Amadeo Carrizo, o el origen del fútbol de hoy (Parte II)
Sólo él sabía lo que pensaba y lo que sentía cada vez que le hacían un gol y tenía que ir a buscar la pelota dentro de su arco.
Fernando Araújo Vélez
Sólo él lograba descifrar su responsabilidad, y la del equipo y la del azar en la jugada que acababa de pasar, y asumía la culpa, aunque supiera que los goles eran responsabilidad de todo un equipo, y la asumía porque era consciente de su historia, de su lugar en ese cuadro, de su ascendencia.
Le sugerimos leer la primera parte sobre esta serie dedicada a Amadeo Carrizo: Amadeo Carrizo, o el origen del fútbol de hoy (I)
En últimas, desde muy joven había aprendido que el fútbol iba mucho más allá de lo que pudiera ocurrir en una cancha y que los partidos se comenzaban a ganar o a perder mucho antes de que los jugadores salieran de los vestuarios. Contaban las palabras, los silencios, la motivación, los desaires, la torpeza, la grosería, la solidaridad. En fin, contaba la vida.
Alguna vez, años 60, Rojitas, un delantero que se volvió ídolo de la hinchada de Boca Juniors por sus goles y sus gambetas, y más que nada, porque deslumbraba contra River, le quitó la gorra antes de que comenzara un clásico en la Bombonera. Carrizo lo vio, lo detalló, y se quedó estático. “Era una gorra, no una boina- contaría para El Gráfico-. Me la robó antes de empezar un clásico en el Monumental, yo estaba con el invicto, y lo hicieron para ponerme nervioso. Estaban sacando la foto del equipo y pasó por atrás, prum, me la manoteó y se la llevó al arco de Boca y se la dio a un fotógrafo para que yo no la usara”. “¿Y usted no salió corriendo a agarrarlo?”, le preguntó el periodista. “No, ¿qué querés?”, dijo. “¿Que salga corriendo con el riesgo de caerme por ahí? No, no”.
Cuando el juego ya había comenzado, un recogebolas encontró la gorra y se la llevó a Carrizo, y Carrizo hizo como si nada hubiera ocurrido. Tapó, dejó su arco en ceros, y le sumó minutos a ese invicto del que se hablaba todos los días en la Argentina. Era el mes de julio del año 68. Desde hacía varios juegos que no le anotaban. La suma crecía. Dos partidos después de aquel de la gorra y Rojitas, en el estadio de Vélez, la cuenta del legendario “invicto” de minutos sin recibir goles se detuvo en 769, cuando un recién llegado a primera llamado Carlos Bianchi le hizo un gol después de múltiples rebotes. Apenas la pelota se metió en su arco, las tribunas callaron. Ni siquiera se escuchaba el ruido de las celebraciones. Y calló Bianchi, y se silenciaron Carrizo y sus compañeros.
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Hasta que todos empezaron a caer en cuenta de lo que acababa de ocurrir, y en vez de gritos hubo pañuelos blancos. Una tormenta de pañuelos blancos, que en instantes fue seguida de un coro infinito que decía y repetía Amadeoooooo, Amadeooooooo. Como lo repetiría años más tarde para El Gráfico, Carrizo recordaría por el resto de su vida “Que tenían que pasar 23 minutos para alcanzar el récord, y al principio le atajé un voleo a Jorge Pérez que casi era gol. Roberto Maidana estaba con el micrófono al lado del arco contando los minutos que me faltaban para llegar al récord. Me ponía un poco nervioso, la verdad. Después, nunca olvidaré cómo acompañó la hinchada de Vélez. Fue maravilloso. Se unió al festejo de la gente de River y aplaudió, sacaron todos los pañuelos, un momento de felicidad única para mí. Carlitos Bianchi, que me hizo el gol, creo que hasta amagó con aplaudir”.
