Andrea Mejía: “La vida se puede percibir como una pérdida continua”
Hablamos con la escritora y filósofa bogotana, a propósito de la publicación de “La sed se va con el río” (Alfaguara), su más reciente novela.
Andrés Osorio Guillott
Ya es sabido que los libros llegan cuando tienen que llegar. A veces uno se pregunta por qué una obra o un autor no apareció antes, pero se pierde el tiempo preguntándose por los “hubiera”, así que mejor aprovecharlo en pensar en lo que viene.
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Ya es sabido que los libros llegan cuando tienen que llegar. A veces uno se pregunta por qué una obra o un autor no apareció antes, pero se pierde el tiempo preguntándose por los “hubiera”, así que mejor aprovecharlo en pensar en lo que viene.
Andrea Mejía ya había publicado cuatro libros antes de La sed se va con el río, su más reciente novela, pero en mi caso la descubrí con esta historia que nos lleva a Sanangó, un lugar creado en la ficción, pero que tiene la inspiración de las montañas y los ríos del suroriente antioqueño, especialmente del río Santo Domingo. La naturaleza y su mística aquí conviven también con la presencia de la Virgen, que, aunque solo sea una estatua, no pierde el halo de divinidad y protección para muchos habitantes del pueblo.
¿Qué pasó con Jeremías? ¿Dónde está? Parecen preguntas de miles de historias de desaparecidos en Colombia. No es una novela relacionada con el conflicto armado, pero esa ausencia encierra la estructura de una novela en la que Andrea Mejía fue descubriendo que los personajes podían liberarse de las ataduras de los juicios y discursos de la moralidad.
¿Cómo fue el proceso de creación de Sanangó?
Creo que Sanangó es completamente imaginario y pertenece más al reino de los muertos que al de los vivos. Pero el río sí está inspirado en uno real, el río Santo Domingo, que queda en Antioquia, en las montañas del suroriente. Entre Carmen de Viboral y Cocorná hay dos ríos: el Melcocho y el Santo Domingo, que tiene aguas de un color divino. Yo recorrí esos cañones a pie, quedándome a dormir en las casas de campesinos que me recibían con una hospitalidad increíble. Ese fue el suelo donde creció la novela. Ya había tenido una primera imagen, que es la de la persecución por los cañones de un río, y la perseguí hasta que llegué al territorio real. Luego me distancié para pasarme al mundo de lo imaginario y visionario. Y es un poco esa fascinación por el río.
¿Y por qué esa fijación por el agua?
No sé, por ese fluir incesante. Tú te quedas frente a un río y se supone que tú estás quieto, pero él sigue fluyendo y fluyendo. No para, y desde hace cuánto... Eso me parece muy misterioso, como que el río no cese. Quizá también por la gran metáfora que es el río tanto en la filosofía como en la literatura: la imagen de la vida como un río que va al mar, la idea del tiempo como un río. Este pensamiento de Heráclito, eso de “no te bañarás dos veces en el mismo río”, creemos entenderlo, pero no estoy muy segura. El río tiene mucha fuerza, connotaciones poéticas, literarias, metafóricas. También fue un río real, como el que ya mencioné, y otros que me han cautivado, como el Apaporis. Es un río que entiendo como un ser vivo, una divinidad sagrada.
¿Por qué exalta tanto la naturaleza en sus libros? Entiendo que en otros también aparece, y aquí en la novela cobra mucha importancia...
Porque creo que la naturaleza es sanadora, tiene el poder de acallar nuestra mente, que es la principal fuente de sufrimiento. Cuando empezamos a distinguir qué es bueno, qué es malo, quiénes somos. Todos los juicios que hacemos permanentemente sobre lo que existe son la fuente del sufrimiento. La naturaleza no tiene juicios, tiene una inteligencia que permea todo lo real. Normalmente estamos separados de esa sabiduría y ese silencio de la naturaleza, de su puro ser. Es una fuerza creativa, sanadora, es la fuerza de lo real, no de lo que creemos que es real, sino de la realidad pura.
En la novela aparece el tema del castigo, que no sé si tiene que ver con la explotación del oro y el respeto a la naturaleza...
Una de las cosas que enloquece a los buscadores de oro es el brebaje que los indígenas les ofrecen. Es como un castigo de los antiguos chamanes o una especie de desorientación para que no puedan sacar el oro del río. Pero el castigo aquí no es moral, es la pérdida del equilibrio natural. No es como en el cristianismo, donde el castigo es expiar la culpa del pueblo. Aquí, la pérdida del equilibrio lleva a la destrucción.
Hay una frase que dice: “La venganza los había purificado”. Eso también me llamó mucho la atención, rompe con la idea del perdón...
Esa frase me sorprendió porque disfruté salirme de los juicios tradicionales. Lidia no tiene que ser buena, no tiene que ser compasiva, no tiene que propiciar el perdón ni evitar la venganza, sino que esta la purifica. Eso es muy propio de una actitud libre, no es una fuerza vengativa obsesionada. La venganza se consuma y ella queda liberada, no vuelve a pensar en ello.
A la novela también la atraviesa la culpa...
La culpa contrasta con la forma libre de existir de algunos personajes, como Nardarán, Jeremías y Lidia, quienes no sienten culpa. Nada es más ajeno a ellos que eso. Patas de Mirlo, en cambio, siente culpa por lo que cree que hizo, y asume la de todos. Se vuelve una figura expiadora. Fue interesante enfrentar esa fuerza de la culpa con la actitud contraria, donde no hay culpa en existir.
A mí me parece rara la gente que no es nostálgica. Lidia es un personaje así y en el libro se habla de lo inútil que es pensar en lo que ya no fue.
Te entiendo además con esa rareza de no ser nostálgicos. Es una relación con el pasado, con la perdida, con el envejecimiento. La vida uno la puede percibir como una pérdida continua: de fuerzas, amores... De ahí viene la nostalgia. Lidia existe fuera de eso, en un presente eterno y no tiene por qué añorar nada que no es.
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