Alejandro Gaviria: “El sentido de la tragedia nos hace más empáticos”
A propósito de la Feria del Libro de Pereira, presentamos una conversación con Alejandro Gaviria basada en su más reciente libro “El desdén de los dioses”, en donde el economista, exministro y escritor, habló de la participación de ChatGPT en esta obra, su experiencia escribiendo ficción y su posición frente a la muerte, el pesimismo y la esperanza.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Hace unos meses, una amiga me dijo que le parecía que la gente que leía o profundizaba pensando en las realidades o posibilidades de la condición humana, entraba en un túnel “triste” que la atemorizaba, y que por eso sentía una distancia con la intelectualidad. Le cuento esto porque creo que tiene todo que ver con su libro, que se dedica a especular, reflexionar y enumerar contradicciones que explican nuestro estado de alarma o sentido de tragedia en el que ahora vivimos…
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Hace unos meses, una amiga me dijo que le parecía que la gente que leía o profundizaba pensando en las realidades o posibilidades de la condición humana, entraba en un túnel “triste” que la atemorizaba, y que por eso sentía una distancia con la intelectualidad. Le cuento esto porque creo que tiene todo que ver con su libro, que se dedica a especular, reflexionar y enumerar contradicciones que explican nuestro estado de alarma o sentido de tragedia en el que ahora vivimos…
Este libro nació a partir de dos o tres historias, con una temática que conecta con el final de una etapa anterior, basada en una intuición: estamos entrando en una época de locura. Yo quería describir esa época desde diferentes puntos de vista, a través de relatos cortos que plasmaran esa idea fundamental. No creo que sea un libro triste, incluso diría que tiene humor. Desde niño, tal vez por haber crecido en Medellín, desarrollé una resignación melancólica, una forma de aceptar que en la vida humana hay un elemento trágico que no podemos esconder. Sin embargo, también existe en la escritura una dualidad: por un lado, una celebración y, por el otro, una protesta, casi existencial. Algo de esa dualidad se encuentra en este libro. Hay una celebración y una protesta que atraviesan varios cuentos, y también una presencia constante de la muerte, que aparece aquí y allá.
Sí, la muerte que sigue siendo una certeza, pero parece que ahora decidimos ignorar emborrachándonos de presente (experiencias) porque tampoco creemos mucho en el futuro…
Recuerdo a un tío poeta, al que mi hermano Pascual y yo solíamos burlarnos un poco. Él había escrito dos pequeños libros de poesía, cada uno de apenas dos o tres milímetros de grosor. En la biblioteca decíamos en broma: “Las obras completas de Pacho”, que ocupaban solo medio centímetro en el estante. Uno de esos libros tenía un epígrafe de Antonio Machado, que también aparece en uno de mis cuentos, y que decía: “Detén el paso, belleza esquiva, detén el paso”. Siempre he tenido esa idea de que todo lo bello anuncia la muerte. Me acompaña una intuición sobre la entropía, la impermanencia que forma parte de la vida, y aunque está presente en el libro, también lo está la celebración. No es un libro triste, al menos no me lo parece. De hecho, mientras lo escribía, me sentía alegre. Había una cierta resignación melancólica, sí, pero no era un sentimiento de tristeza, sino más bien la sensación de que estamos en una encrucijada, de que el mundo tal como lo conocemos está desapareciendo y estamos transitando hacia algo desconocido.
Este, que es un libro sobre el futuro y su percepción alrededor de avances tecnológicos, crisis climáticas, etc, fue nombrado con ayuda de Chat Gpt, cuéntenos esa historia…
Este libro tenía varias preguntas por resolver, una de las más importantes era el título. Estuvimos en una comida de la Feria del Libro de Bogotá con la editorial, y Andrés Oppenheimer, un ensayista argentino, nos sugirió usar ChatGPT para encontrar un título. Esa misma noche, después de unos vinos, llegué a casa y le pedí a ChatGPT que generara títulos basados en el contenido del libro. Sugirió Espejos fracturados, entre otros. Pero cuando mencioné la idea de que los dioses se habían cansado de su creación, surgió El Desdén de los Dioses. Lo mandé a la editorial y a todos les gustó. Aunque me parecía grandilocuente al principio, lo acepté.
