Andrés Calamaro y su brutal honestidad
En el libro “Brutal Honestidad” (Intermedio) el periodista Diego Londoño presenta un viaje turbulento y maravilloso por las muchas vidas de uno de los juglares más importantes del rock en español. En entrevista para El Espectador, el reportero habla de la génesis de una obra que se empezó a escribir desde la idolatría, la pasión y la obsesión. El pasado jueves el músico argentino ganó tres premios Latin Grammy: mejor álbum pop, mejor canción pop rock y mejor grabación del año.
Joseph Casañas Angulo
Cuentan los que cuentos cuentan que, a Andrés Calamaro, muchos años antes de su primera visita a Colombia, por allá en el 2008, lo vieron contando pasos por el barrio Manrique en Medellín. Dicen que se mimetizó entre vendedores de comida callejera, punkeros podridos, raperos trabados, jibaros, transeúntes y locos.
Dicen que Calamaro pasó varios días con sus noches en busca de un tango perdido. Uno que, aunque fue domado por Oscar Larroca, Roberto Goyeneche y Carlos Gardel, lució imposible para muchos otros tangueros que sucumbieron ante el sonido de un bandoneón salvaje.
Dicen que el tango. Ese tango, se dejó escuchar por muy pocos e interpretar por muchos menos porque estuvo a la espera de un alma tan melancólica como bohemia.
Dicen que Andrés Calamaro tuvo que armar ese tango como un rompecabezas. Se encontró un pedazo en el andén de una calle que olía a orines y guaro, descubrió otro trozo en el brazo de la estatua de bronce que recuerda el paso de Gardel por Medellín, los pedazos finales los halló en el Barrio Antioquia. Dicen que fue el “Gordo” Aníbal, el dueño de la historia secreta del tango en Medellín, quien ayudó al argentino a encontrar los segmentos restantes de esa pieza musical extraviada. Las notas que faltaban estaban escondidas en El Patio del Tango.
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“Andrés no lo podía creer, abrazó al “Gordo” Aníbal, le dio un beso en la mejilla y aferró su sombrero a su inolvidable cabellera. Lo pudo bailar, saborear y cantar. Lloró de emoción, agradeció a la música, a su país y al Río de la Plata. Agradeció al tango andaluz, a la habanera cubana, al candombe, a la milonga, a la mazurca y a la polka. Quiso llevarlo consigo, guardarlo en su bolsillo, pero no lo pudo regresar a su tierra porque la sombra de Gardel en ese valle no dejó. Un poder desconocido atraía, como un poderoso imán, el disco gigante de 78 revoluciones”, escribe Diego Londoño en Brutal Honestidad, su más reciente libro. Un texto en el que, como un Sherlock Holmes criollo, espía las muchas vidas de Andrés Calamaro, “El Salón”.
“Andrés siempre estuvo en mi vida, siempre: en las fiestas, en el desamor, en los trayectos al colegio, a la universidad y al trabajo, en los bares con amigos, en los cumpleaños y funerales, en la soledad y en la compañía”. El músico argentino, dice Londoño, fue ese amigo que no conocía, pero que con su música narró sus desgracias, penas y alegrías.
En Brutal Honestidad Diego Londoño jamás esconde la idolatría que siente por Andrés Calamaro. Se aferra a ella. Algunos podrían pensar que no toma la suficiente distancia con el personaje. Un exabrupto periodístico, dirán los más puristas del oficio. Sin embargo, esa convicción ígnea por la música y la persona se convirtió también en la gasolina de un viaje turbulento que hoy ve la luz en forma de libro.
En la adolescencia era tal la obsesión de Londoño por Calamaro, que incluso llegó a aprenderse de memoria la forma en la que firmaba el roquero. Ese garabato era tatuado en los cuadernos del colegio.
“Andrés Calamaro se ha convertido en un superhéroe y en otras ocasiones ese superhéroe se ha caído y he dejado de escucharlo y nombrarlo, pero con el paso de los años las canciones están ahí. No me cansan. No son invasivas y me hacen bien siempre (…). Me siento muy orgulloso por este trabajo sobre todo por la investigación.
