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El pasado 4 de junio falleció el profesor y escritor Alfonso Vargas Franco. Han pasado algunas semanas, pero no puedo evitar sentirme arropado por una enorme tristeza. Alfonso fue un gran profesor y un gran investigador. Estudió literatura en la Universidad del Valle y desarrolló casi toda su vida docente en esta institución. Fue profesor de la Escuela de Ciencias del Lenguaje, pero además uno de los responsables de la creación de la Licenciatura en Español y Filología de la misma universidad. Se doctoró en Comunicación Lingüística y Mediación Multilingüe en la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de los libros Escribir en la universidad (2007), Entre educación y literatura (2011), Escritura académica (2015), La educación en tiempos de crisis (2021), entre otros. Fue un amante de la literatura, un gran maestro y un buen amigo.
Los que tuvimos la oportunidad de conocerlo, sabemos de su maravillosa generosidad dentro y fuera del salón de clase. No dudaba en acompañar a los estudiantes en las charlas en la cafetería, los incentivaba y participaba de las discusiones que proponían; para él la universidad era el lugar en el que se construía las ideas y la democracia, y defendía estos dos conceptos desde su rol en el aula.
Siempre estaba en sus clases acompañado de muchos libros que, además, cubrían las paredes de su casa, porque visitarlo era como llegar a una bella biblioteca que cuidaba con celo. Tenía la costumbre forrar con un plástico transparente la cubierta de cada libro que compraba y rescataba aquellos que encontraba desencuadernados. Era amante de las crónicas de Luis Tejada, de la poesía de César Vallejo, de los cuentos de Ribeyro y un explorador de la literatura actual. Se especializaba en análisis del discurso y literacidad, y casi todo lo que aprendí de estos campos, y que nutriría mi escritura más adelante, vino de él, de sus conversaciones y lecturas de Teun Van Dijk, Walter J. Ong, Daniel Cassany —a quién me invitó para que lo conociera—, y muchos otros.
Recuerdo a Alfonso como un faro en mis años universitarios. Fue él quien iluminó mis momentos más sombríos: me buscaba temprano en casa y me invitaba a desayunar en el barrio Miraflores antes de ir a la universidad; compraba pandebonos, café y me hablaba sobre la literatura y la vida. Nunca se lo dije, quizá en ese momento no lo sabía, pero sus enseñanzas fueron determinantes para que tomara el camino de la escritura.
Su muerte deja un vacío enorme en los que lo conocimos, un silencio difícil de remplazar y el mundo como un lugar más solitario. Me quedo con la sonrisa de nuestro último encuentro, la taza de café y sus historias; el paseo de mis ojos asombrados por su biblioteca, los relatos de libros por escribir y las promesas de nuevas visitas; el deseo de verlo de nuevo, para decirle, citando la hermosa carta que Albert Camus escribió a su profesor y que él adoraba, que «le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus (…) discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido».
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