Andrés Castañeda: los eternos de un rey del mundo
Andrés Castañeda ha perdido a mucha gente. Les dice “los eternos”. Lleva un dije, unas gafas o un anillo que hayan usado en vida para que no se conviertan en los olvidados.
Laura Camila Arévalo Domínguez
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Varios de sus amigos han muerto en sus brazos después de una ráfaga de disparos o de caerse graviteando (descolgarse en una bicicleta sin frenos por alguna carretera). Ha tenido que correr a parar carros para que los auxilien y ha tenido que ver cómo nadie para. Ha visto cómo la vida se desprende de unos ojos que tendrá que recordar a través de otro anillo u otro dije que se colgará en el cuerpo. Ha cerrado muchos de esos ojos.
Él también se ha caído graviteando. A él igual lo han rafagueado. Por ser del barrio (así le dice a su vereda, Mina Vieja, en Yarumal, Antioquia) se convierte en blanco de algún clan que necesite mandar un mensaje. “A uno lo queman y listo. Si usted dio el papayazo, lo tumbaron. También están los que la deben”, cuenta. ¿A quién le deben? ¿Qué deben?, pregunté. “¿Hay que contar?”, me preguntó él. No, dije. “Entonces no, mona”.
Me presenté unas cinco veces. Me sigo presentando cuando lo llamo para hablar de cualquier cosa y jamás fui ni seré Laura, la periodista. Me quedé La Mona. Así es como se siente más tranquilo cuando, por ejemplo, tiene que explicarme por qué preguntarle por su edad es una imprudencia. Que eso no se pregunta. Que si uno no quiere ganarse problemas es mejor no preguntar por los años de nadie. Que esa pregunta genera sospecha. Que solo sabe la edad de sus amigos más “íntimos”.
Andrés se adorna con amuletos. Tiene piel morena, un corte de pelo muy bajo en los extremos y arriba le sobresalen unos crespos castaños. En el mentón se deja una barba muy corta, las mejillas limpias. Sus labios gruesos y cuarteados por la resequedad parecen jalados hacia abajo por cada esquina, como si estuviese triste. No bravo, solo triste. Y sonríe a veces, pero rápidamente regresa a la mueca de quien carga con una amargura por golpes que aún no entiende muy bien por qué recibe, pero que siguen llegando. Parece que siempre tuviese una lágrima lista: sus ojos cafés brillan. Clava la mirada como puede, como sabe, con firmeza, pero con reserva, como cuidándose. Tiene una perforación en la ceja izquierda que le endurece ese gesto de preparación para lo que venga. Las orejas, con aretes, que además cambia según la ropa. Nada de lo que se cuelga es porque sí: o es una herencia o es un paso más de esa construcción de sí mismo. Por eso podría pensarse que la imagen de la Virgen rodeada de brillantes que le cuelga en el cuello tiene un hueco que no está ahí por descuido, sino por elección, como simbolizando los hoyos que le han dejado las ausencias que siguen acumulándose.
Durante alguno de nuestros encuentros me contó que uno de aquellos “parceros muy íntimos” se había acabado de morir. Lo enterraban al otro día y él estaba preocupado por estar en Bogotá y no en Yarumal. ¿De qué murió?, pregunté. “No sé, unos dicen que se mató en la cicla y otros que lo mataron”. Le decían El gordo de las empanadas, el Gravitocito (también practicaba gravity bike, el deporte de la bicicleta sin frenos).
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¿La muerte? La muerte es chimba, me dice, mientras le pega una y otra vez con el mezclador a su vaso de café ya vacío. Mientras saca y mete ese palito de madera húmedo, agrega que la muerte cura, y me pregunta por qué creo que hay gente que se suicida, y prosigue: “Porque lo necesitan y lo sienten. Venimos de oscuridad y para allá vamos. Nadie los va a entender. Una persona no se va a matar así nada más. Hay unos que piden esa vacuna para morirse, ¿cómo se llama?”, preguntó. ¿La eutanasia?, le dije. “Epa, esa. Para mí la muerte es curación”.
¿Cómo así que venimos de oscuridad?
Supongo eso, sí. Encontramos luz un rato y nos vamos. ¿Usted se acuerda de dónde viene? No. Uno no es nadie y así seguirá siendo hasta que se muera. Nadie. Al paso de mil años, usted pudo haber sido muy famoso, pero lo olvidarán. Pudo ser muy Cristóbal Colón y al tiempo ya borró el casete.
