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Alex, el niño de la calle a quien también le decían Dogboy, recogió una piedra y se puso a picar un número telefónico que estaba escrito con marcador sobre la pared amarilla.
Sus tres perros, Emmy, Canelo y Chico, lo miraron con interés. La acera donde el niño estaba picando la pared quedaba en la parte más peligrosa de Tegucigalpa, la capital de Honduras.
Alex arrancó meticulosamente la argamasa amarilla; ahora ya no se veía el número. Dio un paso atrás, observó su obra y sonrió satisfecho.
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Para ser alguien que vivía en la calle, Alex Dogboy se veía sorprendentemente pulcro. Los jeans estaban solamente un poquito sucios; tenía zapatillas, y su pelo negro y rebelde lo cubría una gorra roja que llevaba al revés. Sus manos estaban limpias, y su cara también.
—¿Te has vuelto loco?
La voz chillona venía del pequeño puesto que estaba en la acera, detrás de él. Y quien gritaba era doña Leti, la dueña del puesto. Ella le acababa de servir la primera orden de carne asada al primer cliente de la mañana, cuando descubrió lo que Alex había hecho.
—¿Te has vuelto loco? Ese era el número telefónico de tu mamá. Yo te lo escribí en la pared para que no se te olvidara.
Alex le gritó: —No quiero el número de mi mamá. Porque nunca más la pienso llamar. Arranqué su número de la pared porque me ponía muy furioso cada vez que lo veía...
Doña Leti comprendió que Alex estaba triste, a pesar de que sonaba enojado, y dijo con su amable voz:
—Ven a sentarte.
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Todavía hirviendo de ira, Alex se dejó caer en la banca, junto al primer cliente de la mañana. La banca estaba enfrente de una mesita en la acera. La mesa y la banca eran el pequeño comedor de doña Leti. Tan pronto Alex se sentó, ella le sirvió un plato de cartón con un gran pedazo de carne asada, tres tortillas, un volcán de ensalada y un vaso de Coca-Cola.
Los tres perros estaban sentados exactamente detrás de él. Resollaban esperanzados.
—La primera vez que yo vi a este muchacho fue hace unos tres o cuatro años —le dijo doña Leti al cliente—. Entonces siempre andaba bien sucio. Y roto. Siempre lo acompañaban dos perros. Yo acostumbraba verlos acostados, durmiendo juntos en la acera. La primera vez que hablé con él me presentó a los perros. “Este es mi papá”, me dijo, señalando a ese gran perro lanudo. “Y esta es mi mamá”, me dijo, y señaló a la perrita blanca. —No tiene nada de raro —dijo Alex, y como siempre que hablaba con doña Leti, se le fue el enojo y se enterneció.
—Los perros eran mi familia. Cuando yo era pequeño siempre veía a Canelo como a mi papá, y a Emmy como a mi mamá. Ellos se preocupaban por mí, eran los únicos que se preocupaban por mí.
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—Es cierto —le dijo doña Leti al cliente—. Su verdadera madre lo dejó cuando él tenía seis años. Se fue para Estados Unidos y se llevó a los hermanitos de él. Alex era el menor. Pero a él no se lo llevó. No entiendo cómo una madre puede hacer eso. Después Alex se vino con su papá para la ciudad. Estuvieron viviendo donde una tía. Una vez, cuando Alex iba a tercer grado, su papá desapareció. También él se había ido para Estados Unidos, sin decir nada, y había dejado a Alex. Una mañana ya no estaba. ¿O no es así?
—Sí, así es —dijo el muchacho, mientras le pasaba un hueso con carne ya mordisqueado a Chico, el perrito que era hijo de Emmy y Canelo, los perros que él hasta hace poco había llamado sus padres.
—Yo esperé y esperé a que mi mamá y mi papá me vinieran a recoger —continuó—. Pero nunca vinieron. Al final me aburrí de esperar. Me fui. Dejé la casa de mi tía y me fui para la calle. Creo que tenía diez años cuando me hice niño de la calle.
—Pero él siempre hablaba de su mamá y la echaba de menos —dijo doña Leti—. A veces se ponía a llorar, sentado aquí en la banca. Un día conseguí el número telefónico de su mamá. Ella vivía en Estados Unidos, en Los Ángeles. Fuimos a la compañía de teléfonos y la llamamos. —Yo le dije a mi mamá que la extrañaba y que pensaba en ella día y noche —dijo Alex, mirando fijamente hacia delante—. Le dije que quería verla. Y le dije que quería ir a vivir con ella allá en Los Ángeles. Lo único que contestó fue que no quería que yo fuera. Me dijo que ahora tenía otro marido, y que había tenido tres hijos más.
No dijo que me había extrañado, ni que se había preocupado por mí. Ni siquiera me preguntó cómo estaba.
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Alex Dogboy se calló. Siempre que hablaban de su mamá se le bajaba el ánimo. Se hundió en la banca y clavó la vista en sus zapatillas, que le quedaban un poco grandes. Nadie dijo nada.
“De todos modos, qué bien que el número telefónico ya no está”, pensó. Porque la llamada que había hecho a su madre era lo que había cambiado todo. Había sido la primera vez en siete años que escuchaba la voz de su madre. Pero después de haber hablado con ella, había concluido que ella no lo quería. Ella-no-lo-quería.
Fue después de esa llamada cuando él empezó a ver las calles de Tegucigalpa de otra manera.
Fue entonces cuando llegó a la conclusión de que este era su hogar. Él era de aquí.
Y era aquí donde se iba a quedar. Solo entonces pensó en una cosa importante; pensó que en realidad él tenía dos madres. Doña Leti era una. Ella lo dejaba ayudar en el pequeño comedor; y a cambio de eso le daba algo de dinero y comida para él y sus perros, que ahora eran tres.
Ella se preocupaba por él. Quería que él estuviera limpio y que no consumiera drogas. A veces hasta se llevaba su ropa sucia para la casa y la lavaba. Sí, así eran las madres de verdad. Su otra mamá era doña Rosa. Ella vivía en una ruina, y él podía dormir ahí por las noches. “Tengo dos mamás, no todos las tienen”, pensó, y se sintió más alegre. Se volvió a enderezar, giró la cabeza y recorrió con la mirada la larga calle Real.
Y entonces la vio. Primero parecía una mancha roja. La mancha roja se hizo más grande. Ahora pudo ver que era una muchacha de vestido rojo, que venía corriendo en la acera del otro lado de la calle. Cuando vio quién era, su corazón empezó a martillar, a golpear, a dar vuelcos tan bruscamente que apenas podía respirar. A pesar de que le costaba respirar no pudo evitar una gran sonrisa. En la otra acera venía corriendo Margarita.