Alfredo Molano, de río en río
Así se llama el nuevo libro del sociólogo y escritor, que ahora recorrió el Pacífico colombiano e hizo un estremecedor inventario desde sus riberas.
NELSON FREDY PADILLA
Alfredo Molano Bravo ha escrito veintipico de libros, una cartografía de Colombia monte arriba, falda abajo, selva adentro. Ahora, a su obra sociológica y periodística se suma De río en río, un recorrido por el Pacífico en canoas, pangas y rápidas para dejar constancia de las desventuras de esta región y también del potencial humano y de recursos naturales.
A los 72 años de edad conoce casi todos los ríos de Colombia y desde sus aguas intenta todavía entender la magnitud y la diversidad del país. Ya en su primer bosquejo de libro, escrito a mano y con lápiz, contó su encuentro con los ríos del piedemonte llanero, con las guerrillas y con la coca. Él anota: “No fue propiamente un libro sino un cuaderno de campo escrito en una canoa, en una hamaca, en una estación de bus. No buscaba contar sino contarme. Quería conservar el eco de una madrugada a orillas del río Guayabero oyendo los micos churucos —que gruñen como tigres mariposos—; la peligrosa desconfianza de los guerrilleros y el vértigo alucinado con que los colonos machacaban con sus botas las hojas de coca, para sacar de ellas lo que ninguna promesa de gobierno había hecho realidad”.
Eran los años 70, volvía de estudiar sociología en París, pensando en hacer una tesis de grado sobre la renta de la tierra, tema de moda entre los intelectuales. Pero durante el trabajo de campo en Granada (Meta), las aguas del río Ariari, que había conocido de niño, le revelaron que el sendero a seguir no era el de la academia sino el de las riberas de los ríos, el de la guerra por la tierra, desde protagonistas como el temible Tuerto Giraldo.
Ahora atrapó las aguas dulces del occidente colombiano en 280 páginas de travesías hechas con la guía y el testimonio de los negros que sobreviven a orillas del Telembí, Magüí, Salaquí, Timbiquí, San Juan o Patía. Estaba en sus planes “desde que recogí el eco del dolor de hombres y mujeres que en una mina de oro en el Naquén, en un manglar del Pacífico, en un río del Chocó rebuscaban lo que la selva les diera, lo que las aguas les llevaran ante la indiferencia suprema del Estado. Así, de costa a costa, de río en río, de camino en camino hice lo que un negro en el Charco, Nariño, me dijo: para conocer, señor, hay que andar. Un consejo ha sido el itinerario de mi vida”.
Esta es la consolidación del andar de muchos años para denunciar el “daño brutal” que han dejado la guerra y la minería expansiva en seres humanos, animales, aguas y playones. Hoy ejecutado por mafias que arrasan bosques, explotan oro, envenenan con mercurio, dejan la selva llena de cráteres lunares, corrompen cauces y poblaciones enteras, trafican cocaína. El sonido de los ríos aplacado por el de fusiles, dragas, retroexcavadoras, buldóceres, motosierras.
En el libro anterior, A lomo de mula (editado por El Espectador y Aguilar), se valió de su conocimiento hidrográfico para explicar medio siglo de la guerrilla de las Farc y de la violencia. Recorrió “territorios de luchas” desde el río Cauca sobre el lomo de la cordillera Central. A caballo volvió a las llamadas repúblicas independientes: Marquetalia, “encerrada por ríos y soledades”; Riochiquito, vecina del río Páez, que nace en el nevado del Huila y al que le cae el río Negro, alimentado por el Símbula.
Lo que Molano cuenta no se entiende mapa en mano, más bien subiendo hasta el glaciar para caer a la cabecera del río Guayabo y luego encontrarse con el Yarumales, que trae ya el caudal del Támaro. “El punto se llama Las Juntas y de ahí en adelante las aguas, que parecen de bronce líquido, forman el Atá; el Nudo de las Cordilleras”.
La lección y la emoción de divisar un formidable conjunto de cañones formados por las cuencas de tantos ríos, incluidos el Mazamorras, el Saldaña, el Neme; llegar a la histórica región de El Davis en Rioblanco, entre el Anamichú, el Cambrín y las márgenes del río Anchique; pasar por la hoya de Palacio en las cabeceras del río Duda, que bota sus aguas al Guayabero; repasar las colonizaciones en las vertientes del Ariari y de El Pato, a cuyo eje llegan el Balsillas, el Oso, la Perla, el Coreguaje; dejar huella en la cordillera Oriental, por donde el río La Ceiba baja turbulento; ir al río Guaviare; buscar el aroma a caucho del río Caguán; llegar hasta la hoya del río Papamene, donde murió Pedro Antonio Marín, Tirofijo, que siempre se refugió en campamentos entre aguas, por ejemplo en la confluencia de Guayabos, Yarumales y Támaro, los tres ríos que forman el Atá; viajar una vez más por el río Grande de la Magdalena hasta el quiebre de aguas entre su cuenca y la del Caquetá.
Es lo que siempre ha hecho Alfredo Molano Bravo. Vive en La Calera, pero a la hora de escribir lo acompaña la percusión de “un río crecido... por donde llega un soplo a mis letras”. De río en río (sello Aguilar) llama a los colombianos a mirar hacia nuestros afluentes, justo cuando la Corte Constitucional declara al Atrato sujeto de derechos, para que seamos guardianes de lo que queda en cabeza de ese torrente que es la vida del Chocó. Cuando puede, el escritor descansa donde se funden los ríos Vichada y Muco, rumbo al Orinoco. Va con la conciencia tranquila.
