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Al respecto de la novela “Primera persona”

Presentamos una reseña del libro “Primera persona”, escrito por Margarita García Robayo.

María Teresa Santolamazza
11 de noviembre de 2022 - 10:30 p. m.
Además de publicar "Primera persona", Margarita García Robayo también ha publicado novelas como "Tiempo muerto" y "Lo que perdí".
Además de publicar "Primera persona", Margarita García Robayo también ha publicado novelas como "Tiempo muerto" y "Lo que perdí".
Foto: Archivo particular
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Primera persona, publicado en el 2018 por Margarita García Robayo, es una selección de pasajes narrados en una variada gama de géneros: diario, cuentos, relatos o ensayos pertenecientes a diferentes épocas de su vida, no siempre redactados en el instante en que sucedieron. Escrito de forma descarnada, sin una secuencia cronológica; relatado en primera persona de manera mordaz, cáustica, con tanta potencia que invita a conectarnos con una autobiografía o con una voz narrativa de estilo autobiográfico.

Aunque la escritora utiliza un yo que nos musita al oído, hay que tener en cuenta que, mediada por los años, la historia se construye con la fuerza de los recuerdos sin la nitidez del momento, venciendo las trampas de la memoria, dándole espacio a la ficción; cabe entonces la pregunta de si la primera persona que narra es quien vivió la historia o quien guía el recuerdo hasta el pasado y construye su propia vivencia la cual, muchas veces, ya hace parte de la memoria colectiva. Algunos lectores pueden asimilar los textos con la autoficción por lo que hay que diferenciar este término -tan utilizado en la actualidad- del vocablo autobiografía, en una discusión en donde para ser prácticos, quedará en manos del lector dilucidar si lo allí descrito es real, ficticio o una hibridación.

En el libro hay una apuesta que posiciona a las mujeres por su papel frente a los problemas sociales, sin embargo, privilegia el tono confesional, abandonando el campo de la composición literaria para devenir en un discurso desde las entrañas de una mujer que no cuenta las historias de modo incauto. García Robayo llama a las cosas por su nombre, sin eufemismos. Su escritura perturba, interpela al lector, y deja expuestos sus sentimientos.

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Desde las primeras páginas despunta el estilo fragmentario. Historias diversas con personajes (ciudades, personas, situaciones) diferentes. El mar, protagonista del primer texto, surge amalgamando los relatos, sin fechas que los hilvanen en el transcurrir del tiempo. Las olas golpean la orilla y retroceden, desandan, como lo hace la vida a través de las remembranzas. La escritora se sirve de la memoria para “disparar recuerdos anudados” (p. 15): “Además de todo lo que ya sabía sobre el mar, volví a experimentar su potencia evocadora” (p. 15), entrando en el campo de las reminiscencias para iniciar la narración. ¿Vuelven luego las olas desafiando?, ¿hasta cuándo?, ¿hasta dónde? Pareciera que siempre hay otro momento, otro mar, pero invariablemente la misma “divagación inconducente” (p. 14) hasta el punto en el que las circunstancias la lleven a pensar si habría llegado al punto de no retorno (p.15).

El mar se asocia con lo recurrente, con lo predecible, con la monotonía de un mismo ruido, con el tedio: “Eran jornadas propicias para el pensamiento ocioso y cíclico” […] Después vino el hastío, semana tras semana: otra vez el mar (p. 8). Ese mar como metáfora de ir y volver, símbolo de temporalidad, conecta también con la trashumancia (manía de la escritora) como lo expresa en “Mudanzas”:

Me obsesionan las mudanzas porque me obsesiona el drama que las acompaña. Me mudé mucho, casi siempre en circunstancias dramáticas. Por ejemplo: de chica, desde la primera hasta la última vez que me mudé con mis padres, nos fuimos a casas peores; las mudanzas atestiguaban el declive económico de mi familia y nadie las llevaba bien. Cuando crecí y empecé a mudarme sola el drama persistió, pero en otro sentido: me mudaba a casas que, en general, venían con un hombre adosado y con él una empleada, y con él una mascota, o dos (p. 118-9).

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No solo las mudanzas físicas la perturban, en alguna oportunidad, mientras adelantaba un curso preparto, escuchó como: “Cuando una tiene un hijo naturalmente se desplaza para darle lugar a él” (p. 91), cambiando no solo de parajes geográficos sino de sitios imaginarios para que un nuevo afecto se apropie de los espacios propios.