Luego del récord y de la euforia, pasadas algunas semanas, los amores y las rivalidades volvieron a ser los de antes, los de siempre. En la vereda de River, decían que Carrizo era el más grande de los grandes. En la de Boca dijeron que lo que quisieran, pero que se asustaba en la Bombonera, que no era el mismo cuando ingresaba a aquel mítico estadio. Él siempre decía que cada partido era una historia distinta, que la cancha en la que jugaba no tenía que ver mucho con sus actuaciones, aunque aclaró y admitió que la de Boca Juniors metía miedo, que la tierra temblaba cuando salían al campo. Pese a lo que dijeran, por sus 21 años como titular en el arco de River, por sus pasos por la selección, por la leyenda que se había construido a su alrededor, para el fanático de Boca ganarle a River era como ganar un título, pero vencerlo con Carrizo en el arco era llegar al paraíso.
De cualquier forma, en la Boca, Amadeo Carrizo fue más Amadeo Carrizo que en el resto de canchas visitantes en las que jugó, pues todo lo que ocurría en la Boca tenía una resonancia que se multiplicaba por millones, y así como en el mundo del fútbol la anécdota de la gorra y Rojitas se volvió novela, así, también, la tarde en la que Carrizo salió regateando y dejó aireado a José Borello se volvería tema obligado en calles y cafés por años y años. Los boquenses de ley jamás se lo perdonaron. El resto de la Argentina lo aplaudió, aunque una jugada así jamás se hubiera visto. Los arqueros estaban para tapar, y punto, aseguraban. Todo lo demás, decían, era show y circo. Carrizo les respondió una y mil veces que él no hacía nada que no tuviera una lógica.
Explicó que el regate a Borello, y los regates que llegaron más tarde, habían sido necesarios para mantener “corto” a su equipo, para adelantarse a las intenciones del rival y no tener que aguardar en la línea de gol a que lo fusilaran. También dejó entrever que muchas de sus jugadas eran el comienzo de otras jugadas de River, y que en ocasiones, él tenía que salir jugando, como cualquiera de sus compañeros. Desde sus inicios, en los años 40, hasta los 60, al final de su carrera, había trabajado a doble turno para salir jugando, más allá de que lo dijera o no, o de que driblara rivales y los dejara tirados en el piso. Carrizo salía jugando cuando se anticipaba al rival en algún contrataque, y cuando debía poner la pelota en juego desde su arco.
Una de sus obsesiones era “darla redonda”, en el fútbol y en la vida. Alguna vez, un muchacho que fue a pedirle un autógrafo a su casa de Villa Devoto, Buenos Aires, le llevó un postre en un recipiente de vidrio. Él le agradeció, le firmó la libreta del autógrafo, y le pidió su dirección. Todo por señas. En la segunda casa de la calle del ferrocarril, le habrá dicho. A los dos días, Carrizo fue a devolverle la bandeja del postre. La daba redonda siempre. O eso intentaba. Consideraba como un gesto que no admitía discusión pasarles el balón a sus compañeros a la velocidad adecuada y al pie más hábil, más allá de que también era un gran gesto con el equipo. Si cada quien jugaba mejor, todo el grupo se iba a beneficiar de ello, y los hinchas.
Si la pelota salía desde atrás bien jugada, a ras de piso, iba a haber muchas más opciones de gol y de ganar los partidos. Dentro de su culto a dar la pelota bien, Carrizo entrenaba a extratiempo todos los días. Solía decir que un portero tenía que ponerle el balón en el pecho al jugador que elegía, y que para ello, debía pegarle casi de media volea para que el saque no se elevara tanto y tampoco pudiera ser interceptado. A diez metros de altura, afirmaba. Infinidad de goles de River, e incluso de la selección Argentina en los 20 partidos que jugó como arquero titular, surgieron de sus pies. Carrizo rompía líneas, despedazaba esquemas de los rivales, desordenaba al contrario, y era el comienzo de los ataques de sus equipos.
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Era imposible medirlo, pero Ángel Labruna o Félix Laustau, y luego Enrique Omar Sívori, o Ermindo Onega, u Óscar Más o Luis Artime, o tantos otros, seguro no habrían hecho tantos goles en sus carreras si no hubieran tenido atrás a ese tal Amadeo Raúl Carrizo, no siempre porque les hubiera puesto el balón en el pecho o porque los dejara mano a mano contra el portero rival, sino porque gracias a él, River Plate salía jugando desde atrás, con el balón en el piso, a la velocidad perfecta, como luego lo hicieron la Holanda de Rinus Michels y de Johan Cruyff, el Newell`s de Marcelo Bielsa y todos los equipos que dirigió, y en años más recientes, el Barcelona de Messi, Iniesta y Xavi Hernández y los clubes que manejó Guardiola, que fueron una especia de prólogo del fútbol de hoy.