***
El pasado 4 de octubre estábamos en la plazoleta de comidas del centro comercial Atlantis, mientras transcurría el ensayo de prensa de la película que él protagonizó: Los reyes del mundo. Nuestra mesa tenía sillas que parecían sofás. Me senté de medio lado para mirarlo a él, que se recostó en el espaldar y siempre miró hacia el frente o hacia el piso. Solo se fijó en mí para burlarse cuando no le entendí alguna palabra o le parecí ingenua por alguna pregunta: “Ay, mona”, decía, y se reía. Y le pregunté por qué prefería mirar el suelo. Y me dijo que por nada, que no me fijara en eso, que él era así. Y se acordó de la mamá, que también le reclamaba miradas. Mónica Alejandra Villegas se llama. Tiene 41 años. “Parce, el día que ella se me vaya, yo también me voy, ¿sí pilla? Yo qué voy a hacer aquí sin la cucha”. ¿Honrarla?, se me ocurrió decirle. “¿Y a mí quién me honra?”, contestó y levantó la mirada. Me miró para no tener que hablar: salieron dos lágrimas que le llegaron al mentón tan rápido que no pudo contenerlas, como si las hubiese intentado frenar durante mucho tiempo para demostrar fuerza o para no revelar esa culpa que siente cuando confiesa que muchos de los golpes que ha recibido no han sido por el azar ni las circunstancias, sino por sus elecciones. Para que no se le cortara la voz, me mostró la cara. Una cara sin gestos: solo se veían los dos caminos rectos que me aclararon que, o se levantaba o comenzaba a sollozar ahí, delante de mí. Se levantó. Pasaron cinco minutos y regresó a la mesa. Conté cinco periodistas que se acercaron a felicitarlo. Hubo cámaras de televisión. Le pasaron micrófonos, lo llenaron de cables, lo iluminaron. Después le entró una llamada. Era su mamá. Me retiré. Cuando volví, pregunté qué habían hablado: “Mona, me tengo que ir al entierro del parcero y a rebuscar para el gas”.
Él es el mayor de sus hermanos. La plata del gas, la comida y todo lo que se necesite para las cuatro personas que viven en su casa lo consigue él. Su hermana, de 16 años, acaba de tener un hijo, así que la cuenta subió a cinco.
Su mamá, Mónica Alejandra, cuenta que, a veces, su hijo se altera. No sabe muy bien por qué. No se decide entre los recuerdos y el presente para encontrar las razones por las que a veces Andrés se aísla. Porque se altera alejándose, o eso interpreta ella.
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Hace varias apuestas: tal vez su hijo se “aburre” cuando se acuerda de la muerte de su amigo Jeison, que fue asesinado por algún grupo armado que ella precisó, pero luego pidió no mencionar en este texto. Era huérfano y Mónica Alejandra lo había acogido en su casa. Una tarde, Jeison salió a visitar a su hermana y se encontró con hombres armados que le dispararon varias veces. Ella “se metió en esa muerte”, fue visible durante esa tragedia, así que esos tipos después llegaron a su casa a decirle que Andrés, su hijo, tenía que acompañarlos a patrullar. Que si se negaba lo matarían a él y al resto de la familia.
Ella llamó al papá de Andrés, que es camionero, y acordaron que lo recogería a las dos de la mañana del día siguiente de las amenazas. Así se hizo. El señor, Carlos Castañeda, se lo llevó para Medellín con lo poco que su mamá pudo empacarle. Pasó un mes, y cuando volvió su mamá tuvo que llevarlo a Bienestar Familiar. Desesperada, les dijo que ellos debían “guardarlo”, que ella no tenía con qué y que estaba amenazado de muerte. La ayudaron llevándoselo al internado Ciudad Don Bosco, de nuevo en Medellín, donde estuvo aproximadamente 20 días. De los nervios, el día 21 Mónica llegó al internado y sacó a su hijo para que aquellos tipos no fueran a buscarlo para matarlo: “Tengo que estar con él en todo”, pensó. Y así fue como huyeron al suroeste antioqueño. Allí fue donde Andrés aprendió a trabajar: fumigar fincas, coger café y raspar coca.
“Yo les doy de comer a los míos abrazando un machete y pegándome a lo que sea”, cuenta Castañeda, que recorre fincas hasta encontrar trabajo. Si no encuentra, duerme en el monte, pero si tiene suerte, agarra un ‘coco’ (el balde donde echa los granos de café que va vaciando en el costal), y comienza la jornada. ¿A qué hora es eso?, pregunté. “A las cinco de la mañana uno ya tiene que estar organizado”. Cada grano va sumando hasta que se llega al kilo, por el que le pagan, aproximadamente, $500. Un día bueno resulta en $50 mil. Un día muy bueno. Pero para que eso pase tiene que coger un poco más de un bulto. Cuando ya lo tiene, debe montárselo al hombro y llevarlo hasta la casa de la finca para que lo “despulpen” (remover la piel del fruto). ¿Y hasta qué hora se trabaja?, volví a preguntar. “Hasta que se deje de ver el camino”.
