Álvaro Marín Vieco: no repetir para no morir
Al artista abstracto, que cumple hoy 50 años de carrera artística, le aterra envejecer y convertirse en un nostálgico, “en un viejo que tira la toalla”.
Danelys Vega Cardozo
Alguna vez, en un taller de mecánica reposaba en una pared un recorte de un periódico. Se trataba de una obra de un artista abstracto, aunque ellos no tenían ni idea quién era. De repente el autor entró a aquel lugar y le llamó la atención ver allí su cuadro que había salido en la primera página del diario El Mundo.
-¿Por qué pegaron eso?, les preguntó.
-Porque nos gusta mucho esa obra, respondieron.
En otra ocasión, un amigo suyo, quien era “muy borracho”, estaba en frente de uno de sus cuadros y le confesó: “Vos no sabés lo que para mí representa esta obra tuya: cada vez me que levanto a las 6:00 o 7:00 a.m. me da alegría y me hace salir a la calle”.
-¿Crees que eso no lo motivaba a uno a seguir viviendo?”, me dijo el maestro o, mejor dicho, Álvaro Marín Vieco.
-Esas son las cosas que quizá más valen.
-Es lo único.
Ahora que a sus 77 años está a punto de finalizar un ciclo no se siente tranquilo, sino raro, pero sí con el deber cumplido. “No lo logré todo, pero por lo menos tengo cierto reconocimiento”. Quisiera tener más vida, aunque hay ejemplos en el arte que lo animan como su amigo David Manzur, “pero soy consciente de que esto se acaba muy rápido y deberíamos ser conscientes todos los artistas”. Y, pese a eso, sigue sin querer envejecer, “en el sentido de volverme un académico, un nostálgico, un viejo”, porque, en realidad, a él le aterran los viejos, “los de verdad, los que tiran la toalla”.
-¿En algún momento de su vida ha tirado la toalla?
-Sí, he tenido depresiones exógenas muy fuertes. Entonces recurrí al psicoanálisis y a la psiquiatría. Le agradezco a la ciencia y a tener la formación de buscar ayuda y no sumirme, no quedarme en eso.
Sus depresiones provenían de factores externos, de la contaminación acústica, porque él era sensible al ruido, y en donde vivía ponían la música para todo el barrio. “Esa es una condición muy colombiana: ‘importa un dedo el vecino’”. Pese a sus padecimientos, no dejó a un lado sus compromisos artísticos, de hecho, cree que al igual que la ciencia, el arte lo salvó, ese que dice es “una condición humana sin la que no se puede vivir”.
-Y usted, ¿podría vivir sin el arte?
-No podría vivir. Mi vida no tendría sentido.
Le invitamos a leer: Clemencia Echeverri: el arte de recuperar el dolor enterrado
Cuando pinta se transforma: se vuelve una persona seria, “comprometida, segura y muy berraca”. “En la vida cotidiana soy un desastre”. Y es que aún trabaja todos los días, aún pinta todas las mañanas. En esos momentos de pinceladas no piensa en nada. “Eso es lo mejor de ser artista”. El artista que no le deja nada a la intuición, porque lo que le gusta es la memoria. “Hay dos formas de artistas: unos que esperan y otros que hacemos”. Cada vez que comienza una obra, cree que es la última, “sino para qué”.
Ha sido formador o acompañante de muchos estudiantes, aquellos a los que busca transmitirles ánimo y coraje. Por eso nunca le dice no a nada, pues piensa que ninguna obra es mala. “Nadie es negado para el arte, pienso que todo el mundo es artista, que todos tienen capacidad de manifestarse”. Al final, como diría, es el espectador quien hace la obra. Aunque no tiene certezas sobre la función del arte, se atreve a dar alguna respuesta: “Para dejar alguna huella o para que otros gocen y se identifiquen”. Porque, precisamente, el arte que le interesa es ese en sentido plural, “que sea para todos, que no sea para museos”.
Los museos no le apasionan tanto, no tanto como la música y la literatura. “No soy de los pintores que va a ver a otros pintores”. Es de los pintores que se siente identificado con los personajes de las narraciones que lee, antes con los héroes y ahora con los viejos. En la actualidad está leyendo El polaco, la obra del Premio Nobel sudafricano J. M. Coetzee. El libro versa sobre la vida de un pianista, “viejo como yo”. Un personaje de ficción que no se aparta tanto de lo que fue su vida, porque hubo un tiempo en que fue violinista y no pintor abstracto, pero se cansó, pues le parecía muy repetitivo: “Hacia la partitura y, luego, la interpretaba”.