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Pongo en práctica muchos años de experiencia haciendo reportería, y lo hice en una ciudad (Buenos Aires) que no es la mía con otros riesgos. Eso para mí fue el gran logro como periodista, más allá de la técnica y más allá de lo que diga ese establecimiento clásico, rígido y aburrido del periodismo. Las historias no deberían estar al servicio de teorías académicas y clásicas o de alguien que diga que se deben hacer de determinada manera, las historias deben estar al servicio de la gente. De la música”, dice Londoño.
Sobre aquello de la prudente distancia con la fuente, el periodista señala: “Es por eso por lo que pongo a hablar a los amigos de Andrés, para no ser yo el que está contando las historias. Simplemente soy una cabeza parlante y lo hago de esa manera”.
Escribir sobre su ídolo, por momentos, más que un sueño, más que el libro de su vida, se le transformó en una pesadilla. “Para mí fue una presión impresionante escribir sobre una persona que conozco al detalle. En ocasiones pienso que lo conozco mejor de lo que él se puede conocer a sí mismo, y eso genera mucha angustia. Tuve miedo de no defraudar a un artista que está rodeado de escritores y cancionistas puros”.
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Y es que hablar de los amigos de Andrés Calamaro es hablar de, entre otros, Joaquín Sabina, Joan Manuel Serrat, José Luis Perales o Arturo Pérez-Reverte. “Y es que el man (Calamaro) es rebelde, es un genio y eso me generaba terror. Tuve muchos momentos de crisis. De borrar capítulos enteros y en donde busqué gente que me ayudara, que me diera fuerza, incluso que me subiera el ego para convencerme de que podía hacer este texto. Me generaba presión sentir que estaba perdiendo la oportunidad de mi vida. Y que cuando le enviara el libro, el man me dijera que era una mierda”.
La fuerza, más que en otros, más que en sí mismo, la encontró en las propias canciones del músico argentino. Allí estuvo siempre la clave. Y la clave de Andrés Calamaro, el músico, la tuvo muchos años atrás otro Calamaro. Eduardo Samuel, el papá del roquero. En el capítulo “Un Calamaro llamado Javier”, Diego Londoño aporta pistas sobre la forma en la que el intérprete de Flaca se acercó al rock.
“El apellido Calamaro llega como un suspiro cuando lo pregunto, un suspiro largo y melancólico, pero también agradecido y feliz. Llega gracias a Eduardo Samuel Calamaro, periodista, abogado, escritor y flamante padre. Eduardo, siempre inspiración para propios y ajenos, para todos, incluso para Argentina, al considerársele intelectual duro, era un poeta fértil de verdad, culto y extremadamente ilustrado. Venía de una familia inmigrante de clase media que vivía en un suburbio fuera de la ciudad. Desde niño hablaba y leía el inglés y el francés a la perfección. Escribió una cantidad abrumadora de ensayos, incluso libros, entre ellos el recordado “Jaramillo”, “El Proyecto y la muerte”, “Historia de una traición argentina” y “La lucha por el poder cultural”. Fue secretario de Pablo Neruda para asuntos humanitarios. Además, fue catedrático de varias universidades y director del suplemento cultural del diario argentino Clarín.
En la casa Calamaro sonaba música por Eduardo, él era amante del sonido, pero también del silencio. Escuchaba música porque era su escapatoria del mundo. Amaba la música clásica, el bossa nova, el tango, y no solo el de Gardel, sino el de una cantidad impensable de intérpretes y cantautores, también amante del folclore chileno, las músicas del mundo y, por lo general, de la música no conocida mediáticamente”.
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Las 246 páginas de Brutal Honestidad presentan las historias ocultas, secretas y nunca escuchadas de uno de los músicos más importantes del rock iberoamericano. Para recopilarlas, Diego Londoño recorrió las calles, los cafés, los bares y los lugares que por años ha transitado el propio Calamaro. Durante un mes y arriesgando su estabilidad laboral en Colombia, compartió vinos y mates con los mismos amigos del Salmón.
Horas antes de volver a Medellín, Adrián Campanaro, a quien apodan El Fideo, un futbolero, roquero y chef amigo entrañable de Calamaro, organizó un asado en honor al escritor. Una despedida. Entre vinos, poemas, rock y fútbol, Londoño fue agasajado aún sin haber escrito una sola coma. Esa noche una silla estuvo vacía. Era el puesto de Andrés Calamaro, quien no estuvo presente porque estaba de gira por España.