De la finca sale con ardor en los ojos y picadas en la espalda por el cansancio. Cuando se logra dormir, sigue cogiendo café: sueña con los cocos y los bultos. Sueña diciéndose que, para llegar a los $5O mil, tiene que darle al “alkileo” (llegar al kilo), sin parar. Así que no descansa. Lo mismo le pasa cuando se convierte en “raspachín”. “Eso sí es cosa azarosa porque talla. Coger el bulto de coca es cosa seria, porque usted lleva su costalcito, pero esa mata no es bonita. Tiene que agarrarla y meterle el ganchazo”. ¿Cómo así?, pregunté. “Jale, mija, así le queme. Y tiene que hacerlo con fuerza y velocidad, pero eso quema”. ¿Y uno se pone algo para protegerse?, le pregunté. “Sí, usted coge tiras y se las envuelve en las manos, pero igual de allá se sale con los dedos destrozados, comidos. Con el tiempo se vuelven duros porque la hoja de coca suelta un suero”.
Mónica Alejandra se acuerda de los trabajos de su hijo, y llora. “Qué pecado de mi niño”, dice. A veces pronuncia lo mismo con una risa hecha de compasión y culpa. Cuenta que, después de estar con sus hijos por el suroeste durante un tiempo, le llegaron noticias de una “matazón” y decidió regresar a Mina Vieja, la casa, en donde, aparentemente, todo se había calmado. A los seis meses las amenazas volvieron y un muchacho llegó a su casa a decirle que esta vez sería distinta, que esta vez no les “pasarían ni media”. Después de la amenaza salió de la casa girando de a pocos, como avisando que estaba pendiente de ellos, que regresaría, así que en un descuido la familia entera salió por detrás de la casa y se subieron a una mula. Llegaron a la costa. Los niños no estudiaban porque debían moverse y moverse. Después de un tiempo volvieron a Mina Vieja, ella conoció a un hombre y aprovechó para volver a irse porque a pesar de que ya no había amenazas de muerte, llegaron las multas impuestas por grupos armados ilegales: se caía un ladrillo, multa; se dañaba un techo, multa; se encontraban basuras, multa. Y ella tenía para comer o para pagar, así que, con sus hijos y su nueva pareja, llegó a Amalfi, Antioquia, donde tampoco hubo estudio para nadie. Pasaron algunos años, ella se separó y, de nuevo, regresaron a la casa. De eso van siete años.
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Puede, entonces, que Andrés se altere por los recuerdos de su amigo muerto o por el “zag, zag, zag” que le quema los dedos mientras jala la mata de coca. Puede, también, que lo crispen las imágenes de su mamá y sus hermanos, todos en guardia mirando por la ventana, para cuidarse de la próxima moto que fuese a parar en frente de la casa. Así fue cada una de las noches durante el año en el que estuvieron en Mina Vieja y hubo amenazas. Mónica los despertaba y les pedía estar pendientes. Se repartían las ventanas y si esa noche los nervios gobernaban, se escondían debajo de las camas: no salgan, vean lo que vean, no salgan, les decía ella, que siguió su propia orden y al pie de la letra y por el resto de su vida a causa del miedo, así ya no haya nadie que la busque para matarla. Mónica no sale. Vea lo que vea, no sale.
Fue por eso, por el miedo de su mamá, que Andrés pudo esconderle información para, en algunos de los días más oscuros, “coger un palito”, un trapo rojo y salir a “tocar llantas” de mulas para recoger monedas. Las memorias del tiempo anterior a que Laura Mora (directora de Los reyes del mundo) y Cristina Gallego (productora) llegaran a la vida de Andrés, le cortan la voz a Mónica Alejandra, que no para de decir: tan divino mi hijo, qué pecado de mi niño. Y desde la impotencia intenta contar que uno de esos días tuvo que pedirle a una de sus amigas una libra de arroz. Que no había ni para un pedazo de panela y su hijo, el que ahora sale en pantallas de cine gigantes, se sentaba lleno de grasa en la orilla de la cama a pedirle que no le fuera a pegar, que no lo castigara por salir a exponerse a que lo atropellara una mula: “Amacita, tranquila, que Dios no abandona a nadie”. Y a las siete de la noche llegaba con $25 mil en monedas.