-¿Le ha pasado en algún momento lo mismo con el arte? Eso de cansarse.
-Sí, no puedo con el arte antiguo, “me mama”.
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El día que conoció la Monna Lisa”, la obra de Leonardo da Vinci, se desilusionó, pues creía, primero, que era un cuadro grande, pero en realidad era pequeño. Un sentimiento parecido volvió a experimentar cuando vivió en Italia. Se había ido a ese país a hacer arte contemporáneo. En ocasiones iba a talleres de arte en Florencia, esos de los que dice se salvó. “Veía a todo el mundo copiando a los maestros de 1600. Me decía: ¿qué es esto?... No quería hacer lo mismo que otros ya hicieron”. Aquel pensamiento no era la primera vez que se asomaba por su cabeza, porque supo, desde que era muy joven, que no quería repetir lo mismo que hicieron sus abuelos Carlos Vieco (compositor) y Bernardo Vieco (escultor). Dice que todo el mundo le pedía que fuera como ellos, y él tenía la opción de escuchar aquellas voces, pero había una posibilidad adicional: hacer algo diferente. Fue esa la elección que tomó, la elección de “matar al papá”, como diría el psicoanálisis y también él. “Había que matar a los abuelos: dejarlos quietos y hacer mi obra, porque si no hubiera sido un completo copiador”.
Mientras los pintores de su época se interesaban por retratar la violencia, denunciar las inequidades y las injusticias, él quería dar alegría, felicidad y paz a través de sus obras, así no tenga certeza de haberlo conseguirlo.
-¿Para qué dar alegría a través del arte?
-Porque falta mucha alegría en la gente. El consumismo nos ha invadido tanto, que no hay espacio sino para comprar. En vez de ir a comprar un televisor, la gente debería pasar una tarde viendo arte, pero eso es muy difícil.
Aunque le huye a la nostalgia, a veces se le da por visitar el Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM). Entonces, se sienta a ver la gente que entra, en particular, a los jóvenes. Se vuelve un observador de lo que otros miran y, de repente, piensa que “cumplimos la labor en la vida”. Quizás lo dice en plural porque perteneció a los “Once Antiqueños”, a aquellos artistas de Medellín que participaron en 1975 en una exposición homónima en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, quienes luego ayudaron a fundar el MAMM y hasta una facultad de Artes.
Lucharon contra una sociedad muy cerrada como lo era la capital antioqueña, pero reconoce que los pintores nadaístas fueron más valientes que ellos, porque “fueron capaces de romper cánones de verdad”. Conocieron a Gonzalo Arango, cuando ya no era tan joven, entonces el nadaísmo les dio mucha fuerza. “Era salir del provincianismo”. Dice que aquello los hizo individuales y diferentes, a pesar de que la sociedad, e incluso sus familias, los “perseguían” por ser incorrectos. “Era el rompimiento total de las reglas. Unos se quedaron en la rebeldía; muchos se fueron a la guerrilla, muy triste, porque todos éramos jóvenes que teníamos ideales, pero que un determinado momento dijimos: ‘no, por acá no es’”.
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Su camino fue el arte abstracto, al que llegó gracias a las revistas y los exponentes que había en Bogotá, como Édgar Negret, Eduardo Ramírez Villamizar y Carlos Rojas. “Ellos me enseñaron a mirar un camino”. Le llamó la atención este tipo de arte porque era muy original, no debía tener la “habilidad” que hacía la academia y no tenía que ser aquel que pintaba la figura humana y copiaba. “La abstracción permite que uno cree formas salidas de la mente, de uno mismo, únicas”. Porque, cuando hace sus obras, se basa en un pintor y a partir de ahí empieza a hacer variaciones, aquellas que le permiten expresar con colores una metáfora sobre el paisaje, sobre “lo que todo el mundo es, pero sin referirme a la forma realista”.
No le importa morirse, pero quiere morir contento, como se mueren los nobles: como un árbol grande, que cuando lo cortan simplemente cae. Aunque hay una muerte que le aterra: la artística.
-No quiero morirme… Uno se muere cuando se repite.
