Al Pacino y la resurrección del coronel Frank Slade
Por esta interpretación, Al Pacino ganó su primer y, hasta ahora, único premio Óscar. El personaje: el coronel retirado Frank Slade, quien quedó ciego y con una acidez y desencanto que lo convirtieron en un hombre tosco y agresivo, así que planeó una última “gira de placeres” antes de suicidarse.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Que pusiera atención porque eran perlas de sabiduría, le dijo el coronel Frank Slade a Charles, o Charlie, como decidió decirle al joven que su sobrina contrató para que lo cuidara durante el fin de semana de Acción de gracias. Durante aquella conversación, también le pidió que le diera la mano para comenzar, oficialmente, su educación. En ese momento, el gesto parecía una locura, una incoherencia más de un adulto que se hacía viejo. De un ciego tosco y gritón que se irritaba por cualquier cosa imposible de medir. Impredecible y brusco, daba portazos y lanzaba alaridos porque a pesar de haberse retirado, él seguía siendo un coronel y los demás sus subalternos, sus soldados esperando órdenes.
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Que pusiera atención porque eran perlas de sabiduría, le dijo el coronel Frank Slade a Charles, o Charlie, como decidió decirle al joven que su sobrina contrató para que lo cuidara durante el fin de semana de Acción de gracias. Durante aquella conversación, también le pidió que le diera la mano para comenzar, oficialmente, su educación. En ese momento, el gesto parecía una locura, una incoherencia más de un adulto que se hacía viejo. De un ciego tosco y gritón que se irritaba por cualquier cosa imposible de medir. Impredecible y brusco, daba portazos y lanzaba alaridos porque a pesar de haberse retirado, él seguía siendo un coronel y los demás sus subalternos, sus soldados esperando órdenes.
Estaban en un avión y se dirigían a New York. El viaje no se había programado ni mucho menos autorizado por la sobrina del coronel, que se fue de la casa convencida de que lo había dejado al cuidado de un muchacho dócil al que le rogó para que aceptara el trabajo. Charlie, sin muchas opciones, aceptó llevar a aquel desconocido a su destino, pues ya había aceptado cuidarlo, pero jamás imaginó que, realmente, el gesto de la mano no fue ninguna fantasía ni exageración: su educación, la que le iba a enseñar todo lo que en la escuela y en la universidad no aprendería, la de la vida o para la vida, había comenzado con ese encuentro.
Al Pacino interpretó a un tipo que reconocía los nombres de los perfumes de las mujeres a grandes distancias. Las olía y podía imaginarse casi que exactamente sus aspectos. Recordaba sus momentos con ellas y cerraba sus ojos ciegos para concentrarse mejor, porque el sexo era un placer al que aún no renunciaría.
El pasado de este personaje se fue develando con detalles, con pistas mínimas que él mismo anunció durante el viaje. Según contó, fue un militar destacado y soberbio que cometió muchos errores, entre los cuales está la razón de su ceguera. No fue una herida de guerra, no fue un acto heroico, fue una imprudencia producto de su personalidad desafiante.
Perfume de mujer podría ser una película de un coronel de apariencia dura que, en el fondo, es un humano que sufre, uno compasivo y enamorado que, para defenderse del mundo, se endureció. Una película, también, sobre un adolescente con un problema que lo angustia: fue testigo de una broma que algunos de sus compañeros le jugaron al director de su escuela. Los adultos se enteraron de que él vio algo y uno de ellos lo amenazó: una confesión o una expulsión. “Hay cosas que uno nunca debe hacer”, dijo Charlie cuando el coronel Slade le preguntó por qué no los delataba.
Pero como con cualquier obra de arte, el espectador siempre termina por escuchar que le hablan directamente, y entonces los problemas y los consejos y posibles soluciones, se convierten en algo personal, porque no importan mucho los personajes ni la historia, la humanidad siempre se ha debatido entre decisiones más o menos similares: hacer lo que hay que hacer o no. Hacer lo que uno quiere hacer, a pesar de los demás, a pesar de uno mismo, o no.
Los consejos que el coronel Frank le daba a Charlie para resolver su problema, hablaban de un hombre desencantado y egoísta. Le sugería que “se salvara el pellejo” porque “la conciencia había muerto” y siempre era mejor huir de los problemas que enfrentarlos. Después de algún chiste negro con el que sobresalía su inteligencia y su profunda amargura, gritaba “Júaaaa”, y de vez en cuando bromeaba pidiendo que le llenaran los estantes con wisky “John” Daniels. Llegó a New York para una “gira de placeres”, el ritual con el que planeaba terminar una vida entre sombras, porque había dejado de ver, pero también de emocionarse por seguir afinando el resto de sus sentidos.
El olfato y el oído del coronel estaban tan desarrollados que, a pesar de que estuviese ciego, esconderle información o desprecio parecía imposible. Además, conocía la condición humana, solía acertar sobre los otros, sobre lo que los demás harían y querían y pensaban. Ya no daba la talla para la maldad ni la sevicia ni las trampas que se necesitaban, pero las últimas lecciones se las dejaría a ese joven transparente que se había esforzado en complacerlo. “Me la he pasado toda la vida oponiéndome a los demás porque así me sentía importante, tú lo haces por tus principios. Eres íntegro”, le dijo antes de intentar pegarse un balazo.
“Hubo una época en que podía ver. Y vi muchos como estos, aún más jóvenes que estos, con los brazos arrancados, las piernas destrozadas, pero no hay nada más desolador que tener el espíritu amputado, para eso no hay prótesis… Yo he llegado a la encrucijada de mi vida. Siempre he sabido cuál es el camino debido. Sin excepción, lo he sabido. Pero nunca lo seguí. ¿Saben por qué? Porque era muy difícil. Ahora tenemos a Charlie. Llegó a la encrucijada y ha elegido el camino debido, el de los principios que da temple y carácter”. Estas fueron las palabras del coronel Frank durante la asamblea en la que Charlie debía confesar lo que había visto para no ser expulsado. Slade entró y lo acompañó en lugar de sus padres, además de defenderlo. Charlie no delató a nadie y fue absuelto de toda responsabilidad después del discurso de su amigo, que pareció salir de las tinieblas. Habló de integridad, de verdaderos líderes, de honestidad y valentía. Habló de todo lo que había despreciado cuando despreciaba la vida, cuando se despreciaba a sí mismo. Habló de lo que haría, de su futuro próximo, con el que se reconcilió después de conocer a Charlie, el encuentro que necesitaba para llenarse de razones, para quedarse.
Al Pacino ganó un Óscar con este papel, que además del discurso sobre la integridad, tuvo otra secuencia memorable: un baile de tango con una mujer muy joven en un restaurante de New York. “Por una cabeza” fue la canción que bailaron en esta escena, que se rodó en el Hotel Pierre con la actriz Gabrielle Anwar. Fueron tres días de rodaje para esta pequeña parte de menos de cinco minutos, que hicieron parte de este remake del filme italiano del mismo nombre rodado en 1974, que a su vez se basó en el libro “Il buio e il miele”, de Giovanni Arpino.
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