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Al final, la poesía te salvó, cuentas. “Poco a poco estudiaste las minucias de cómo echar raíces / para que no te jalaran de la tierra” y bajaste las escaleras de ese “… edificio alto / donde no llegan los pájaros / sólo un ruido de sirenas / que no canta”, una a una, dos a dos, una bota en la mano, un hilo de voz y un cuaderno bajo el brazo. La bota como única arma para combatir el huracán que iba derrumbando Nueva York, la voz para repetir los versos de alguien más, para asegurarte de que eras tú y no tu sombra la que tocaba cada peldaño como un escalón más hacia la salvación.
¿Y el cuaderno? Por si acaso. “Porque la poesía llega cuando ella quiere, María, no cuando tú quieras”, te había dicho tu maestro, ese amigo poeta de tu mamá que les ponía música a tus poemas sobre nubes y elefantes mientras tú le cambiabas sus cigarrillos por dulces de piña. Y tú, porque no querías terminar con los bolsillos llenos de servilletas como él, con los versos untados de café o de torta de chocolate, le habías creído. Porque la libertad que te daba ese cuaderno no podía andar por ahí, untada de chocolate.
“La poesía es un cuaderno que es tuyo”, te había dicho él, y lo tuyo fue escapar. Escapar de las niñas que no quisieron jugar contigo en el recreo por ser negra —eso decían— y de las que no entendían por qué preferías sentarte con un libro debajo de un árbol y leer. Escapar, luego, de aquellos que optaban por no saludarte en las mañanas y escaparte para estar presente en los concursos de poesía, porque lo importante eran las matemáticas, no la literatura. Nunca la literatura.
Y porque no quisiste escucharlos y escapaste y escribiste, aunque supieras que con ello te condenabas un poco a la soledad, fue que a tus 17 años tuviste ya poemas suficientes para publicar un libro: Preguntas para el azar. Lo presentaste en la Casa de Poesía Silva. El lugar se llenó de gente y tú no lo podías creer. Estaban ahí para escucharte leer los fragmentos de una vida que ya para ti había sido difícil. Te la habían hecho difícil aquellos que no supieron entenderte.
Y luego vinieron tus estudios de francés en París y vino el leer a tus anchas y escribir en los cafés hasta que fuera “tan tarde que cerramos, señorita” y presenciar discusiones inesperadas entre parejas extraviadas porque habían visto que llevabas en la mano un libro de Tolstói. Que es mejor Ana Karenina, decía ella, que no, que Guerra y paz, decía él. Y tú sonreías por dentro mientras pensabas que era mejor discutir sobre las palabras que sobre la realidad.
Al final dedicaste tu vida a esas palabras. Porque no te veías a ti misma haciendo otra cosa, terminaste por estudiar literatura en la Universidad de los Andes. Fue la época más feliz de tu vida, dices. Conociste gente con la que podías compartir esos libros que te parecían tan maravillosos y hablar sobre eso que escribías, sobre eso que ellos escribían, y ayudarse y comentarse y aprender. Ellos, poco a poco, se fueron convirtiendo en tus amigos. Unos amigos increíbles, dices, que aún, ya tantos años después, siguen ahí para ti.
Entre clase y clase aprendiste de nuevo a leer, a reinventar lo que ya creías saber. Habías descubierto desde niña, escarbando despacio en la biblioteca de tu casa, que un poema tiene una lógica distinta a los cuentos que te leían antes de dormir: era como un conjuro que te obligaba a leerlo una y otra vez hasta que te hubieras aprendido las palabras. En los Andes comprendiste por qué. Entendiste que un poema crea un mundo que sólo existe en esas palabras. Esas. Las precisas. Un mundo que no existe antes ni después y que se acaba con ellas, en el último verso.
Lo de tu amor por el poeta venezolano Eugenio Montejo fue algo sin precedentes. Entraste a una librería, abriste un libro suyo al azar y leíste: “Ningún amor cabe en un cuerpo solamente / aunque abarque en sus venas el tamaño del mundo / Siempre un deseo queda fuera / Otro solloza pero falta”. Era lo que llevabas tanto tiempo queriendo decir sin saber cómo, y Montejo ya lo había dicho, tantos años atrás. Te empecinaste con seguir su poesía, “un día me propuse / perseguir tus palabras / y aquí me trajeron / me mostraron el camino / hacia tu Ávila / hacia tu sol ecuatorial / hacia tus puertas sin nieve”, y llegaste hasta Caracas y volviste. Escribiste sobre Montejo hasta que tuviste una tesis terminada sobre su poética y te graduaste summa cum laude en literatura. Y escribiste sobre ti, por los bordes, porque la escritura y la vida ya eran para ti la misma cosa, hasta que completaste un segundo libro de poemas que publicaste en la editorial Caza de Libros: Después del horizonte.
Y luego te alejaste de ese trópico, tan tuyo y tan de él, de ese mar que tanto te enamora, “el sonido de las olas estallando en la arena / el tacto de la brisa / esa nueva forma de silencio”, para irte a la ciudad de cemento con la que soñabas para estudiar de nuevo. Empezaste una maestría en escrituras creativas en la Universidad de Nueva York. Y estuvo bien. Pero la academia no resulta un camino sencillo, mucho menos en procesos creativos. Te acostumbraste a escuchar las mismas frases en bocas distintas, que este verso no funciona, que esto de acá es muy cliché, que lo siguiente pierde ritmo. Algunos, incluso, se resguardaban en palabras elegantes para atacarte a través de eso que escribías: porque María esto y María lo otro. Tú llegabas a tu cuarto agotada y triste. Y en “ese edificio alto / donde no llegan los pájaros” pensaste muchas veces en dejar de escribir.
Pero no lo hiciste. Menos mal no lo hiciste y escapaste de nuevo y escribiste. Y al final fue cierto: la poesía te salvó. Te salvó de la ciudad de concreto y de los vientos que amenazaban cada agosto con destruirla. Te ayudó a bajar, uno a uno, los peldaños de ese edificio a oscuras hasta que llegaste a tierra firme, con la bota y el cuaderno, despelucada y confundida, pero a salvo. Y luego fue sólo cuestión de levantar el pecho, peinarte un poco y alejarte de ahí. Cosas mejores vendrían. Y lo hicieron. Definitivamente lo hicieron.