Su negativa al empadronamiento en un lugar común, la incomodidad de asentarse en una misma localidad, su molestia por la asignación de límites y su imposibilidad de reconocerse como parte de algún sitio atraviesan la obra. Su vida -en muchas ocasiones- está como ese mar que tanto la cuestiona: sin un papel asignado, en medio de fronteras que no se cierran.

Me he pasado la vida tratando de asignarle al mar algún rol fundante en mi constante ir y volver. […] En mi caso, el mar es el territorio que me empuja a preguntarme por el sentido de las cosas. ¿Qué cosas? Todas. Cuánta necedad, como si la geografía fuera algo más que una marca imaginaria en la tierra, una línea que se cierra y nos contiene bajo la premisa falsa de pertenecer. […] La proximidad del mar es garantía de márgenes inconclusos, abiertos frente a la inmensidad, y de elementos expectantes ante un horizonte lleno de promesas (p. 18).

La trashumancia se presenta también cuando hay exclusión de ciertos círculos: familia, colegio, residencias, parejas. Se evidencia no solo en lo que compete al cuerpo, la exclusión se desplaza de un texto a otro. Su identidad se muda, en muchas ocasiones, cuando las huellas de lo que se ha sido son borradas de la tierra para sumergirse en una renovación constante: “Quizá sea eso: que cualquier trazo en la tierra se borra cuando toca el agua” (p.18), como borraron las olas los nombres de varios de los protagonistas en algunos de los fragmentos, a los que en el mejor de los casos solo les dejó una inicial como identificación.

La familia está presente en varios apartes de la obra, aflora desde dos orillas: hija y madre. En “Amar al padre” deja pruebas del estrecho lazo que la une a su progenitor:

Me hice una pequeña genio ante sus ojos, una lectora voraz solo de sus libros, me hice una niña vieja para estar más cerca de él. Los demás no me importaban: mi mamá, mis hermanos, la muchacha del servicio, el perro, las paredes, las calles del barrio, el colegio, los carros de la ciudad, el horizonte después del mar, las murallas y el cielo. Todo era un decorado necesario para que él y yo, y nuestro secreto expresado en guiños matutinos nos mantuviéramos a salvo (p. 24).

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La voz narrativa es utilizada con destreza y honestidad para configurar el relato, sin tener en cuenta la mirada del otro. Se despoja de la preocupación de si la van a leer o no - como ha dicho en algunas entrevistas la escritora- para tener la libertad de expresar tanto el gran amor por su padre como la competencia que había en la relación con su madre: “Ahí en la fantasía del olor de mi papá en su boca -o sea mi olor y el de todos mis hermanos y el de ella misma después de haberse llenado tantas veces de él-, debió empezar oficialmente nuestra competencia (p. 23).

En “Leche”, desde su propio rol como madre, a través de una argumentación en la que aparentemente no juzga, desliza un discurso narrativo que se convierte en el entramado de aquello sobre lo que quiere llamar la atención. Con un tinte de ironía muestra no solo el miedo a la maternidad, sino la dificultad de serlo y cómo el hecho de asumirlo no es garantía de felicidad. Expone la problemática de lactar y trabajar, no solo desde su experiencia sino haciendo uso de una polifonía que aporta diversidad de visiones como prueba del control y del peso que este rol ejerce sobre el cuerpo de las mujeres:

Hay otra chica con el torso desnudo, muy flaquita y pequeña. Tiene tetas planas, pálidas; pezones enormes, rojos y agrietados […] Sentado sobre su falda, tipo cowboy, mirándola a ella, hay un niño que ya va a la escuela. Llora. No come hace unas seis horas. Quiere chupar sus pezones heridos, pero a ella la están curando porque sangra. -Y si le das una mamadera? – pegunto. […] -Querida -dice-, la mamadera es el enemigo (p. 92-3)

Para cerrar, Primera persona es un libro que propone interrogantes en lugar de ofrecer respuestas, donde nada se dice como una certeza. Una colección de recuerdos desempolvados sobre enamorarse, el hastío, la pérdida de la razón, el extrañamiento, la educación, la construcción de uno mismo. Narrado sin tenerle miedo a la añoranza y a la incomodidad, dejando expuestas las heridas, lo cual supone un riesgo para la intimidad de la autora. Una invitación a hablar con mayor honestidad, a destruir los tabús. Un texto que cuestiona sobre todo aquello que, aunque se conoce y se sabe posible, nadie quiere oír. Un libro no solo para mujeres, un viaje a la intimidad femenina en el que cualquier lector puede encontrar lo que siente una mujer al enfrentarse a múltiples situaciones; en el que se describen temáticas latentes, actuales, necesarias de evidenciar en beneficio de una discusión pública.

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Por María Teresa Santolamazza

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