-Entonces, muchos están muertos…
-Sí, cuando un artista repite lo mismo se murió.
Alguna vez, en un taller de mecánica reposaba en una pared un recorte de un periódico. Se trataba de una obra de un artista abstracto, aunque ellos no tenían ni idea quién era. De repente el autor entró a aquel lugar y le llamó la atención ver allí su cuadro que había salido en la primera página del diario El Mundo.
-¿Por qué pegaron eso?, les preguntó.
-Porque nos gusta mucho esa obra, respondieron.
En otra ocasión, un amigo suyo, quien era “muy borracho”, estaba en frente de uno de sus cuadros y le confesó: “Vos no sabés lo que para mí representa esta obra tuya: cada vez me que levanto a las 6:00 o 7:00 a.m. me da alegría y me hace salir a la calle”.
-¿Crees que eso no lo motivaba a uno a seguir viviendo?”, me dijo el maestro o, mejor dicho, Álvaro Marín Vieco.
-Esas son las cosas que quizá más valen.
-Es lo único.
Ahora que a sus 77 años está a punto de finalizar un ciclo no se siente tranquilo, sino raro, pero sí con el deber cumplido. “No lo logré todo, pero por lo menos tengo cierto reconocimiento”. Quisiera tener más vida, aunque hay ejemplos en el arte que lo animan como su amigo David Manzur, “pero soy consciente de que esto se acaba muy rápido y deberíamos ser conscientes todos los artistas”. Y, pese a eso, sigue sin querer envejecer, “en el sentido de volverme un académico, un nostálgico, un viejo”, porque, en realidad, a él le aterran los viejos, “los de verdad, los que tiran la toalla”.
-¿En algún momento de su vida ha tirado la toalla?
-Sí, he tenido depresiones exógenas muy fuertes. Entonces recurrí al psicoanálisis y a la psiquiatría. Le agradezco a la ciencia y a tener la formación de buscar ayuda y no sumirme, no quedarme en eso.
Sus depresiones provenían de factores externos, de la contaminación acústica, porque él era sensible al ruido, y en donde vivía ponían la música para todo el barrio. “Esa es una condición muy colombiana: ‘importa un dedo el vecino’”. Pese a sus padecimientos, no dejó a un lado sus compromisos artísticos, de hecho, cree que al igual que la ciencia, el arte lo salvó, ese que dice es “una condición humana sin la que no se puede vivir”.
-Y usted, ¿podría vivir sin el arte?
-No podría vivir. Mi vida no tendría sentido.
Le invitamos a leer: Clemencia Echeverri: el arte de recuperar el dolor enterrado
Cuando pinta se transforma: se vuelve una persona seria, “comprometida, segura y muy berraca”. “En la vida cotidiana soy un desastre”. Y es que aún trabaja todos los días, aún pinta todas las mañanas. En esos momentos de pinceladas no piensa en nada. “Eso es lo mejor de ser artista”. El artista que no le deja nada a la intuición, porque lo que le gusta es la memoria. “Hay dos formas de artistas: unos que esperan y otros que hacemos”. Cada vez que comienza una obra, cree que es la última, “sino para qué”.
Ha sido formador o acompañante de muchos estudiantes, aquellos a los que busca transmitirles ánimo y coraje. Por eso nunca le dice no a nada, pues piensa que ninguna obra es mala. “Nadie es negado para el arte, pienso que todo el mundo es artista, que todos tienen capacidad de manifestarse”. Al final, como diría, es el espectador quien hace la obra. Aunque no tiene certezas sobre la función del arte, se atreve a dar alguna respuesta: “Para dejar alguna huella o para que otros gocen y se identifiquen”. Porque, precisamente, el arte que le interesa es ese en sentido plural, “que sea para todos, que no sea para museos”.
Los museos no le apasionan tanto, no tanto como la música y la literatura. “No soy de los pintores que va a ver a otros pintores”. Es de los pintores que se siente identificado con los personajes de las narraciones que lee, antes con los héroes y ahora con los viejos. En la actualidad está leyendo El polaco, la obra del Premio Nobel sudafricano J. M. Coetzee. El libro versa sobre la vida de un pianista, “viejo como yo”. Un personaje de ficción que no se aparta tanto de lo que fue su vida, porque hubo un tiempo en que fue violinista y no pintor abstracto, pero se cansó, pues le parecía muy repetitivo: “Hacia la partitura y, luego, la interpretaba”.