En un fragmento del relato “El jardín de las delicias”, el narrador de la historia se contradice: dice no creer en los dioses, pero luego les atribuye una casualidad en la historia. Le menciono esto para que hablemos del género del libro: qué tanta ficción decidió escribir. Usted no cree en los dioses…
Este cuento se sitúa en un futuro donde los viajes transatlánticos en avión han sido prohibidos por razones ambientales. La historia comienza con una pareja que gana una lotería para hacer un viaje. El pacto era que, si uno ganaba, los dos viajarían juntos; pero él viaja solo, y ahí comienza la historia. Sobre la pregunta: este es un libro de historias, más que cuentos. Algunos lo llaman cuentos, pero yo los veo más como ensayos ficcionalizados. Aunque claramente hay elementos de ficción, las reflexiones siguen siendo ensayísticas. En El Jardín de las Delicias, por ejemplo, hay una reflexión sobre cómo sería la ciudad si el turismo desapareciera. Hay una mezcla de géneros, pero en el fondo, estas historias son una manera de explorar ideas. Creo que cuando se inventó la imprenta y la escritura, alguien debió haber dicho: “Somos inmortales”. Las ideas, los diálogos, lo que escribimos, quedan ahí, y eso es una forma de inmortalidad. Podemos leer algo que se escribió hace 500 o mil años. Cuando se descubrió la fotografía y uno tenía fotos de sus seres queridos, era también una manera de inmortalizarlos. Lo mismo sucedió con los discos: las voces. Las voces de mis abuelos, por ejemplo, están perdidas para siempre, pero la de mi papá la grabé una vez. No sé por qué lo hice, pero ahora la tengo guardada. Este relato juega con esa idea porque, hoy en día, estamos dando un paso discontinuo en esa dirección.
Tenemos una certeza del final que cada vez es menos soportable o un descreimiento de esa promesa del paraíso o el infierno que nos redimía nuestro sufrimiento en la tierra. Pienso en las iglesias y en su futuro, por ejemplo, en nuestra forma de relacionarnos con la finitud de nuestro tiempo…
El protagonista del cuento es un enfermo terminal que entrega todos sus correos electrónicos y le hacen entrevistas a profundidad para crear un chatbot en su celular, de modo que su esposa e hijos puedan seguir conversando con él después de su muerte. Y entonces, cuando él fallece, existe la posibilidad de continuar interactuando con este chatbot. Todo lo que ha dicho, su estilo, su forma de ver el mundo, queda almacenado, y uno puede hacerle preguntas y recibir respuestas. Pero la pregunta es: ¿es eso la inmortalidad? ¿O no? La respuesta es un “sí” y un “no”. Esa es la idea del relato: tal vez la inmortalidad tecnológica no es verdadera. Sin amor, sin la otra persona real, esas formas de inmortalidad son una ilusión.
Sí, el cuento termia con la frase: “Nadie existe sin un amor”…
Me parece que eso es cierto. La vida auténtica, los afectos, lo que constituye la vida humana, necesitan algo más que memorias encapsuladas. Esa es la idea detrás de este cuento, que en realidad surgió de una experiencia que nunca entendí del todo. Un día, mientras estaba en Madrid, vi un cartel que decía algo parecido a esto, pero decidí no indagar más. Preferí dejar que mi imaginación tomara el control, pero sé que este tipo de servicios ya existen y se están vendiendo. Esto sí que es una distopía cercana. No estamos tan lejos de esa realidad.
Además de confrontaciones, en estos relatos hay culpa. Una culpa suya o una culpa colectiva por los aportes a la destrucción del mundo…
Yo crecí en una familia paisa, y quizás desde muy pequeño aprendí a vivir con la culpa. En el cuento Humano, demasiado humano, el personaje escribe una carta a su nieta, una confesión cargada de culpa, pero más que nada una culpa antropológica, una culpa que pertenece a toda la humanidad. El segundo cuento también aborda esta idea, en un sentido más amplio. Ahora que lo pienso, en Las estatuas del sur también hay algo de eso.
