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Hay que hablar de Alfredo James Pacino, de Al Pacino, por ser el pasado, el presente y la historia misma del cine y el teatro. Su presencia en las artes representa la nostalgia de un pasado que se va entre los dedos como se va la arena. Su capacidad de seguir haciendo parte de las grandes pantallas y de las tablas que nunca ha dejado nos hace pensar que su legado no terminará con la ausencia venidera por su edad y que su participación en El Irlandés bien podría ser de las últimas que realice para el séptimo arte.
Al Pacino se ve rejuvenecido por la magia del maquillaje y de los efectos visuales. Físicamente es el logro de la industria, pero su pasión y vocación es lo que da esencia a su fuerza para seguir trabajando en esas extensas horas de rodaje que exigen que cada detalle sea pulido y perfecto. El estadounidense, que nació en la misma época en la que su personaje ya hacía su testimonio como sindicalista, es decir, en 1940, es uno de los pesos pesados que hace parte de El Irlandés. Junto con Robert de Niro, el ya ganador de un Premio Óscar en 1992 por Scent of a Woman (Perfume de mujer) cumple con representar e Jimmy Hoffa, aquel sindicalista desaparecido por sus luchas en contra de las injusticias cometidas con la clase obrera estadounidense, específicamente con la población camionera de la época.
La literatura y el teatro son las musas de Al Pacino. Las mímicas que hacía para que sus tías sordomudas entendieran las películas que él veía con su madre desde niño y las tablas a las que arribó después de haber vivido una época en El Bronx componen la génesis de un actor que reconoce que entre más historias y voces, más fuentes tiene la imaginación para beber y mutar lo aprendido. Que sus tías entendieran sus interpretaciones y que el teatro le exigiera partir de lo desconocido de su personalidad y de los límites de sus sentimientos para mejorar la actuación hicieron que las bases de su trabajo estuvieran blindadas por la seguridad de haber hallado su lugar e intención en el mundo.
“El teatro se basa en la repetición. Y a mí esa repetición me provoca avaricia, ganas de volver a crear momentos mágicos. Las palabras ya están escritas, pero tú inventas sentimientos", afirmaba Al Pacino en una rueda de prensa que dio en el Festival de Cine de Venecia en 2015 y que fue comentada por El País de España ese mismo año. Por eso es que el estadounidense retorna constantemente a los teatros de Europa, a grandes templos de las tablas como lo es el Théâtre de París, lugar donde ha impartido clases magistrales de este arte y donde ha vuelto para hacer de la repetición esa metáfora del recuerdo y de la reafirmación de su pasión por generar sentimientos en quien lo observa con la curiosidad y el respeto por ser una leyenda viva, una leyenda que él niega ser, que no admite para hablar de él pero sí admite para hablar de Marlon Brando.
Al Pacino creció con su madre, Rose Gerardi, y con sus abuelos. A su papá, Salvatore Pacino, lo recuerda poco. Un divorcio y un abandono del que no se queja le impidieron contar con la figura paterna, con un vacío que fue reinventado y utilizado para sumarle inspiración a los momentos de ira, para hacer que las fuertes pasiones se vieran genuinas en el escenario y en las cámaras.
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Sus inicios nos remontan a la década de 1969, a la época de un despertar, de un malestar general que llevó a pequeñas revoluciones en el mundo. Me, Natalie es la película que lo da a conocer, pero quien pronuncia "Al Pacino" crea en su mente la imagen de El Padrino, la obra literaria de Mario Puzo que fue llevada al cine en una trilogía por Francis Ford Coppola y que cuenta la historia de la familia Corleone. Luego del estreno de una película que se convirtió en una cinta de culto para el séptimo arte en 1972, Al Pacino tuvo una crisis psicológica por la presión de la fama. Sesiones que realizaba por cinco días a la semana y que duraron 25 años fueron las secuelas de llevar a la pantalla gigante la historia de la mafia en New York en la mitad del siglo XX.
Otras películas como Scarface, Serpico o Heat reflejan el compromiso de un actor que, como muchos otros, necesitó de la esencia del teatro, de la vieja escuela de las tablas y de los versos eternos de Shakespeare. Y ahora, con su reaparición en El Irlandés, el estadounidense recuerda esos años en que fue asediado por la prensa y por la algarabía de la gente. En este presente afirma que puede controlar mejor esos mundos frenéticos, que la madurez de antaño lo mantiene al margen de un ritmo que agota, que agobia, que recuerda que el poder y el reconocimiento siguen siendo nociones y no virtudes posibles de controlar por los seres humanos. Su participación en un relato que lo acerca de nuevo al mundo de la mafia en Estados Unidos nos hace pensar que su ceño fruncido, su puño sobre la mesa y su firmeza impregnada de una voz gruesa y una mirada fija son los ademanes precisos y justos para aquellos personajes que exigen contar una parte de una historia difícil, plagada de misterios y de rumores de las fuerzas oscuras que manejan el mundo.
Su papel de Jimmy Hoffa no es solo una reivindicación de su don artístico, es también una oportunidad para traer a la memoria a un sindicalista que, como todos los que se atreven a serlo, quiso defender a los que fueron oprimidos, a los que trabajaban sin las condiciones necesarias para que su vida fuera algo más que lo laboral. La desaparición e impunidad del caso Hoffa en manos de Al Pacino nos parece sugerir que ser defensor de minorías y portador de ideas nobles es una condena de muerte en un mundo que pudo cambiar de costumbres y principios, pero que sigue regido por el mal que se apoya en el poder, el dinero y el establecimiento.