Alfredo Molano: el anhelo no cumplido
Por mucho tiempo estuve pensando en la manera de hablar con él. Nunca lo logré. Y lamento no haberlo cumplido. “Cartas a Antonia”, su libro póstumo, fue una manera de dibujar algo de esa añoranza de haberlo acompañado en uno de sus peregrinajes por el llano.
Andrés Osorio Guillott
Era de noche. Íbamos de regreso a El Espectador con mi compañera de trabajo. Mientras el taxista hallaba la manera de sacarnos del atasco cotidiano de las calles de Bogotá, ella y yo conversábamos sobre Alfredo Molano Bravo. Más que por el trabajo, era todo un anhelo y una gran esperanza poder llegar a conocerlo. Su obra es un ejemplo para los que seguimos el camino del periodismo y para quienes hemos querido conocer la historia del conflicto armado colombiano desde sus entrañas.
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Era de noche. Íbamos de regreso a El Espectador con mi compañera de trabajo. Mientras el taxista hallaba la manera de sacarnos del atasco cotidiano de las calles de Bogotá, ella y yo conversábamos sobre Alfredo Molano Bravo. Más que por el trabajo, era todo un anhelo y una gran esperanza poder llegar a conocerlo. Su obra es un ejemplo para los que seguimos el camino del periodismo y para quienes hemos querido conocer la historia del conflicto armado colombiano desde sus entrañas.
Muchas veces soñé con acompañarlo A lomo de mula por la llanura. Otras veces soñé con ver alguna de sus clases, o de simplemente haber compartido un mismo tiempo y espacio para oírlo hablar de ese lado de la humanidad que pocos llegan a vislumbrar. Lo cierto es que ese anhelo no cumplido de conocer a Alfredo Molano Bravo guarda algo de ese arrepentimiento por no haber logrado el momento ya mencionado, pero guarda también algo de una esperanza que no tiene a donde aferrarse, pero que sabe a donde pertenece, y ese lugar del que hace parte es el de una paz que no sabemos qué significa, pero que perseguimos, dibujamos y desdibujamos mientras seguimos creyendo y trabajando para que exista algún día.
Leer Cartas a Antonia de alguna manera ayudó a que ese anhelo no cumplido se derrumbara en una de sus esquinas. Fueron varios los instantes en los que imaginé el orgullo de su nieta y el corazón blando de ella al leer las cartas, los recuerdos y las enseñanzas que dejó en sus diarios. Y pensaba que Antonia podía llegar a pertenecer a ese grupo de escritores como Gabriel García Márquez en los que sus abuelos terminan siendo los creadores de una mano capaz de coger el tiempo como una manta tejida entre las costumbres y las imágenes del pasado con las transformaciones y desgastes del presente.
Leí a Alfredo Molano como he leído en pocas oportunidades a mis abuelos. Recordé ese amor leal, alcahueta y dulce de ellos. En ese vínculo puede haber incluso mayor complicidad que la que hay entre padres e hijos. Vi en las remembranzas del libro esas imágenes de tersas de quienes ya tienen sus huellas en el mundo y se las muestran a quienes apenas están conociendo los olores, las texturas y los colores de todo aquello que los rodea. Imaginaba a Antonia observando el cielo de Bogotá e imaginaba ese “cielo rojo que no era de atardecer sino de llamas. El centro de la ciudad había sido destruido e incendiado por el pueblo furioso contra el gobierno, al que culpaba del asesinato de su jefe, Jorge Eliécer Gaitán.".
Pensé en la gratitud de Antonia, incluso de los hijos de Alfredo Molano Bravo, de Catire, como llamaba al hijo que lleva su nombre y con quien he compartido algunas conversaciones y uno que otro partido de fútbol. Pensaba como nieto y sentía esa misma dulzura que experimento cuando mis abuelos se atreven a hablarme de su pasado mientras tomamos un tinto en horas de la tarde en sus sillas cafés y en sus suelos tapizados. Mis abuelos no me han escrito cartas contándome la historia del país. Ese género de la crónica entre las misivas me resultó asombroso, pero sí he escuchado sus memorias sobre los pueblos del Tolima y sobre cómo conversaron en algunas oportunidades con poetas en los billares del centro de Bogotá, esa misma Bogotá que resultó incendiada un nueve de abril y que marcó para muchos el comienzo de una violencia que se acomodó en el país y que hizo de su tiempo un eterno retorno, pero no ese eterno retorno donde siempre se espera la primavera, y no porque aquí no haya estaciones, sino de un tiempo cíclico en el que los años pasan y las anacronías son largos presentes, donde las masacres no desaparecen y la corrupción que empobrece más a la gente se perpetúa entre nosotros.