Para hablar de su culpa, hablemos de ese relato, que abre el libro y que fue el favorito de ChatGPT…
Es un relato ficcionalizado, pero basado en una experiencia real. Hicimos un viaje en familia, mi papá, mi mamá, y cuatro niños, desde Medellín hasta San Agustín, en un Renault 4. Fue una odisea. Mi papá fumaba, y yo estaba sentado junto a él, en la ventanilla. Recuerdo que sentía culpa porque sabía que ese viaje lo había organizado por mí, debido a mi interés en la arqueología. Metí a toda mi familia en ese cubo de aluminio y los llevé desde Medellín, cruzando las cordilleras colombianas. Era una odisea; el auto apenas avanzaba a 50 kilómetros por hora. Y todo por mi culpa. Me sentía culpable porque me había ido mal en el colegio y no sentía que mereciera ese viaje. Cuando recordé esa historia llegó a mí ese sentimiento de culpa. No sé si eso, de alguna manera, está presente en lo que escribo.
Leí una reseña de Carlos Luis Torres que dice que en este libro uno puede leer “lo positivo de una actitud pesimista”. ¿Está de acuerdo con eso? ¿Qué puede ser lo positivo del pesimismo?
El pesimismo trae cierta resignación y el entendimiento de la tragedia humana. Para mí, eso lleva a la compasión. Siempre he tenido cierto temor hacia aquellos que borran la tragedia de la existencia humana, de lo colectivo, o aquellos con un sentido exacerbado de la justicia que ven culpables en todo. Creo que el sentido de la tragedia nos hace más empáticos, más compasivos. Y este pesimismo también transmite un escepticismo que, en el fondo, es positivo porque no emite un juicio implacable en cada situación. Además, en el libro hay humor, y ese entendimiento de las cosas con cierto desapego es algo bueno en la vida. También hay celebración, gratitud cósmica, incluso una protesta existencial. Son esas dos cosas mezcladas las que me parecen una visión poética de la existencia. Y quizás, aunque suene un poco como autoayuda, este tipo de visión nos lleva a tratar mejor a los demás, a entendernos mejor.
Ya mencionó “Humano, demasiado humano”, que es una carta de un abuelo a su nieta, donde le pide perdón por la inacción, la cobardía o la impotencia por lo que ahora es el mundo. Es también una confesión sobre por qué la condición humana es su peor enemiga, sobre nuestra contradicción y los límites de nuestra solidaridad. Esa palabra, “solidaridad”, es clave…
Siempre me he considerado un economista social, más centrado en lo micro que en lo macro. Durante los seis años que fui decano de la facultad de economía, me acompañaron muchas lecturas, entre ellas las de la economista y Nobel Elinor Ostrom, quien estudió los problemas de acción colectiva. Ella mostraba cómo, en pequeñas comunidades, se generan arreglos sociales espontáneos para resolver problemas de manejo de bienes públicos sin necesidad de policías, leyes ni castigos, sino que la gente, como cuestión de principio, fue apropiándose de la solidaridad para resolver los problemas de acción colectiva. Sin embargo, Elinor Ostrom dijo que estos problemas se resuelven con éxito generalmente en ámbitos cerrados, más locales, en comunidades pequeñas. El desafío de la crisis climática, y en particular del calentamiento global, es que se trata de un problema de acción colectiva de escala global. Lo que hacemos afecta a todo el planeta.
Sí, se lo mencioné porque me interesó que usted no negó nuestra capacidad para ser genuinamente solidarios, pero sí habló de que esta virtud tenía límites…
Biológica y antropológicamente estamos mejor equipados para resolver problemas más estrechos y locales, pero nos cuesta mucho más a nivel global. La civilización ha consistido en ampliar esos círculos de solidaridad. La seguridad social, por ejemplo, es una forma de preocuparse por los demás; todos contribuimos a una bolsa común para que quien se enferme no tenga que pagar él solo, sino que paguemos todos. Pero a medida que los estados-nación se enfrentan a la crisis climática, es difícil aplicar esta lógica de solidaridad a escala planetaria.
