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                                                                                                                                Alejandro Gaviria presenta hoy su libro “El desdén de los dioses”. Lea un capítulo

                                                                                                                                El exministro presenta hoy en Bogotá su nuevo libro “El desdén de los dioses”, sello editorial Debate, narraciones a mitad de camino entre el ensayo y el relato corto. Fragmento.

                                                                                                                                Alejandro Gaviria * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                En esta obra, Alejandro Gaviria propone meditaciones profundas sobre las mayores incertidumbres que enfrenta la humanidad. “Este libro intenta explorar de manera diversa y especulativa el fatalismo actual”, dice él.
                                                                                                                                Foto: Mauricio Alvarado Lozada

                                                                                                                                Las estatuas del sur

                                                                                                                                Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

                                                                                                                                En esta obra, Alejandro Gaviria propone meditaciones profundas sobre las mayores incertidumbres que enfrenta la humanidad. “Este libro intenta explorar de manera diversa y especulativa el fatalismo actual”, dice él.
                                                                                                                                Foto: Mauricio Alvarado Lozada

                                                                                                                                Las estatuas del sur

                                                                                                                                Habíamos ido al sur a ver las estatuas. Mi papá, mi mamá y mis hermanos, todos embutidos en un Simca de color azul oscuro, con el motor atrás y que parecía en cada momento a punto de desintegrarse de manera irreversible. Salimos un viernes temprano de las montañas donde vivíamos —un valle estrecho que sería asolado años más tarde por una violencia arrasadora— hacia la ciudad donde el río se volvía grande; de allí, de la ciudad del río, salimos el día siguiente hacia otras montañas más lejanas, las montañas que guardaban las estatuas, el destino del peregrinaje familiar.Queríamos ver las estatuas, los monolitos, como aprendí más tarde que las llamaban para nombrar su origen, la materia prima usada por los misteriosos escultores. Había tenido desde muy pequeño un gran interés por las estatuas. Viajamos a conocerlas porque mi padre quería alimentar esa curiosidad, una obsesión que juzgaba auténtica e interesante, un interés, lo pienso ahora, que tenía que ver sobre todo con los dioses ya muertos.

                                                                                                                                Sabía que el viaje tenía ese propósito, que el peregrinaje era un acto de amor o, mejor, una manifestación de ese amor difícil que siempre tuve con mi padre, un amor contenido, lleno de sobrentendidos y silencios. Sentía que no lo merecía, que mi curiosidad era muy básica y perezosa, que ese acto de amor necesitaba de mi lado una reciprocidad más evidente, un acto igualmente generoso, unas notas perfectas, por ejemplo; una hazaña cotidiana que hiciera orgulloso y feliz a mi padre. Me sentaba siempre en la parte de atrás en el puesto de la ventana del lado izquierdo.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                El primer día de viaje, todavía muy lejos de la ciudad del río, nos encontramos de manera repentina con un accidente: un Renault 4 ensanduchado entre dos camiones, completamente destruido, con los cuerpos todavía atrapados entre los hierros retorcidos y la sangre esparciéndose sobre el pavimento. Paramos unos minutos más adelante en un restaurante de carretera. Nadie quiso almorzar. La presencia de la muerte nos había encogido las tripas. «Vi una mano colgando por la ventanilla, el reloj quedó intacto», dijo mi padre. Miró su reloj después de pronunciar la frase. Entendí el gesto de manera inmediata, sabía cómo leerlo. Pudimos haber sido nosotros, quiso decir. Yo estaba muy joven, pero supe desde entonces que la muerte actúa sin miramientos.Dormimos ese primer día en la ciudad del río y nos despertamos muy temprano al día siguiente para seguir nuestro camino. Salimos antes de las siete hacia las estatuas del sur, hacia las montañas que escondían las figuras de aquellos dioses ya muertos. El sol apareció de un momento a otro, un gran círculo anaranjado que impregnaba el mundo de color. «Con razón lo adoraban», dijo mi papá con un poco de asombro cósmico. Yo escuchaba atento, como siempre. Dije lo mismo años después en un viaje al norte con mis amigos del colegio: «Con razón lo adoraban».

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                El día siguiente fuimos a la parte principal del parque donde había un museo y un bosque de estatuas ubicadas entre los árboles con una intención más estética o comercial que arqueológica. La estatua número uno nos llamó inmediatamente la atención. Supe después que representa una deidad solar («con razón lo adoraban»), pero nuestro interés compartido fue otro: una figura abstracta esculpida en la parte posterior de la estatua. Mi padre dejó la indiferencia que había mostrado el día anterior y manifestó de repente un interés contagioso por el símbolo que se insinuaba en la piedra.

                                                                                                                                Esperé silencioso a su lado, pendiente de su interpretación, de su opinión sobre ese símbolo extraño. De primera impresión, me pareció una figura litúrgica de otro mundo puesta allí para confundirnos, un corazón abstracto que poco o nada tenía que ver con ese bosque de estatuas, con los dioses muertos. Me pareció incluso parecida a ciertos símbolos de la religión católica que decoraban los atuendos de los sacerdotes de mi infancia, los supuestos intérpretes de unos dioses vivos en los que dejaría de creer por esa misma época.

