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Anamaría Oramas llegó tarde a la audición de violín. Se había alistado con flojera y le tocó pasar corriendo por los pasillos de la Fundación Batuta, rumbo a la sesión. Su pequeño cuerpo de diez años frenó al ver la puerta cerrada. Con devoción de maestra de literatura, su mamá la había inscrito días antes en esa prueba. Cuando la vio así de enojada, Anamaría se encogió de hombros. No lloró.
Sin violín, pero con los vientos de través, a su pereza de poeta le sonó la flauta. “La flauta llora”, dice. Y no solo porque corre mucha agua desde la embocadura al pie, sino porque su sonido se escurre por los espacios del cuerpo en los que la emoción ha formado lagunas. “El músico es un curandero”, señala para indicar cómo vive su oficio y cuál es la intención con la que suele tocar. En cualquier tarea el propósito es clave, más si hablamos de rozar fibras y destrabar emociones.
Le pregunté si eso tiene que ver con los escenarios en los que prefiere dar sus conciertos. Ya ha dicho que le gustan más los espacios pequeños, íntimos. Dijo que sí, que tal vez, aunque también haya disfrutado hacerlo frente a miles de personas: en varios Festivales al Parque, en el Ajazzgo o en el promocionado Estéreo Pícnic, punta del iceberg de la actual industria del entretenimiento. Han sido grandes carteles en los que, ciertamente, la han anunciado como una figura del jazz nacional.
Ella hace parte del Colectivo Colombia de Antonio Arnedo y ha tocado con Hugo Candelario, Mauro Castillo, Mucho Indio, Briela Ojeda, entre otros. Y estudió en Batuta, en la Orquesta Sinfónica Juvenil de Colombia, en la Universidad Nacional.
Entre una respiración y otra, Anamaría contó que las clases de teoría musical le provocaron, y aún le dan, mucho aburrimiento. Fue una niña a la que le costó despertarse cada sábado, en las madrugadas de la fría Bogotá, para ir a persistir un poco con las partituras. Lo cuenta como quien vivió esas rutinas sin sospechar que podía haber otras.
Un buen día, por voluntad propia, quizás para desaburrirse, empezó a crear retos compositivos que la obligaron y aún le exigen estudiar mucho para la interpretación. Breath, Ciudad Sepia y Una Madrugada, este último de su más recuente disco Ramas Lejanas, son temas en los que se pueden escuchar los giros armónicos y cambios abruptos con los que se desafía.
Pero esa disciplina aprendida se mezcla con sus andares ociosos por los estuarios del sonido. Entonces también parece que sus vientos nos hablan en un tono muy coloquial. Hay naturalismo e ingenio en una voz que dialoga con las músicas tradicionales y contemporáneas a la vez. Habla de una búsqueda intuitiva que recolecta cosas: un sonido pelayero, una base de currulao, frases gaitosas, relatos brasileros, el frío de las aves en un fandango de ciudad.
Entonces recordé a Ida Vitale cuando dijo: “Soy poeta por pereza e irresponsabilidad”. Y se me ocurre que lo de Anamaría es eso, una pereza de poeta con flauta. En vez de jazzista, prefiere que la llamen improvisadora.
Hablé con ella en un piso diez, con vista a un bosque urbano en el que viven mirtos, almendros y ébanos del valle. Ella dice que Cali la hace llorar. Apela a cierta devoción musical por la pluralidad de cadencias que se viven en esta ciudad. Es un llanto sereno, un aguar de ojos.
Luego dijo que, la verdad, no acostumbra a llorar mucho. “Lloré cuando se murió mi papá”. Habló de Fernando Oramas, pintor y muralista colombiano, como un apasionado del colorido, de la fauna, la flora y la riqueza natural. Alguien que miraba las frutas, los mercados de pueblo, los atardeceres, como un enamorado del lugar en el que vivía. “En mi música también está esa pasión por dialogar con el entorno y el contexto pintoresco en el que habitamos. Latinoamérica es una gama de colores y de contrastes. De oscuridades y de alegrías”, dijo en otra entrevista.
Lo recuerda, además, como un irreverente que no cedió a los mandatos de la industria o ciertas movidas elitistas del arte colombiano. Y reconoce esa rebeldía en ella misma. En el 2015, le escribió un bambuco colombiano que lleva su nombre, fue su primera composición. Esa vez, se sentó al piano, frente a sus cuadros, permitió que de ellos saliera música.
Escuchar el color, ver la música, navegar el sonido. Le dije que me gustaría indagar la relación que tiene su música con el agua. Parece evidente, pues nos lleva de las costas a la montaña y de la montaña al valle. Me contó muchas cosas, entre otras, que en el barrio donde creció, como a una cuadra, pasaba el río Fucha. “En Colombia los ríos son caños, cuerpos de agua muy maltratados, irrespetados, pero, pues, están ahí, ¿no?”. La mayoría de sus frases terminan con ese ¿no?
Luego empieza a tocar A Gente y algo se suspende. El bote está ahí para quien se quiera embarcar. Solo se necesita silencio, ese cáliz sagrado, tan esquivo para algunos caleños.
Mientras seguía sonando la flauta, la gaita y la gauta de Anamaría, yo pensé en unos versos de Mujica:
“Nunca el mismo
viento pasa dos veces
Ni una rama sacude;
nunca nada
es dos veces igual:
lo mismo
son las
palabras”.