Sólo él lograba descifrar su responsabilidad, y la del equipo y la del azar en la jugada que acababa de pasar, y asumía la culpa, aunque supiera que los goles eran responsabilidad de todo un equipo, y la asumía porque era consciente de su historia, de su lugar en ese cuadro, de su ascendencia.
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En últimas, desde muy joven había aprendido que el fútbol iba mucho más allá de lo que pudiera ocurrir en una cancha y que los partidos se comenzaban a ganar o a perder mucho antes de que los jugadores salieran de los vestuarios. Contaban las palabras, los silencios, la motivación, los desaires, la torpeza, la grosería, la solidaridad. En fin, contaba la vida.
Alguna vez, años 60, Rojitas, un delantero que se volvió ídolo de la hinchada de Boca Juniors por sus goles y sus gambetas, y más que nada, porque deslumbraba contra River, le quitó la gorra antes de que comenzara un clásico en la Bombonera. Carrizo lo vio, lo detalló, y se quedó estático. “Era una gorra, no una boina- contaría para El Gráfico-. Me la robó antes de empezar un clásico en el Monumental, yo estaba con el invicto, y lo hicieron para ponerme nervioso. Estaban sacando la foto del equipo y pasó por atrás, prum, me la manoteó y se la llevó al arco de Boca y se la dio a un fotógrafo para que yo no la usara”. “¿Y usted no salió corriendo a agarrarlo?”, le preguntó el periodista. “No, ¿qué querés?”, dijo. “¿Que salga corriendo con el riesgo de caerme por ahí? No, no”.
Cuando el juego ya había comenzado, un recogebolas encontró la gorra y se la llevó a Carrizo, y Carrizo hizo como si nada hubiera ocurrido. Tapó, dejó su arco en ceros, y le sumó minutos a ese invicto del que se hablaba todos los días en la Argentina. Era el mes de julio del año 68. Desde hacía varios juegos que no le anotaban. La suma crecía. Dos partidos después de aquel de la gorra y Rojitas, en el estadio de Vélez, la cuenta del legendario “invicto” de minutos sin recibir goles se detuvo en 769, cuando un recién llegado a primera llamado Carlos Bianchi le hizo un gol después de múltiples rebotes. Apenas la pelota se metió en su arco, las tribunas callaron. Ni siquiera se escuchaba el ruido de las celebraciones. Y calló Bianchi, y se silenciaron Carrizo y sus compañeros.
Podría interesarle leer: Falleció el poeta nadaísta Jaime Jaramillo Escobar
Hasta que todos empezaron a caer en cuenta de lo que acababa de ocurrir, y en vez de gritos hubo pañuelos blancos. Una tormenta de pañuelos blancos, que en instantes fue seguida de un coro infinito que decía y repetía Amadeoooooo, Amadeooooooo. Como lo repetiría años más tarde para El Gráfico, Carrizo recordaría por el resto de su vida “Que tenían que pasar 23 minutos para alcanzar el récord, y al principio le atajé un voleo a Jorge Pérez que casi era gol. Roberto Maidana estaba con el micrófono al lado del arco contando los minutos que me faltaban para llegar al récord. Me ponía un poco nervioso, la verdad. Después, nunca olvidaré cómo acompañó la hinchada de Vélez. Fue maravilloso. Se unió al festejo de la gente de River y aplaudió, sacaron todos los pañuelos, un momento de felicidad única para mí. Carlitos Bianchi, que me hizo el gol, creo que hasta amagó con aplaudir”.
Luego del récord y de la euforia, pasadas algunas semanas, los amores y las rivalidades volvieron a ser los de antes, los de siempre. En la vereda de River, decían que Carrizo era el más grande de los grandes. En la de Boca dijeron que lo que quisieran, pero que se asustaba en la Bombonera, que no era el mismo cuando ingresaba a aquel mítico estadio. Él siempre decía que cada partido era una historia distinta, que la cancha en la que jugaba no tenía que ver mucho con sus actuaciones, aunque aclaró y admitió que la de Boca Juniors metía miedo, que la tierra temblaba cuando salían al campo. Pese a lo que dijeran, por sus 21 años como titular en el arco de River, por sus pasos por la selección, por la leyenda que se había construido a su alrededor, para el fanático de Boca ganarle a River era como ganar un título, pero vencerlo con Carrizo en el arco era llegar al paraíso.