                                                                                                                                No dijo mucho, escrutó el símbolo extraño con gran atención (fumando como siempre) durante un minuto o algo así. «Parece un símbolo religioso que no entendemos, que no entenderemos», masculló. Me llamó la atención esa aceptación de un incognoscible absoluto, una ignorancia poética. Me ha gustado repetir esa frase desde entonces, esa declaración de escepticismo y humildad epistemológica: «No lo entenderemos». Nunca tuvo inclinaciones poéticas, pero ese día noté, apenas ahora lo entiendo, que había en su visión del mundo un reconocimiento resignado del misterio, de la extrañeza de la vida, de la necesidad de los dioses.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Regresamos al día siguiente. Salimos de las montañas hacia la ciudad del río y de allí hacia el valle donde vivíamos. Había comprado una reproducción de una de las estatuas. Viajé con ella como una especie de amuleto que me permitía luchar contra la nostalgia del fin del viaje, de «abandonar las montañas mágicas para ir de regreso al valle prosaico», como decía mi padre frecuentemente y repetí yo al pie de la letra, con ese amor sin reservas que definió esa etapa de mi vida.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Pinchamos dos veces seguidas cerca a Natagaima: los indígenas del desierto, supe después, compartieron los mismos dioses con los de la montaña, los mismos símbolos misteriosos. Ese día mi padre coordinó hábilmente toda la logística del incidente. Pedimos ayuda a los vehículos que pasaban, uno de ellos nos llevó a mí y a mi madre a un montallantas cercano. Allí despinchamos una de las llantas y conseguimos después que otro vehículo generoso nos llevara de regreso al lugar donde nos esperaba el resto de la familia. Estaban todos derritiéndose del calor y maldiciendo la mala suerte. Mi padre montó la llanta con un cigarrillo en la boca, sudando a mares (los dioses a veces tienen formas sutiles de venganza), con una vitalidad irrefrenable que nunca tuve.

                                                                                                                                La vida siguió su rumbo. Del viaje a las estatuas del sur quedan unas fotos descoloridas que he vuelto a ver solo unas pocas veces. Hay formas de nostalgia tan evidentes que es mejor no reincidir demasiado en ellas. Mi padre murió hace unos años. Ese día, mirándome con ojos ya agonizantes, me dijo: «¡Qué vaina!». Una protesta existencial, de reclamo a los dioses por la muerte, por el final de todo, tan previsible e impensado al mismo tiempo.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El día después del sepelio, volví a la casa de mi padre. Las ausencias tardan tiempo en notarse, todavía su presencia estaba por todas partes. Hay una inercia del corazón que la razón no entiende. Me parecía irreal imaginar o concebir que se había ido para siempre. Los fantasmas no acechan, acompañan. Empecé a mirar su biblioteca, algo desordenada, un universo, no un cosmos. Me llamó la atención un libro de formato grande, de color blanco, mal ubicado y que sobresalía en medio del desorden.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Toda la vida he creído, hace parte de mi metafísica personal, que hay ciertas respuestas a la vida y sus misterios que pueden revelarse o vislumbrarse simplemente de esa manera, abriendo libros al azar y leyendo en búsqueda de la sorpresiva iluminación. Así lo hice con el libro blanco. Era una especie de catálogo exhaustivo de las piezas del Museo del Oro. Probablemente se lo habían regalado a mi padre en alguna ocasión, un libro como tantos otros que son hojeados alguna vez y abandonados después en los rincones menos conspicuos de la biblioteca.

                                                                                                                                Comencé a pasar las páginas con una curiosidad difusa, impaciente. En la mitad del libro, estaba la estatua número uno y el símbolo misterioso, litúrgico, que mi padre, muchos años antes, había considerado indescifrable.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                No voy a explicar los detalles, que para mí siguen siendo inasibles, especializados, difíciles de entender plenamente, pero había en aquel libro olvidado una explicación: el símbolo era un pájaro estilizado, las alas que se unían caprichosamente formaban un corazón; el pájaro, acompañado de algunas figuras auxiliares, representaba el vuelo chamánico, el hombre-pájaro que en un vuelo imaginado, panorámico, percibe o intuye una realidad esencial, la conexión de todas las cosas del mundo quizás o el destino trágico de la especie. Para la gente de las estatuas, pensé ese día luctuoso, ya fue el fin del mundo.

                                                                                                                                Uno habla a veces más fácilmente con los muertos. Nunca hablé con mi padre acerca de mi admiración por él, de esa educación inicial que construí intuitivamente con base en sus opiniones. Nunca le dije que lo quería. Nunca hablamos de las estatuas a pesar de que teníamos los dos un gusto coincidente por la arqueología, por el pasado y los dioses muertos.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Me habría gustado contarle que volví a ver las estatuas del sur, pero que esa presencia eterna, que desafía el tiempo, me pareció esta última vez ominosa, como si los dioses muertos hubieran revivido para transmitirnos un último mensaje. Me habría gustado que intercambiáramos recuerdos, que habláramos sobre esa intuición que tuvimos hace ya tantos años en el bosque de las estatuas, sobre ese presagio del fin que quedó guardado en mi memoria. Nunca lo hicimos. ¡Qué vaina!

                                                                                                                                Foto: Cortesía Penguin

                                                                                                                                * Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Alejandro Gaviria es ingeniero, economista y escritor colombiano. Ha sido ministro de Salud y Educación de Colombia. Tiene un Ph. D. en Economía de la Universidad de California (San Diego). Es autor de libros como “La explosión controlada”, “Hoy es siempre todavía” y “No espero hacer ese viaje”.

                                                                                                                                Por Alejandro Gaviria * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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