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“Durante demasiado tiempo estuvimos acomplejados. Por lo que éramos. Por lo que somos”. Lo sugiere Fabricio Varela Travesí, director del Elenco Nacional de Folclore del Perú, pero bien podría decirlo cualquiera de nosotros, pueblos latinoamericanos, intentando ser lo que no éramos, nos engolosinamos por un siglo entero soñando con ser más blancos, más altos, “mejor hablados”, “más cultos”, más ingleses o franceses o estadounidenses. Y negamos nuestras raíces, con algo de vergüenza.
Pero estamos despertando.
Descubrimos, aunque tarde, que nuestro mestizaje no es debilidad sino fuerza. “Antiguamente decíamos que nuestros pueblos no se desarrollaban o que no crecíamos porque teníamos mucha mezcla, pero con el tiempo le hemos comenzado a dar la vuelta a eso y encontrar en eso nuestra fortaleza”, explica Varela Travesí, quien traerá de nuevo a Bogotá el espectáculo de danzas típicas de su país. Se trata de Retablo, esas cajas artesanales ayacuchanas, de dos puertas, que se abren para exponer historias de familias y pueblos. Y con esto nos permite pensar cómo es que se construye esta idea de lo nacional y así preguntarnos ¿la identidad para qué? Ad portas de una nueva celebración de bicentenario, en 2019, la discusión adquiere toda la relevancia.
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Vamos a oír una historia conocida… como que lo que le abrió la puerta del mundo al Perú fue su gastronomía. Pasó hace poquísimas décadas, pero el impacto mundial que ello ha tenido ha redefinido el ser peruano. Hoy, sus restaurantes ocupan los primeros lugares en las clasificaciones de lo más sofisticado e innovador de la cocina global. Esto, claro, ha complejizado el panorama. Porque todos repetimos obedientemente lo mucho que nos impresiona la influencia asiática de su cocina, cuando en realidad los chinos, japoneses y demás inmigrantes del Asia solo representan el 0,5 % de la composición total de la población peruana. Según Universia, hay un 47 % de mestizos, 32 % de indígenas, 18,5 % de blancos y 2 % de negros. Bastaba ver la selección peruana que fue al Mundial de Fútbol en Rusia, un orgullo nacional en donde estaban todos representados.
Esto les ha obligado a mirarse, a mirarse mejor. A saborear lo propio, sus tres mil variedades de papa, por ejemplo. Y a reconocer sus orígenes perdiendo el pudor de llamarse cholos o mestizos, porque la mayoría lo son. Como nosotros. Ese reconocimiento ha venido de la mano de una multiplicidad de características, sabores, colores y rituales regionales. Que siempre habían estado ahí pero que, por cuenta de la fama internacional, han cobrado valor. No es fortuito entonces que en 2008 el Estado le diera a Fabricio Varela Travesí, uno de los campeones del baile nacional de la marinera, la misión de conformar una agrupación nacional que rescatara los bailes folclóricos de su país; había que llenar de contenido e historias a todos esos ojos que estaban volteando la mirada hacia el Perú. Y sí que tenían historias, como todos nuestros países.
Basta buscar un poco, y querer hacerlo, para encontrar que, por ejemplo, en 1969 la coreógrafa Victoria Santa Cruz dirigió la Escuela Nacional de Folklore José María Arguedas. A ella la recordamos por su poderosísimo manifiesto-performance “Me gritaron negra”, que recreó recientemente El Colegio del Cuerpo en la obra Negra / Anger:
… Sí, soy negra, negra soy / Y hoy en adelante no quiero lacear (sic) mi cabello y voy a reírme de aquellos que por evitar, según ellos, que por evitarnos algún sinsabor llaman a los negros gente de color / ¿Y de qué color? / ¡Negro! / Y qué lindo suena / ¡Negro! / Y qué ritmo tiene / ¡Negro! ¡Negro! ¡Negro!
Todo un himno a la cultura afroperuana. Y un mantra para todos nosotros.
Para Varela Travesí, la tarea de rescatar las tradiciones folclóricas de su país resultó monumental y emocionante. Lo ha dicho mil veces. Debajo de cada piedra en el Perú hay un baile.
