Andrés Felipe Solano: "Los vivos son falsos muertos”
El escritor habla sobre su más reciente novela, “Cementerios de neón”, cuyo epicentro es Seúl.
Manuela Saldarriaga H.
“Cuando una boca suave dormida besa”: un verso de Vilariño traído a cuento para evocar una novela. Una lengua que toca a otra. Una lengua dormida, luego lengua anguila que mojada besa. Una figura sedosa en un libro que, junto a esta, detiene el tiempo en un metro saturado al fijar la mirada en el cuello de una adolescente con su aroma, o bien se enciende una cerilla en un bar oscuro para llamar a una mesera. Andrés Felipe Solano es un cuadragenario al que aún se le acusa de periodista —los deslices de la artesanía— y publica, con destreza, su quinto libro. La tercera novela.
Cementerios de neón no es la quimera de alguien que untó sus manos con la tinta de una península lejana. Es un relato delirante, tenuemente esquizofrénico, de un hombre que detectivescamente resuelve un misterio ante las evidencias: la experiencia vital y búsqueda de un veterano andino que combatió en Corea, el Capitán (inspirado en la película Merry Christmas, Mr. Lawrence de Nagisa Oshima); el testimonio de un coreano que en calidad de traductor coincide en la contienda, Moon, y quien termina residiendo en Bogotá como un sensei de taekwondo, y un tercer personaje, Vladimir, que moviliza una voz principal, la de Salgado. Estos dos últimos se asemejan entre sí a un hombre bifurcado.
El argumento es la mixtura de los anteriores en un escenario posterior al primer motín de la Guerra Fría, en donde, sin embargo, queda expuesto, como polvo al viento, el residuo que dejó bajo un pesado caparazón en países latinoamericanos que fueron y son alimentados por el apetito bélico de potencias. Ahora, lejos de ser una novela histórica o política, sirve lo anterior para vestir una narración bien intrincada y con la flamante Seúl, capital histórica, como estancia y faro. Un relato con devenires lejanos y una ineludible adhesión al trópico, bien por lo sectario o por lo romántico. Solano no descuida el que la conexión de la militancia colombiana con el ejército de EE. UU. y el entrenamiento de guerra en el norte para fundar una escuela de lanceros en Colombia desemboquen posteriormente en las operaciones contraguerrilleras, pero de esta secuencia no viene la seducción del asunto.
Elementos simpáticos, como el crear para el Capitán una empresa de piscinas, tal como la historia del padre del cineasta Luis Ospina —quien cruzó información con Solano al respecto—; burdeles donde el polvo es un beso por el que se cobra; la descripción de una gastronomía que a simple leída parece exquisita y una nube climática que le da una permanente consistencia atmosférica a la obra, son sólo accesorios señuelos para que quienes apetezcan saboreen. No obstante, este libro guarda una esencia grande de una obsesión literaria. Se descubre en el autor una transferencia de elementos y coordenadas entre Corea: Apuntes desde la cuerda floja y la novela, no sólo por una fotografía que recibió quince años atrás de un veterano, donde están soldados colombianos con prostitutas coreanas, y que incide en ambas, sino también por elementos simbólicos que se entretejen como la natural costura o confección de un narrador disoluto. Los mismos fantasmas que abren habitaciones en uno y otro relato.
Sin un ánimo prejuicioso, Cementerios de neón, que bien pudo llevar el título de “los vivos son falsos muertos”, por nombre un capítulo, es una novela completamente masculina donde a contraluz lo femenino parpadea, si acaso se asoma. De la forma de adjetivar, advierte Solano que ha bebido de Onetti; también señala una novela que podría estar sujeta con un alfiler como referente en la trama policíaca, es la del dramaturgo japonés Kobo Abe, Mapa calcinado, que trata de una mujer que contrata a un detective para que busque a su esposo que ha desaparecido y el hallazgo arroja que el detective y su esposo son el mismo. “El aparato negro”, en este caso, es en realidad una corriente de preguntas de un personaje en donde no se resuelve el secreto, pero el lector lo deduce.
La literatura japonesa, vista desde la orilla de una escritora como Hiromi Kawakami, que enseña una prosa atenuada, no ha sido la seducción asiática de Solano; él prefiere la tensión de un Ryu Murakami en un libro llamado Azul casi transparente, donde unos chicos japoneses viven al lado de una base en Yokohama y se drogan y tienen orgías con soldados norteamericanos. Verán, este autor colombiano, vive en un barrio céntrico de Seúl, cerca de una base militar. Sincronía de la no ficción.
Hace poco se reunió con un productor australiano que estaría interesado en convertir Cementerios de neón en una película. Quisieran que el director fuera un coreano. Además, después de la adaptación del guión de su cuento White flamingo para el Latin Beat Film Festival (Tokio, 2016), sabe que la experiencia no estuvo nada mal. Se viene, según me cuenta, un momento de inflexión: o aprende a hablar coreano (un desafío para un hispanohablante) o llega un silencio puro y duro, a menos de que escriba la historia de su madre en primera persona, lo que significaría que llegó el turno para un relato femenil.
En los tres últimos años ha estado en ejercicio de escritura, edición y publicación. El libro de Apuntes sobre la cuerda floja se tradujo al coreano por el Instituto de Corea de Harvard, pero aún no ocurre con una editorial. Él considera que si se tratara de un autor europeo o norteamericano habría más posibilidades, pues Colombia sigue siendo periférica en este sentido. Cabría añadir que su crónica sobre el salario mínimo, publicada en un librillo por Tusquets, así como este último, comprenden un epílogo con las consecuencias vitales y judiciales de la aventura proletaria. No se ve escribiendo más cosas sobre Corea. Lo que le interesaba ya está dicho; en consecuencia, escrito.