Carlos Andrés Castañeda nació midiendo 19 centímetros y pesando dos libras y media, contó su mamá, que casi se muere durante el parto. Mucho después logró comprar una casa en Mina Vieja para ella y sus hijos, pero “llueve más adentro que afuera”: techo lleno de agujeros, piso roto y en alto riesgo, según “los que saben”. Los que saben no pueden ayudar. O eso dicen. Pero ya les informaron que esa casa es un peligro.
Rutas de Conflicto reportó que en “Yarumal han delinquido paramilitares del bloque Mineros al mando de Ramiro Vanoy Murillo, alias Cuco Vanoy, y guerrilleros de las Farc y el Eln, que en disputa con los ‘paras’ por el dominio del negocio del narcotráfico en la región ocasionaron la muerte de centenares de civiles. En 2000, 150 miembros de un grupo paramilitar asesinaron a 16 personas en cuatro caseríos del municipio. El recorrido de los atacantes comenzó en La Quiebra, allí mataron a cuatro personas; siguieron hacía El Llano, donde asesinaron a dos hombres más; un campesino fue baleado después en la vereda La Rivera, y por último llegaron al corregimiento de Ochalí, donde luego de reunir a sus pobladores en el parque principal fusilaron a otras nueve personas. Andrés Castañeda es de allí, nació allí, sobrevive allí, donde también en enero, pero de 2007, hubo otra masacre, esta vez cometida por el frente 36 del bloque Iván Ríos de las Farc, que llegó al municipio y con lista en mano sacó de sus viviendas a tres personas en el corregimiento El Cedro y a otra en el corregimiento El Pueblito, para luego asesinarlas. La guerrilla también amarró a otros 15 pobladores y antes de marcharse cortó los cables telefónicos de los caseríos”.
Cristina Gallego dice que Andrés cuenta con la sabiduría de la tierra, del campo, y con una percepción muy aguda del ser humano. Que tiene una capacidad de escucha “muy importante para un actor” y una habilidad para conectarse con la energía de las personas, de los espacios. Que se fija dónde pisa antes de asentar los pies. Que defenderse, escaparse, hacerse invisible y sostener a su familia lo armó de una fuerza para soportar, que proyecta con los ojos y que Gallego percibió, incluso, en los lugares más oscuros.
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Ser la cabeza de un hogar, así nadie le haya enseñado a ser la cabeza ni de su propio cuerpo, podría contarse como uno de esos lugares. Y nadie se lo enseñó, porque nadie pudo. Ni Gallego ni Solei se atrevieron a decir nada que no les gustara de él, sobre todo por el profundo pudor y respeto que le tienen a su camino, por la imposibilidad para juzgarlo. Su mamá, que se aventó a decir que se “alteraba”, contó que, tal vez, esos momentos se debían a que fue “vicioso”. Que se escapó de la realidad a través de canciones como Pobreza, de Santa fe klan, su rapero favorito, o de las drogas, que lo llevaron a desafiar la muerte porque ya muchas veces le habían repetido que lo “mataban sencillo”, como dice la misma canción.
Lo primero que probó fue la marihuana, que lo estremeció más de lo que le habían advertido, porque la mezclaron con bazuca, pero no el arma, sino la droga. Así le dice él al bazuco (residuos del procesamiento del clorhidrato de la cocaína). Tenía 10 años y estaba con sus amigos celebrando las fiestas del pueblo. Uno de ellos sacó una pipa y todos la usaron. “Qué gonorrea ser la cagada del parche”, pensó, y les confesó que nunca había fumado, pero pidió que le dieran, que él quería aprender. A los 15 minutos comenzó a ver que las cabezas de sus amigos se inflaban como globos. Y pasaron los años hasta llegar al punto de necesitar marihuana hasta para comer. Ya no fuma, así que no come. O sí come, pero solo porque le toca.
También intentó volarse, zafarse, irse, con sacol, que lo ayudaba a sentir mucho miedo. “Usted piensa que hasta la pared lo va a machacar, así que después de experimentar ese pánico se llena de valentía y cualquiera que lo pare en la calle se arriesga. Usted está listo para lo que sea”, contó, con un gesto de fastidio que le bastó para aclarar que esos tarros que conseguía en ferreterías y le rendían mucho más que un “bareto”, ya no son parte de su vida, sobre todo porque ya quiere vivir.
“Después de actuar y de estar en la película me convencí de que la vida era arte. ¿Antes? Antes era una mierda. Me quería morir. El que me paraba brinco no me daba miedo, así me sacara lo que me sacara. Si me sacaba un revólver y yo tenía una lata, se la mandaba. Se siente maluco, mona, pero la vida me premió y hay personas apoyándome. Diosito no se acordó de mí, no, Diosito me cogió de la mano. Me abrazó, me dio calor y me sacó de ese hijueputa rincón en el que estaba. Me aferré a la vida”.