-¿Le ha pasado en algún momento lo mismo con el arte? Eso de cansarse.
-Sí, no puedo con el arte antiguo, “me mama”.
Le puede interesar: Veinte años de la Novena sinfonía de Beethoven como patrimonio de la humanidad
El día que conoció la Monna Lisa”, la obra de Leonardo da Vinci, se desilusionó, pues creía, primero, que era un cuadro grande, pero en realidad era pequeño. Un sentimiento parecido volvió a experimentar cuando vivió en Italia. Se había ido a ese país a hacer arte contemporáneo. En ocasiones iba a talleres de arte en Florencia, esos de los que dice se salvó. “Veía a todo el mundo copiando a los maestros de 1600. Me decía: ¿qué es esto?... No quería hacer lo mismo que otros ya hicieron”. Aquel pensamiento no era la primera vez que se asomaba por su cabeza, porque supo, desde que era muy joven, que no quería repetir lo mismo que hicieron sus abuelos Carlos Vieco (compositor) y Bernardo Vieco (escultor). Dice que todo el mundo le pedía que fuera como ellos, y él tenía la opción de escuchar aquellas voces, pero había una posibilidad adicional: hacer algo diferente. Fue esa la elección que tomó, la elección de “matar al papá”, como diría el psicoanálisis y también él. “Había que matar a los abuelos: dejarlos quietos y hacer mi obra, porque si no hubiera sido un completo copiador”.
Mientras los pintores de su época se interesaban por retratar la violencia, denunciar las inequidades y las injusticias, él quería dar alegría, felicidad y paz a través de sus obras, así no tenga certeza de haberlo conseguirlo.
-¿Para qué dar alegría a través del arte?
-Porque falta mucha alegría en la gente. El consumismo nos ha invadido tanto, que no hay espacio sino para comprar. En vez de ir a comprar un televisor, la gente debería pasar una tarde viendo arte, pero eso es muy difícil.
Aunque le huye a la nostalgia, a veces se le da por visitar el Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM). Entonces, se sienta a ver la gente que entra, en particular, a los jóvenes. Se vuelve un observador de lo que otros miran y, de repente, piensa que “cumplimos la labor en la vida”. Quizás lo dice en plural porque perteneció a los “Once Antiqueños”, a aquellos artistas de Medellín que participaron en 1975 en una exposición homónima en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, quienes luego ayudaron a fundar el MAMM y hasta una facultad de Artes.
Lucharon contra una sociedad muy cerrada como lo era la capital antioqueña, pero reconoce que los pintores nadaístas fueron más valientes que ellos, porque “fueron capaces de romper cánones de verdad”. Conocieron a Gonzalo Arango, cuando ya no era tan joven, entonces el nadaísmo les dio mucha fuerza. “Era salir del provincianismo”. Dice que aquello los hizo individuales y diferentes, a pesar de que la sociedad, e incluso sus familias, los “perseguían” por ser incorrectos. “Era el rompimiento total de las reglas. Unos se quedaron en la rebeldía; muchos se fueron a la guerrilla, muy triste, porque todos éramos jóvenes que teníamos ideales, pero que un determinado momento dijimos: ‘no, por acá no es’”.
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Su camino fue el arte abstracto, al que llegó gracias a las revistas y los exponentes que había en Bogotá, como Édgar Negret, Eduardo Ramírez Villamizar y Carlos Rojas. “Ellos me enseñaron a mirar un camino”. Le llamó la atención este tipo de arte porque era muy original, no debía tener la “habilidad” que hacía la academia y no tenía que ser aquel que pintaba la figura humana y copiaba. “La abstracción permite que uno cree formas salidas de la mente, de uno mismo, únicas”. Porque, cuando hace sus obras, se basa en un pintor y a partir de ahí empieza a hacer variaciones, aquellas que le permiten expresar con colores una metáfora sobre el paisaje, sobre “lo que todo el mundo es, pero sin referirme a la forma realista”.
No le importa morirse, pero quiere morir contento, como se mueren los nobles: como un árbol grande, que cuando lo cortan simplemente cae. Aunque hay una muerte que le aterra: la artística.
-No quiero morirme… Uno se muere cuando se repite.
-Entonces, muchos están muertos…
-Sí, cuando un artista repite lo mismo se murió.