De cualquier forma, en la Boca, Amadeo Carrizo fue más Amadeo Carrizo que en el resto de canchas visitantes en las que jugó, pues todo lo que ocurría en la Boca tenía una resonancia que se multiplicaba por millones, y así como en el mundo del fútbol la anécdota de la gorra y Rojitas se volvió novela, así, también, la tarde en la que Carrizo salió regateando y dejó aireado a José Borello se volvería tema obligado en calles y cafés por años y años. Los boquenses de ley jamás se lo perdonaron. El resto de la Argentina lo aplaudió, aunque una jugada así jamás se hubiera visto. Los arqueros estaban para tapar, y punto, aseguraban. Todo lo demás, decían, era show y circo. Carrizo les respondió una y mil veces que él no hacía nada que no tuviera una lógica.
Explicó que el regate a Borello, y los regates que llegaron más tarde, habían sido necesarios para mantener “corto” a su equipo, para adelantarse a las intenciones del rival y no tener que aguardar en la línea de gol a que lo fusilaran. También dejó entrever que muchas de sus jugadas eran el comienzo de otras jugadas de River, y que en ocasiones, él tenía que salir jugando, como cualquiera de sus compañeros. Desde sus inicios, en los años 40, hasta los 60, al final de su carrera, había trabajado a doble turno para salir jugando, más allá de que lo dijera o no, o de que driblara rivales y los dejara tirados en el piso. Carrizo salía jugando cuando se anticipaba al rival en algún contrataque, y cuando debía poner la pelota en juego desde su arco.
Una de sus obsesiones era “darla redonda”, en el fútbol y en la vida. Alguna vez, un muchacho que fue a pedirle un autógrafo a su casa de Villa Devoto, Buenos Aires, le llevó un postre en un recipiente de vidrio. Él le agradeció, le firmó la libreta del autógrafo, y le pidió su dirección. Todo por señas. En la segunda casa de la calle del ferrocarril, le habrá dicho. A los dos días, Carrizo fue a devolverle la bandeja del postre. La daba redonda siempre. O eso intentaba. Consideraba como un gesto que no admitía discusión pasarles el balón a sus compañeros a la velocidad adecuada y al pie más hábil, más allá de que también era un gran gesto con el equipo. Si cada quien jugaba mejor, todo el grupo se iba a beneficiar de ello, y los hinchas.
Si la pelota salía desde atrás bien jugada, a ras de piso, iba a haber muchas más opciones de gol y de ganar los partidos. Dentro de su culto a dar la pelota bien, Carrizo entrenaba a extratiempo todos los días. Solía decir que un portero tenía que ponerle el balón en el pecho al jugador que elegía, y que para ello, debía pegarle casi de media volea para que el saque no se elevara tanto y tampoco pudiera ser interceptado. A diez metros de altura, afirmaba. Infinidad de goles de River, e incluso de la selección Argentina en los 20 partidos que jugó como arquero titular, surgieron de sus pies. Carrizo rompía líneas, despedazaba esquemas de los rivales, desordenaba al contrario, y era el comienzo de los ataques de sus equipos.
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Era imposible medirlo, pero Ángel Labruna o Félix Laustau, y luego Enrique Omar Sívori, o Ermindo Onega, u Óscar Más o Luis Artime, o tantos otros, seguro no habrían hecho tantos goles en sus carreras si no hubieran tenido atrás a ese tal Amadeo Raúl Carrizo, no siempre porque les hubiera puesto el balón en el pecho o porque los dejara mano a mano contra el portero rival, sino porque gracias a él, River Plate salía jugando desde atrás, con el balón en el piso, a la velocidad perfecta, como luego lo hicieron la Holanda de Rinus Michels y de Johan Cruyff, el Newell`s de Marcelo Bielsa y todos los equipos que dirigió, y en años más recientes, el Barcelona de Messi, Iniesta y Xavi Hernández y los clubes que manejó Guardiola, que fueron una especia de prólogo del fútbol de hoy.