Una carta sobre el día de la posesión de Iván Duque que termina hablando de lo que se conmemora el 7 de agosto y de todo lo que ocurrió durante la época de la independencia de Colombia; otras donde se ve empujado a hablar de su infancia porque su nieta está en ese instante de la vida, y donde termina desempolvando las memorias de sus días en una montaña detrás de Bogotá, evocando el amor por los caballos, atreviéndose a revelar la culpa que siente por haber provocado que su padre asesinara a un cardenal que volaba cerca a la finca solo para saber cómo se escuchaba el disparo de una escopeta y decirle por medio de otra reminiscencia que “las frutas maduran poco a poco hasta que cuando el sol las ha hecho dulces, caen al suelo. Si las coges antes y las madures biches, pierden sus sabores. No vivas más allá de lo que eres”.
Siempre lo imaginé con una mochila y un pantalón lleno de barro. Lo imaginé en los ríos, en las piedras, en las calles destapadas de los lugares más escondidos del país buscando y escuchando. Ahora que lo leo lejos de los territorios que recorrió para contar el conflicto, reafirmo que su corazón valiente se desgastó de tanto ofrecérselo a los demás, que esos eventos cardíacos que padeció en momentos que no conozco tienen algo más allá que la finitud a la que todos estamos destinados, que incluso sus dolores y molestias por su cáncer en su garganta tienen algo de la valentía y de la osadía con la que su voz fue la voz de todos, de los que menos habían sido escuchados y que más habían gritado pidiendo reconocimiento y ayuda. En ese interminable peregrinaje, en ese afán y en ese incansable deseo de contarnos las historias de las víctimas de la guerra hay mucha nobleza y mucha humanidad. Y sobre el final, cuando se lee con escalofríos sus días de quimioterapias y operaciones, recuerda uno lo que alguna vez dijo Oscar Wilde cuando afirmó que “El sufrimiento es el medio por el cual existimos, porque es el único gracias al cual tenemos consciencia de existir", y ahí entonces termina de comprenderse que pocos llegan a esa consciencia sobre la existencia como lo hizo Alfredo Molano Bravo, pues padeció muchas veces por él y por los otros, más por los otros que por él, y en ese entendimiento de la vida, pagado con dolor, está entonces el valor heroico de querer rozar los límites donde se hallan los secretos de la ignominia.
Le doy las gracias a Antonia, pues terminó siendo ella la razón de los diarios que me permitieron llenar ese vacío del anhelo no cumplido. Ahora, cuando veo el rostro de Alfredo Molano Bravo en la portada In memoriam de El Espectador del 1° de noviembre de 2019 colgado en la pared, pienso en el hombre que no dejó de hacerse humano entre las amenazas y los miedos. No dejé de leerlo con el asombro de siempre, pero ahora no solo lo hice como el lector que alguna vez llegó a Desterrados, el libro con el que conocí su obra, o como aquel que siguió buscando incesantemente sus historias entre las librerías nuevas y de segunda, sino como un nieto que reconoce que en palabras como estas, donde él le escribe a Antonia que “La tristeza nace en el pecho, por allá cerca al corazón, pero más adentro y más abajo. Lo hace palpitar más rápido y forma un torrente de fuerza que coge camino pecho arriba y desemboca por los lacrimales. Sentí cómo a juntos nos pasaba lo mismo al mismo tiempo y por eso mirábamos hacia arriba tratando de impedir que las lágrimas se desbordaran” está la voz de su abuelo, y que en las voces de ellos está el mito del mundo.