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Puede que cuando la nueva y esperada película de Alejandro González Iñárritu llegue al gran público, genere un pensamiento: el director mexicano pasó y se pasó la factura. Sin embargo, Bardo, estrenada en la Mostra de Venecia, es un paso de factura, pero al mismo tiempo es mucho más.
En efecto, Bardo (falsa crónica de unas cuantas verdades), título en toda su extensión, constituye una agridulce revisión de la vida de una persona, de su familia, pero también de dos países y del continente americano.
Pero ¡atención!, esta no es una biopic a la usanza. “Sería una película aburridísima”, se apura a rebatir Alejandro González Iñárritu apenas unas horas antes del estreno mundial, que fue recibido con una ovación. Sus intereses eran otros, como “recolectar y mostrar emociones, hacer una crónica porque al fin y al cabo no había un compromiso hacia lo absolutamente cierto, más bien hacia la honestidad”.
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“Hay recuerdos, anécdotas, experiencias, reflexiones, miedos, sueños y un montón de otras cosas”, pero que no le digan autobiografía, prefiere describirla como “un mosaico de conciencia o como un pozole, que es una típica sopa mexicana con un montón de ingredientes”.
A su lado Daniel Giménez Cacho, quien interpreta al álter ego de González Iñárritu, Silverio Gama, trata de completar la descripción, “llámala pozole metafísico”. Ambos concuerdan y se ríen.
La historia de Bardo gira en torno a Silverio Gama, afamado periodista y documentalista mexicano que retorna a su país quizás en búsqueda de una identidad perdida, para restituir nexos emocionales con sus familiares y amigos. El emigrante asentado en Estados Unidos no contaba que su regreso se confrontaría con un país muy diferente al que dejó.
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“El cine es una mentira”, profundiza el director, “sabemos que estamos viendo algo que es completamente mentira, pero es veraz como nuestras vidas, porque nunca estamos seguros, ya que aquello que experimentamos siempre está filtrado e interpretado por nuestras mentes y sistemas nerviosos, por la educación que tenemos y por las creencias”.
Cierto es que en Bardo se reconocen los andares, los sentires y las querencias del aclamado cineasta mexicano, tanto los personales como los artísticos, pero también hace una disección crudísima y franquísima de México, así como del coloso país vecino.
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A la vez que desnuda su alma, “no hice esta película con la cabeza, sino con mi corazón”, que como asegura González Iñárritu, no deja títere con cabeza. “Cuando estás a punto de cumplir 60 años puedes sentirte un poco más valiente y tienes la necesidad de darles sentido a las cosas que ya no te dan vergüenza compartir, dejas de tener miedo de hablar de ello sin que te afecte”, se sinceraba evidentemente relajado, hasta cierto punto contento. Y es que “hacer Bardo ha sido liberador”, una frase que reiteraría en esta conversación.
En la Mostra de Venecia Bardo ha causado más fascinación que cierta extrañeza -sobre todo por parte de la crítica anglosajona-, y la convierte en una fuerte candidata a obtener el León de Oro.