Es un ensayo, además, sobre nuestras contradicciones e insatisfacciones… Nuestra incapacidad para saciarnos, nuestra incoherencia…
En algún momento, menciono que, si no fuera por la inmortalidad, nunca estaríamos satisfechos. Tenemos una tendencia psicológica a desear algo y, una vez que lo obtenemos, dejamos de quererlo y buscamos otra cosa. Este personaje trata de explicar a su nieta que no somos culpables, simplemente somos así. De alguna manera, la crisis climática es una propiedad emergente de nuestras falencias psicológicas. Este ensayo refleja en parte mi pensamiento; no es completamente pesimista, porque creo que tenemos una oportunidad, y ahí es donde entra la tecnología, que podría ayudarnos. Pero es un punto difícil y políticamente no es neutral. En el debate actual, hay quienes culpan a un 1% de los ricos por la destrucción del planeta. El presidente Petro, por ejemplo, reduce el problema a una oligarquía global. En mi ensayo, intervengo en este debate y digo: ojalá fuera solo el 1%, sería mucho más fácil de resolver. Pero el problema es más estructural, más difícil. Hay algo en la manera en que nos hemos organizado globalmente que complica la solución de la crisis climática.
Antes de que comenzara la entrevista, usted habló sobre el optimismo de su libro…
Sí, este libro tiene un optimismo humanista. A mí me gusta ese tipo de optimismo, y practico una forma benigna de antropocentrismo: celebrar lo que somos como seres humanos. Sin nosotros, este planeta giraría sin sentido. La conciencia humana, esa rareza que nos permite observar el universo y medir su vastedad, da significado a la existencia. Somos la única especie que mira las estrellas, y sin nosotros, esos fuegos lejanos tendrían mucho menos sentido.
Le propongo entonces que cerremos hablando de la esperanza. Para usted, ¿qué significa esa palabra? Ya que menciona el optimismo, hablemos de este concepto: estos dos ángulos parecen ser más sutiles en este libro, que se centra en aspectos de un futuro incierto y en los temores, casi apocalípticos, con los que enfrentamos el día a día…
Para mí, la esperanza es una idea de un futuro posible y positivo. Es fácil hacer una lista larga de problemas, pero quiero rechazar el catastrofismo. Todavía creo en el ser humano y en el humanismo, en su unidad espiritual a través del arte, la cultura, lo mejor que hemos pensado y escrito. Creo en un mundo donde esa unidad espiritual del ser humano siga viva, a pesar de las guerras y los conflictos. Mi primer contacto con el catastrofismo como economista fue a través del premio Nobel Michael Kremer, quien escribió sobre la epidemia del VIH en Sudáfrica. Descubrió que la idea del fin del mundo llevó a una psicología autodestructiva en muchos jóvenes. Sin una idea de futuro, el comportamiento cambia. Esta mentalidad catastrofista afecta hoy la salud mental de los jóvenes, y en este libro hay una ironía sobre eso. A pesar de las distopías que creamos, hay una crítica subyacente al catastrofismo. En el fondo, las historias de este libro hablan de personajes que disfrutan la vida y protestan contra formas de prohibicionismo absurdo. Hay una lucha contra la misantropía predominante en los debates sobre la crisis climática. Habrás oído esta frase: “Los seres humanos somos una plaga”. Yo no lo creo. Somos parte de la naturaleza, con nuestros defectos. Tal vez seamos una especie demasiado preeminente, y sí, estamos destruyendo algunos ecosistemas. Pero sigo confiando en el futuro, en la esperanza y en la innovación. Así como fuimos capaces de superar la trampa maltusiana, que nos advertía que la población crecería mucho más rápido que los alimentos, también creo que, aunque hoy no sepamos cómo alimentar a 8 mil millones de personas, encontraremos soluciones a esta encrucijada.