Lo que sigue no estaba en los planes de nadie. Con el efecto del vino y la música en auge, Fideo pidió silencio a la muchedumbre enardecida e hizo una llamada. Al otro lado de la línea, Diego Armando Maradona, el 10, saludó al periodista de Medellín que visitó a Buenos Aires para contar la historia de un músico poseído por los demonios del tango y el rock. “Gracias, Andrés Calamaro, por regalarme a tus amigos”, dijo el periodista.
Cuentan los que cuentos cuentan que, a Andrés Calamaro, muchos años antes de su primera visita a Colombia, por allá en el 2008, lo vieron contando pasos por el barrio Manrique en Medellín. Dicen que se mimetizó entre vendedores de comida callejera, punkeros podridos, raperos trabados, jibaros, transeúntes y locos.
Dicen que Calamaro pasó varios días con sus noches en busca de un tango perdido. Uno que, aunque fue domado por Oscar Larroca, Roberto Goyeneche y Carlos Gardel, lució imposible para muchos otros tangueros que sucumbieron ante el sonido de un bandoneón salvaje.
Dicen que el tango. Ese tango, se dejó escuchar por muy pocos e interpretar por muchos menos porque estuvo a la espera de un alma tan melancólica como bohemia.
Dicen que Andrés Calamaro tuvo que armar ese tango como un rompecabezas. Se encontró un pedazo en el andén de una calle que olía a orines y guaro, descubrió otro trozo en el brazo de la estatua de bronce que recuerda el paso de Gardel por Medellín, los pedazos finales los halló en el Barrio Antioquia. Dicen que fue el “Gordo” Aníbal, el dueño de la historia secreta del tango en Medellín, quien ayudó al argentino a encontrar los segmentos restantes de esa pieza musical extraviada. Las notas que faltaban estaban escondidas en El Patio del Tango.
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“Andrés no lo podía creer, abrazó al “Gordo” Aníbal, le dio un beso en la mejilla y aferró su sombrero a su inolvidable cabellera. Lo pudo bailar, saborear y cantar. Lloró de emoción, agradeció a la música, a su país y al Río de la Plata. Agradeció al tango andaluz, a la habanera cubana, al candombe, a la milonga, a la mazurca y a la polka. Quiso llevarlo consigo, guardarlo en su bolsillo, pero no lo pudo regresar a su tierra porque la sombra de Gardel en ese valle no dejó. Un poder desconocido atraía, como un poderoso imán, el disco gigante de 78 revoluciones”, escribe Diego Londoño en Brutal Honestidad, su más reciente libro. Un texto en el que, como un Sherlock Holmes criollo, espía las muchas vidas de Andrés Calamaro, “El Salón”.
“Andrés siempre estuvo en mi vida, siempre: en las fiestas, en el desamor, en los trayectos al colegio, a la universidad y al trabajo, en los bares con amigos, en los cumpleaños y funerales, en la soledad y en la compañía”. El músico argentino, dice Londoño, fue ese amigo que no conocía, pero que con su música narró sus desgracias, penas y alegrías.
En Brutal Honestidad Diego Londoño jamás esconde la idolatría que siente por Andrés Calamaro. Se aferra a ella. Algunos podrían pensar que no toma la suficiente distancia con el personaje. Un exabrupto periodístico, dirán los más puristas del oficio. Sin embargo, esa convicción ígnea por la música y la persona se convirtió también en la gasolina de un viaje turbulento que hoy ve la luz en forma de libro.
En la adolescencia era tal la obsesión de Londoño por Calamaro, que incluso llegó a aprenderse de memoria la forma en la que firmaba el roquero. Ese garabato era tatuado en los cuadernos del colegio.
“Andrés Calamaro se ha convertido en un superhéroe y en otras ocasiones ese superhéroe se ha caído y he dejado de escucharlo y nombrarlo, pero con el paso de los años las canciones están ahí. No me cansan. No son invasivas y me hacen bien siempre (…). Me siento muy orgulloso por este trabajo sobre todo por la investigación.
