André Gide: Vivir, escribir y morir a contramano
Cuando Gide falleció, el 19 de febrero del año de 1951, cuatro años después de haber recibido el Nobel de literatura, acababa de escribirle un telegrama a François Mauriac para decirle que se podía tranquilizar: el infierno no existía.
Fernando Araújo Vélez
Decía Jorge Luis Borges en un texto que escribió sobre André Gide y la reedición de Los monederos falsos, que Gide “profesó el amor de la literatura inglesa”, que había preferido a John Keats sobre Víctor Hugo, pues “la voz íntima de Keats era más de su agrado que el tono público y profético de Hugo”, y que había dudado casi de todo, con excepción de la ilusión del libre albedrío. “Creyó que el hombre puede dirigir su conducta y consagró su vida al examen y a la renovación de la ética, no menos que al ejercicio y al goce de la literatura”. Escribía, también, que Gide, como Goethe, no estaba solamente en uno de sus libros, sino en “la suma y el contraste de todos ellos”, y afirmaba que había predicado “el goce de los sentidos, la liberación de todas las leyes morales, la cambiante ‘disponibilidad’ y el acto gratuito que no responde a otra razón que al antojo”.
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Decía Jorge Luis Borges en un texto que escribió sobre André Gide y la reedición de Los monederos falsos, que Gide “profesó el amor de la literatura inglesa”, que había preferido a John Keats sobre Víctor Hugo, pues “la voz íntima de Keats era más de su agrado que el tono público y profético de Hugo”, y que había dudado casi de todo, con excepción de la ilusión del libre albedrío. “Creyó que el hombre puede dirigir su conducta y consagró su vida al examen y a la renovación de la ética, no menos que al ejercicio y al goce de la literatura”. Escribía, también, que Gide, como Goethe, no estaba solamente en uno de sus libros, sino en “la suma y el contraste de todos ellos”, y afirmaba que había predicado “el goce de los sentidos, la liberación de todas las leyes morales, la cambiante ‘disponibilidad’ y el acto gratuito que no responde a otra razón que al antojo”.
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Gide nació en París en el año de 1869. Vivió allí la mayor parte de su vida y entabló en sus tertulias y cafés distintas relaciones con artistas de la época, como Paul Valéry y Óscar Wilde en sus últimos años. Hasta su muerte, en 1951, recordó a Wilde, una especie de fantasma que se escondía de la muchedumbre y de sus vergüenzas después de haber estado en prisión, condenado por “sodomía”. Se vieron en reiteradas ocasiones. Una de ellas quedó plasmada en un texto de Gide. “Una noche, en los bulevares, por donde yo paseaba con G, oí que me llamaban por mi nombre. Me volví: era Wilde. ¡Ah, cómo había cambiado! ‘Si reapareciera antes de haber escrito mi drama, el mundo no querría ver en mí sino al forzado’, me había dicho. Había reaparecido sin el drama y como algunas puertas se hubieran cerrado ante él, ya no intentaba volver a entrar en ninguna parte; vagaba”.
Gide decía que él y algunos de sus amigos habían hecho lo posible y lo imposible para salvarlo. “Se las ingeniaban, se lo llevaban a Italia. Wilde se escapaba enseguida, recaía. Algunos de los que le habían permanecido fieles me habían repetido tanto que ‘Wilde ya no estaba visible’... Que, lo confieso, me sentí un poco incómodo de volver a verle y en un lugar por donde podía pasar tanta gente. Pidió para mí y para G dos cócteles... Iba a sentarme frente a él, es decir, de modo que diera la espalda a los que pasaran; pero Wilde, afectado por este ademán que creyó producto de una vergüenza absurda (no se equivocaba, ¡ay!, en absoluto): –Oh, póngase aquí, junto a mí –dijo indicándome una silla a su lado–. ¡Estoy tan solo ahora! Cuando antaño me encontraba con Verlaine, no me avergonzaba de él –continuó en un intento de arrogancia–”.
Su dolorosa confesión acabó con una frase de Wilde, tal vez más dolorosa aún: “Yo era rico, alegre, la gloria me inundaba, pero sentía que ser visto junto a él me honraba, incluso cuando Verlaine estaba ebrio”. Gide era, por aquel entonces, mucho más fuerte con las palabras y ante una hoja de papel, que en la vida. En el papel jugaba a ser Dios, y allí se liberaba de todas y cada una de las leyes morales de los humanos, como lo explicaría Borges. Era libre, y con su libertad era capaz de decir lo que le parecía, y de inventar personajes que sólo podrían expresarse en una novela, como Eduardo Strouvilhou, quien no tenía problemas en decir que lo suyo no había sido el altruismo ni el egoísmo, “¡Quisieron hacernos creer que no hay más escape del egoísmo que el altruismo, más feo todavía! En cuanto a mí, pretendo que si existe algo más despreciable y más abyecto que el hombre, son los hombres”.