* La presentación del libro es hoy a las 4:30 de la tarde, en la sala Filbo B, costado occidental de Corferias.
Alfredo Molano Bravo ha escrito veintipico de libros, una cartografía de Colombia monte arriba, falda abajo, selva adentro. Ahora, a su obra sociológica y periodística se suma De río en río, un recorrido por el Pacífico en canoas, pangas y rápidas para dejar constancia de las desventuras de esta región y también del potencial humano y de recursos naturales.
A los 72 años de edad conoce casi todos los ríos de Colombia y desde sus aguas intenta todavía entender la magnitud y la diversidad del país. Ya en su primer bosquejo de libro, escrito a mano y con lápiz, contó su encuentro con los ríos del piedemonte llanero, con las guerrillas y con la coca. Él anota: “No fue propiamente un libro sino un cuaderno de campo escrito en una canoa, en una hamaca, en una estación de bus. No buscaba contar sino contarme. Quería conservar el eco de una madrugada a orillas del río Guayabero oyendo los micos churucos —que gruñen como tigres mariposos—; la peligrosa desconfianza de los guerrilleros y el vértigo alucinado con que los colonos machacaban con sus botas las hojas de coca, para sacar de ellas lo que ninguna promesa de gobierno había hecho realidad”.
Eran los años 70, volvía de estudiar sociología en París, pensando en hacer una tesis de grado sobre la renta de la tierra, tema de moda entre los intelectuales. Pero durante el trabajo de campo en Granada (Meta), las aguas del río Ariari, que había conocido de niño, le revelaron que el sendero a seguir no era el de la academia sino el de las riberas de los ríos, el de la guerra por la tierra, desde protagonistas como el temible Tuerto Giraldo.
Ahora atrapó las aguas dulces del occidente colombiano en 280 páginas de travesías hechas con la guía y el testimonio de los negros que sobreviven a orillas del Telembí, Magüí, Salaquí, Timbiquí, San Juan o Patía. Estaba en sus planes “desde que recogí el eco del dolor de hombres y mujeres que en una mina de oro en el Naquén, en un manglar del Pacífico, en un río del Chocó rebuscaban lo que la selva les diera, lo que las aguas les llevaran ante la indiferencia suprema del Estado. Así, de costa a costa, de río en río, de camino en camino hice lo que un negro en el Charco, Nariño, me dijo: para conocer, señor, hay que andar. Un consejo ha sido el itinerario de mi vida”.
Esta es la consolidación del andar de muchos años para denunciar el “daño brutal” que han dejado la guerra y la minería expansiva en seres humanos, animales, aguas y playones. Hoy ejecutado por mafias que arrasan bosques, explotan oro, envenenan con mercurio, dejan la selva llena de cráteres lunares, corrompen cauces y poblaciones enteras, trafican cocaína. El sonido de los ríos aplacado por el de fusiles, dragas, retroexcavadoras, buldóceres, motosierras.
En el libro anterior, A lomo de mula (editado por El Espectador y Aguilar), se valió de su conocimiento hidrográfico para explicar medio siglo de la guerrilla de las Farc y de la violencia. Recorrió “territorios de luchas” desde el río Cauca sobre el lomo de la cordillera Central. A caballo volvió a las llamadas repúblicas independientes: Marquetalia, “encerrada por ríos y soledades”; Riochiquito, vecina del río Páez, que nace en el nevado del Huila y al que le cae el río Negro, alimentado por el Símbula.
Lo que Molano cuenta no se entiende mapa en mano, más bien subiendo hasta el glaciar para caer a la cabecera del río Guayabo y luego encontrarse con el Yarumales, que trae ya el caudal del Támaro. “El punto se llama Las Juntas y de ahí en adelante las aguas, que parecen de bronce líquido, forman el Atá; el Nudo de las Cordilleras”.
La lección y la emoción de divisar un formidable conjunto de cañones formados por las cuencas de tantos ríos, incluidos el Mazamorras, el Saldaña, el Neme; llegar a la histórica región de El Davis en Rioblanco, entre el Anamichú, el Cambrín y las márgenes del río Anchique; pasar por la hoya de Palacio en las cabeceras del río Duda, que bota sus aguas al Guayabero; repasar las colonizaciones en las vertientes del Ariari y de El Pato, a cuyo eje llegan el Balsillas, el Oso, la Perla, el Coreguaje; dejar huella en la cordillera Oriental, por donde el río La Ceiba baja turbulento; ir al río Guaviare; buscar el aroma a caucho del río Caguán; llegar hasta la hoya del río Papamene, donde murió Pedro Antonio Marín, Tirofijo, que siempre se refugió en campamentos entre aguas, por ejemplo en la confluencia de Guayabos, Yarumales y Támaro, los tres ríos que forman el Atá; viajar una vez más por el río Grande de la Magdalena hasta el quiebre de aguas entre su cuenca y la del Caquetá.
Es lo que siempre ha hecho Alfredo Molano Bravo. Vive en La Calera, pero a la hora de escribir lo acompaña la percusión de “un río crecido... por donde llega un soplo a mis letras”. De río en río (sello Aguilar) llama a los colombianos a mirar hacia nuestros afluentes, justo cuando la Corte Constitucional declara al Atrato sujeto de derechos, para que seamos guardianes de lo que queda en cabeza de ese torrente que es la vida del Chocó. Cuando puede, el escritor descansa donde se funden los ríos Vichada y Muco, rumbo al Orinoco. Va con la conciencia tranquila.
* La presentación del libro es hoy a las 4:30 de la tarde, en la sala Filbo B, costado occidental de Corferias.