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Pongo en práctica muchos años de experiencia haciendo reportería, y lo hice en una ciudad (Buenos Aires) que no es la mía con otros riesgos. Eso para mí fue el gran logro como periodista, más allá de la técnica y más allá de lo que diga ese establecimiento clásico, rígido y aburrido del periodismo. Las historias no deberían estar al servicio de teorías académicas y clásicas o de alguien que diga que se deben hacer de determinada manera, las historias deben estar al servicio de la gente. De la música”, dice Londoño.
Sobre aquello de la prudente distancia con la fuente, el periodista señala: “Es por eso por lo que pongo a hablar a los amigos de Andrés, para no ser yo el que está contando las historias. Simplemente soy una cabeza parlante y lo hago de esa manera”.
Escribir sobre su ídolo, por momentos, más que un sueño, más que el libro de su vida, se le transformó en una pesadilla. “Para mí fue una presión impresionante escribir sobre una persona que conozco al detalle. En ocasiones pienso que lo conozco mejor de lo que él se puede conocer a sí mismo, y eso genera mucha angustia. Tuve miedo de no defraudar a un artista que está rodeado de escritores y cancionistas puros”.
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Y es que hablar de los amigos de Andrés Calamaro es hablar de, entre otros, Joaquín Sabina, Joan Manuel Serrat, José Luis Perales o Arturo Pérez-Reverte. “Y es que el man (Calamaro) es rebelde, es un genio y eso me generaba terror. Tuve muchos momentos de crisis. De borrar capítulos enteros y en donde busqué gente que me ayudara, que me diera fuerza, incluso que me subiera el ego para convencerme de que podía hacer este texto. Me generaba presión sentir que estaba perdiendo la oportunidad de mi vida. Y que cuando le enviara el libro, el man me dijera que era una mierda”.
La fuerza, más que en otros, más que en sí mismo, la encontró en las propias canciones del músico argentino. Allí estuvo siempre la clave. Y la clave de Andrés Calamaro, el músico, la tuvo muchos años atrás otro Calamaro. Eduardo Samuel, el papá del roquero. En el capítulo “Un Calamaro llamado Javier”, Diego Londoño aporta pistas sobre la forma en la que el intérprete de Flaca se acercó al rock.
“El apellido Calamaro llega como un suspiro cuando lo pregunto, un suspiro largo y melancólico, pero también agradecido y feliz. Llega gracias a Eduardo Samuel Calamaro, periodista, abogado, escritor y flamante padre. Eduardo, siempre inspiración para propios y ajenos, para todos, incluso para Argentina, al considerársele intelectual duro, era un poeta fértil de verdad, culto y extremadamente ilustrado. Venía de una familia inmigrante de clase media que vivía en un suburbio fuera de la ciudad. Desde niño hablaba y leía el inglés y el francés a la perfección. Escribió una cantidad abrumadora de ensayos, incluso libros, entre ellos el recordado “Jaramillo”, “El Proyecto y la muerte”, “Historia de una traición argentina” y “La lucha por el poder cultural”. Fue secretario de Pablo Neruda para asuntos humanitarios. Además, fue catedrático de varias universidades y director del suplemento cultural del diario argentino Clarín.
En la casa Calamaro sonaba música por Eduardo, él era amante del sonido, pero también del silencio. Escuchaba música porque era su escapatoria del mundo. Amaba la música clásica, el bossa nova, el tango, y no solo el de Gardel, sino el de una cantidad impensable de intérpretes y cantautores, también amante del folclore chileno, las músicas del mundo y, por lo general, de la música no conocida mediáticamente”.
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Horas antes de volver a Medellín, Adrián Campanaro, a quien apodan El Fideo, un futbolero, roquero y chef amigo entrañable de Calamaro, organizó un asado en honor al escritor. Una despedida. Entre vinos, poemas, rock y fútbol, Londoño fue agasajado aún sin haber escrito una sola coma. Esa noche una silla estuvo vacía. Era el puesto de Andrés Calamaro, quien no estuvo presente porque estaba de gira por España.
Lo que sigue no estaba en los planes de nadie. Con el efecto del vino y la música en auge, Fideo pidió silencio a la muchedumbre enardecida e hizo una llamada. Al otro lado de la línea, Diego Armando Maradona, el 10, saludó al periodista de Medellín que visitó a Buenos Aires para contar la historia de un músico poseído por los demonios del tango y el rock. “Gracias, Andrés Calamaro, por regalarme a tus amigos”, dijo el periodista.