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Madame Natalie es un personaje de la historia que Noel Streatfeild escribió para un tomo de la enciclopedia Mis primeros conocimientos (música, dibujo y ballet). Por culpa de Streatfeild, yo quise pararme con los pies en punta, ponerme unas mallas blancas y recoger mi pelo en un moño alto. El libro, ilustrado con dibujos al carboncillo, de tapa dura y forro de tela roja, estaba en la biblioteca de mis tíos. Lo pedí prestado un día. Me dijeron que podía tenerlo el tiempo que quisiera. Entonces hice lo que mi papá me aconsejaba: “Escribe tu nombre en todos los libros que sean de tu propiedad”. Con mi letra de estudiante de tercero de primaria, escribí en la contraportada: Este libro le pertenece a Sorayda Peguero Isaac.
En la historia que contaba Streatfeild había una niña de diez años que quería ser bailarina. Había sudor, belleza, música, lágrimas y palabras en francés que yo pronunciaba con total ignorancia y desvergüenza: pirouette, fouetté, pas de bourrée, echappé. En las últimas dos páginas del libro, bajo el título “Bailarinas Famosas”, aparecían seis ilustraciones con seis apellidos: Danilova, Tallchief, Markova, Fonteyn, Alonso y Serrano. Si los pronunciaba en voz alta, la sonoridad de los apellidos de Alicia Alonso y Lupe Serrano me sugería cierta complicidad de la lengua y el paladar. Las consideré cercanas a mi idioma, a mi casa, a mi espacio geográfico.
Y pensar que cuando la carrera de Alicia Alonso empezaba a prosperar, unos empresarios de Nueva York le dijeron que era conveniente que cambiara su apellido, que apostara por una variación de Alonso que sonara menos latina. Por ejemplo: “Alonsov”, que parecía ruso. ¿Dónde se había visto una bailarina de ballet clásico con un nombre como el suyo? Ella les respondió: “Soy latina, mis raíces son latinas, yo bailo como una latina. Estoy orgullosa de serlo y de bailar así, y no me voy a cambiar el apellido. Voy a seguir siendo Alicia Alonso”.
Un día empezó a ver sombras y vetas de luz: las retinas de sus ojos se estaban desprendiendo. Alicia Alonso acababa de cumplir veinte años, se estaba quedando ciega y nadie sabía por qué. Por instrucción médica le inyectaron cortisona. Eso la hizo engordar. Una falta que ninguna bailarina puede permitirse. Tenía que elegir: la vista o el baile. Alicia Alonso eligió el baile. Y fue Coppelia, Carmen, Giselle, la bella durmiente, el cisne negro. Bailaba adivinando las siluetas, rozando los contornos de la música con la punta de los dedos, imaginando la luz. Cuando estaba a punto de cumplir 95 años, Alicia Alonso se reafirmaba en su pasión: “Yo no me acuerdo de la edad que tengo. Sólo siento que vivo, que vivo y que vivo, y algunas veces hasta tengo ganas de bailar, se me van los pies”.
En septiembre de 2011, cuando visitó Barcelona con el Ballet Nacional de Cuba, la prensa anunció que la Prima Ballerina cubana conversaría con el público después de la representación de El lago de los cisnes. Subió al escenario del Teatro Tívoli con un traje granate, los labios encendidos de rojo, el pelo recogido en un pañuelo y zapatos de discreto tacón. Yo la observaba embobada desde la cuarta fila. “Ya ustedes me conocen a mí, ahora yo quiero conocerlos a ustedes”.
Ahí estaba la bailarina de mi libro robado. Mujer de andar armonioso y mentón altivo. Seguía los sonidos de las voces que le hablaban con giros gráciles y elegantes de su cabeza. Sin codos y con dedos como lirios. Así se movía, como si no tuviera un solo hueso.