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Gide era de vez en cuando ese hombre, y de cuando en cuando y muy a menudo, “los hombres”. Decía en la voz de Strouvilhou que ningún razonamiento podría convencerlo de que “la suma de unidades sórdidas” pudiera dar un total exquisito y afirmaba que Cristo se había sacrificado por la salvación “ingrata de todas esas gentes atroces con quienes me codeo”, y que él hubiera preferido otra cosa, casi que cualquier otra cosa, “porque toda la enseñanza de Aquél no ha servido más que para hundir a la humanidad un poco más hondamente en el lodo”. Iba en contra de lo establecido, y consideraba que el único camino honesto en la literatura y en la vida era el camino que llevaba a la autenticidad. Que lo odiaran por defender su bandera, o que lo amaran, poco le importaba. A fin de cuentas, él vivía a contramano. Algunas de sus obras, como El inmoralista, La puerta estrecha, y Los monederos falsos, fueron sus sentencias.
Para Gide, lo escrito era lo único que quedaba. Su testamento. Había nacido en medio de las comodidades y las seguridades. Jamás le hizo falta nada material de lo que quisiera tener. Leía, escribía, jugaba, y solía relacionarse con quienes tuvieran algo que decirle. Vivía en una constante tensión entre el protestantismo de su familia, y el catolicismo que veía a diario por las calles de París. Su refugio eran los libros, y una vez por semana, comenzaron a ser los “Martes de Mallarmé”, uno de los salones artísticos más conocidos de Francia, donde fue bendecido y conoció a Paul Claudel, A. Rodin, Pierre Louyss y Augusta Holmés, más allá de Óscar Wilde y Paul Valery, entre tantos y tantos escritores, pensadores, columnistas y aprendices de artistas que entre discusiones, vino, lecturas, manuscritos, e incluso sonoros y recordados rechazos y polémicas de todos los colores, le buscaban algún sentido a sus vidas.
Por Wilde tuvo su primera relación homosexual, como lo contaría en su biografía de juventud, Si le grain ne meurt. Jordi Corominas y Julian escribía dos años atrás en una de las entradas de El Confidencial, “La anécdota no tendría mayor repercusión de no ser por otra en la argelina localidad de Biskra. En 1893 Gide visitó la colonia magrebí, cénit de cierto exotismo decimonónico reflejado en lienzos y novelas como Bel Ami, de Guy de Maupassant. Al firmar el libro de registro de su hotel descubrió la firma del irlandés y todo su cuerpo tembló. Al cabo de pocas horas, con la inestimable ayuda del gran histrión, mantuvo su primera relación homosexual con un chico de la zona”. Aquel fue el gran rompimiento de Gide, el punto de inflexión que lo llevó a escribir lo que escribió y como lo escribió, y a vivir sin el peso de sus propias dudas, más allá de que comprendiera que era y sería imposible liberarse del todo.
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Por eso, meses más tardes de aquel primer encuentro, se casó con Madeleine Rondeaux. De una u otra manera, incluso por su propia seguridad, debía guardar las apariencias. Sus tiempos no eran los mismos tiempos de sus obras, y más que nada, de sus personajes. En la vida real, a los homosexuales se les perseguía y se les castigaba. Se les condenaba, como había ocurrido con Wilde. Pero pasado un tiempo, Rondeaux pasó de ser esposa blanca, mujer de un matrimonio sin sustento, a la beatería y a considerar que su esposo había caído y seguía cayendo en el pecado. Gide era el infierno, y ese infierno la alcanzó a quemar a ella cuando descubrió las cartas que se escribía con infinidad de jóvenes. Se separaron. Ella continuó inmersa en su fe. Él, en su literatura. En los primeros 20 escribió un manual para jóvenes amantes, incluidos los mayores con los adolescentes. Hubo caos. Polémica. Condena. Algunos aplausos e infinidad de críticas.
El libro se llamaba Corydon. Fue retirado de las principales librerías de Europa por su tema, aunque luego muchos de los comentaristas de la época adujeron que el mundo aún no estaba preparado para divulgar y multiplicar aquellos asuntos. A Gide poco le importaba si decían una cosa o la otra, o si le importaba, igual continuó con su vida y su carrera y siguió escribiendo. Buscando, desatando nudos, probando, conversando con todo aquel con quien creyera que podía estar a su altura, aunque fuera del “bando” contrario. Viajó por la Unión Soviética, se enamoró del comunismo y luego lo odió y sufrió cierta persecución del régimen de Stalin. Fue al África, al Congo, y vivió la explotación europea allí. La vivió, la sintió, la relató. Habló con De Gaulle después de la guerra para reconstruir a Francia desde el arte, y se encontró en varias ocasiones con Jean Paul Sartre para discutir sobre los nuevos totalitarismo intelectuales.
En el 47 le dieron el Nobel de literatura. Lo recibió con cierta resignación, pues ya sabía, muy bien sabía, que los premios no determinarían su obra, pero lo podrían transformar a él en un sospechoso más de la institucionalidad intelectual y en un receptor de favores. Cuatro años más tarde falleció. Acababa de escribirle un telegrama a François Mauriac para decirle que se podía tranquilizar: el infierno no existía.