiduría universal, que eras el portavoz ancestral de lo insondable, que en tus ojos se guardaba el enigma más preciado que jamás comprenderemos en carne.
Te confieso que siempre quise saberlo todo, todo de ti; soñaba con conocer lo que fue tu vida hasta antes de que yo naciera, aquellos mitos sobre tu errancia destinada por la América del Sur. Aunque esta confesión sea brumosa porque tú bien conocías mi anhelo, el tiempo nos jugó una broma y te escapaste de mi voz, dejándome muda en una madrugada de agosto. Ya no hay té para tres en la mesa y todas las ligas de fútbol se acabaron para siempre.
Hace años, una noche feliz en el México que fue tuyo, se hizo de madrugada justo cuando dijiste que All you need is love debiera ser el himno de la humanidad. Nos lo dijiste prometiéndonos –en la certeza del que cree– que sólo así la vida se potencia y lo humano no desvanece. Tu voz, en pleno amanecer, fue un presagio de lo que tendríamos para la vida, la vida sin ti: cantar-honrar el amor, juntos.
Siempre entendiste que las comunidades lograban su propia resolución, y recordaste cada día, en silencio, que tu madre te enseñó a tejer un tronco del que todos alzamos vuelo. Con los años fuimos descubriendo, entonces, por un par de palabras tuyas, que esa resolución humana en la que confiabas es el rezo que alguna vez escribió Octavio Paz: “nunca la vida es nuestra, es de los otros, / la vida no es de nadie, todos somos / la vida –pan de sol para los otros, / los otros todos que nosotros somos–, /soy otro cuando soy, los actos míos / son más míos si son también de todos, /para que se pueda ser he de ser otro, / salir de mí, buscarme entre los otros, / los otros que no son si yo no existo, /los otros que me dan plena existencia”.
Tu pensamiento lo hilaste entre los otros, nosotros, que eran, éramos, tú. Y también entre todos los que fuiste y que se perdieron en los corredores de los años. No inventaste intelectualismos baratejos, sino que construiste diálogos de antaño. La teología de la liberación, la cibernética social y la revelación mística se fundieron en tus ojos: estos míos que hoy pesan agua. Todo lo hablaste. Todos los campos los conociste. La poesía te la guardaste para mí. El fútbol para tus hermanos. Los sueños para Lucía. Y tu última mirada leal fue para mi M., una tarde de rito designada por la voz de los siglos. El articulador, así te nombraron en un periódico del Caribe.
Me enseñaste de la misericordia ante el error; me abrazaste dejándome de a pocos tu corazón; escribiste en una carta que el amor me esperaría con lo fundamental del amor ; las líneas de Castanneda que otrora no comprendí: “Tener que creer que el mundo es misterioso e insondable era la expresión de la predilección intima…”; y tantos silencios que la imaginación llenará.
Te fuiste en un sueño, como un diente de león que florece en campo ventoso. Te fuiste para quedarte en la certeza del recuerdo y en la promesa de quienes vendrán.
Ah tiempo: que nos dejó tus cuadernos y el tintero seco. Ah lluvia de aquella tarde en la que viste mi reflejo en la ventana y me llevaste a bañarnos en esa lluvia. Aprehendí la libertad.
El domingo, el último, te observé y al unísono leímos que “El tiempo de la memoria es el presente”. Era ese el último presente o nuestra primera memoria. Tú dormías y yo leía en mi cabeza. Pero fuimos uno y lo entendimos. No hubo despedida. El silencio generoso fue nuestro pacto. Hoy eres libre, nada te aqueja ya.