“Cuando una boca suave dormida besa”: un verso de Vilariño traído a cuento para evocar una novela. Una lengua que toca a otra. Una lengua dormida, luego lengua anguila que mojada besa. Una figura sedosa en un libro que, junto a esta, detiene el tiempo en un metro saturado al fijar la mirada en el cuello de una adolescente con su aroma, o bien se enciende una cerilla en un bar oscuro para llamar a una mesera. Andrés Felipe Solano es un cuadragenario al que aún se le acusa de periodista —los deslices de la artesanía— y publica, con destreza, su quinto libro. La tercera novela.
Cementerios de neón no es la quimera de alguien que untó sus manos con la tinta de una península lejana. Es un relato delirante, tenuemente esquizofrénico, de un hombre que detectivescamente resuelve un misterio ante las evidencias: la experiencia vital y búsqueda de un veterano andino que combatió en Corea, el Capitán (inspirado en la película Merry Christmas, Mr. Lawrence de Nagisa Oshima); el testimonio de un coreano que en calidad de traductor coincide en la contienda, Moon, y quien termina residiendo en Bogotá como un sensei de taekwondo, y un tercer personaje, Vladimir, que moviliza una voz principal, la de Salgado. Estos dos últimos se asemejan entre sí a un hombre bifurcado.
El argumento es la mixtura de los anteriores en un escenario posterior al primer motín de la Guerra Fría, en donde, sin embargo, queda expuesto, como polvo al viento, el residuo que dejó bajo un pesado caparazón en países latinoamericanos que fueron y son alimentados por el apetito bélico de potencias. Ahora, lejos de ser una novela histórica o política, sirve lo anterior para vestir una narración bien intrincada y con la flamante Seúl, capital histórica, como estancia y faro. Un relato con devenires lejanos y una ineludible adhesión al trópico, bien por lo sectario o por lo romántico. Solano no descuida el que la conexión de la militancia colombiana con el ejército de EE. UU. y el entrenamiento de guerra en el norte para fundar una escuela de lanceros en Colombia desemboquen posteriormente en las operaciones contraguerrilleras, pero de esta secuencia no viene la seducción del asunto.
Elementos simpáticos, como el crear para el Capitán una empresa de piscinas, tal como la historia del padre del cineasta Luis Ospina —quien cruzó información con Solano al respecto—; burdeles donde el polvo es un beso por el que se cobra; la descripción de una gastronomía que a simple leída parece exquisita y una nube climática que le da una permanente consistencia atmosférica a la obra, son sólo accesorios señuelos para que quienes apetezcan saboreen. No obstante, este libro guarda una esencia grande de una obsesión literaria. Se descubre en el autor una transferencia de elementos y coordenadas entre Corea: Apuntes desde la cuerda floja y la novela, no sólo por una fotografía que recibió quince años atrás de un veterano, donde están soldados colombianos con prostitutas coreanas, y que incide en ambas, sino también por elementos simbólicos que se entretejen como la natural costura o confección de un narrador disoluto. Los mismos fantasmas que abren habitaciones en uno y otro relato.
Sin un ánimo prejuicioso, Cementerios de neón, que bien pudo llevar el título de “los vivos son falsos muertos”, por nombre un capítulo, es una novela completamente masculina donde a contraluz lo femenino parpadea, si acaso se asoma. De la forma de adjetivar, advierte Solano que ha bebido de Onetti; también señala una novela que podría estar sujeta con un alfiler como referente en la trama policíaca, es la del dramaturgo japonés Kobo Abe, Mapa calcinado, que trata de una mujer que contrata a un detective para que busque a su esposo que ha desaparecido y el hallazgo arroja que el detective y su esposo son el mismo. “El aparato negro”, en este caso, es en realidad una corriente de preguntas de un personaje en donde no se resuelve el secreto, pero el lector lo deduce.
La literatura japonesa, vista desde la orilla de una escritora como Hiromi Kawakami, que enseña una prosa atenuada, no ha sido la seducción asiática de Solano; él prefiere la tensión de un Ryu Murakami en un libro llamado Azul casi transparente, donde unos chicos japoneses viven al lado de una base en Yokohama y se drogan y tienen orgías con soldados norteamericanos. Verán, este autor colombiano, vive en un barrio céntrico de Seúl, cerca de una base militar. Sincronía de la no ficción.
Hace poco se reunió con un productor australiano que estaría interesado en convertir Cementerios de neón en una película. Quisieran que el director fuera un coreano. Además, después de la adaptación del guión de su cuento White flamingo para el Latin Beat Film Festival (Tokio, 2016), sabe que la experiencia no estuvo nada mal. Se viene, según me cuenta, un momento de inflexión: o aprende a hablar coreano (un desafío para un hispanohablante) o llega un silencio puro y duro, a menos de que escriba la historia de su madre en primera persona, lo que significaría que llegó el turno para un relato femenil.
En los tres últimos años ha estado en ejercicio de escritura, edición y publicación. El libro de Apuntes sobre la cuerda floja se tradujo al coreano por el Instituto de Corea de Harvard, pero aún no ocurre con una editorial. Él considera que si se tratara de un autor europeo o norteamericano habría más posibilidades, pues Colombia sigue siendo periférica en este sentido. Cabría añadir que su crónica sobre el salario mínimo, publicada en un librillo por Tusquets, así como este último, comprenden un epílogo con las consecuencias vitales y judiciales de la aventura proletaria. No se ve escribiendo más cosas sobre Corea. Lo que le interesaba ya está dicho; en consecuencia, escrito.