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“La marinera es una pequeña historia de amor contada en tres minutos”, cuenta el bailarín y director del Elenco Nacional de Folclore del Perú. Unos minutos que parecen, y son, la vida entera. Conocer a esa mujer, saludarla, invitarla a salir, descubrir la afinidad, conocerse cada vez un poco más y terminar enamorados. El amor, al fin y al cabo. La diferencia está en los detalles. A pesar de llamarse marinera se baila con ruana; los pañuelos agitados son los códigos que van señalando las etapas del galanteo así como el zapateo del hombre aparece para impresionar a la dama con su habilidad, destreza y fuerza. Ella, descalza, baila también y es pura finura y dulzura (es famoso el pie descalzo de las bailarinas peruanas que, de lo firme, podría zapatear sobre piedras ardientes y puntiagudas). Pero hay más. Porque por más corto que parezca, exige inmensamente. Hay un dicho allá que dice que “no hay primera sin segunda” y se refiere a la segunda ronda en la cual la pareja que baila debe preservar su agilidad y hermosura. “Si bien es cierto que tú puedes bailar muy lindo —cuenta Varela Travesí—, pero si a la segunda parte llegas físicamente muerto, por más talentoso que seas se te va a ver mal y tu calificación obviamente va a ser baja”. Por eso, la apuesta de este maestro es por la profesionalización del baile y ese es el punto de partida del elenco, que trabaja tiempo completo en la recreación de las tradiciones de su país y ya, claramente, es un producto de exportación.
Eso por un lado. Pero ¿de dónde surgió este baile y cómo se volvió nacional? Resulta que la marinera peruana primero se llamaba chilena… y fue rebautizada por el escritor y político peruano Abelardo Gamarra Rondó como marinera. Se hizo así en honor a la marina de guerra del Perú que, peleando con sus vecinos chilenos, perdió su insigne buque de guerra Huáscar. Hoy es un museo vuelto reliquia. El baile de amor es, de esta forma, también una truculenta declaración de amor a los símbolos de su patria. Y, como tal, se baila distinto en cada región. Cada quien le imprime lo suyo. Si la norteña es pícara y alegre, la limeña es de salón, mucho más elegante y las chicas hasta bailan con tacón. Y la de Áncash, de la sierra, es mucho más veloz, a ritmo de fuga de huayno, género andino por excelencia.
Y así, cada baile es un derroche de relatos. Y de historia del lenguaje quechua. Como el Huaylarsh, de carnaval o de chacra, un baile de siembra y cosecha en comunidad. Llevado al escenario, las imágenes y movimientos representan el riego de las semillas por las mujeres y la tierra pisada por los hombres deseándole prosperidad a esa semilla. Todo un festín. Y en la ciudad, ya lejos de la tierra, se baila con zapatos y la celebración colectiva de la vida se vuelve comparsa y carnaval. Súmele ahora al repertorio el Ensamble de cajones, los Caporales de Puno y la Negrería de Yauyos, cada uno de ellos cargado de pasado. Todo un viaje por el Perú.
Texto completo en www.elespectador.com
¿Cuántos de nosotros conocemos el significado de nuestros bailes y de nuestros ritos?
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Un espectáculo. Fabricio Varela Travesí sabe que lo que hace es un espectáculo y aunque nace de los relatos orales y el estudio de lo que en las regiones se baila, sabe que lo que se ve en escena es una interpretación estilizada y que no reviste el carácter ritual por el cual se creó ese baile. ¿Eso hace que se pierda el sentido? Quizá sí, un poco, pero, por el otro lado, si no se conoce tampoco se puede defender y cuidar. Se trata de un dilema difícil de juzgar porque para “salvar” o popularizar una expresión, muchas veces se transforma. Aunque, si lo miramos con más detenimiento, esta nueva versión no anula las fiestas ni su arraigo popular, sino que les rinde homenaje y les hace un guiño. Podríamos recordar que Bach escribió música para ser tocada en las iglesias y que no se imaginó que su repertorio sería parte del catálogo universal de las salas de concierto del mundo. Menos aún de jingles publicitarios o cortinillas radiales.
Se trata de la discusión eterna de si el arte puede darse sus licencias. Pasó hace poco con la película “Pájaros de verano”, de Ciro Guerra y Cristina Gallego, en donde, por un lado, una parte de la comunidad wayúu sintió que sus creencias habían sido descontextualizadas y negaron cualquier participación de su cultura con la de la marihuana de finales de los años 70. Pero, por el otro, para muchos, más allá de la referencia a la violencia, ha sido el descubrimiento mágico de un universo desconocido. ¿Era mejor esconderlo en su pureza o exponerlo desde otras miradas y versiones? La escritora nigeriana Chimamanda Adichie lo resuelve poéticamente: “No hay nada más peligroso que una historia única”.
En ese sentido, para el coreógrafo peruano la disyuntiva está clara: “Yo prefiero llegar a 1.400 personas que son las que llenan el Gran Teatro Nacional con un espectáculo de nosotros en una fecha, que llenarles los ojos a tres o cuatro eminencias del folclor. No hago los espectáculos buscando la aceptación de esas personas. Los hago buscando la aceptación de cada vez más peruanos. Y si algunos niños salen cantando las canciones que allí oyeron y poco a poco se están identificando con su patria y con sus danzas, creo que eso es más importante que seguir dándonos vueltas y manotazos de ‘eso no es folclor, así no es, así no se hace’”.