Anna Ajmátova: Unos cuantos versos rusos contra el cerco nazi (I)
Habrá tenido que apretar los dientes y cerrar los ojos con fuerza, y enterrar la mirada en el último de los subsuelos de su casa y clavarse las uñas en las palmas de la mano, y habrá tenido que contener un torrente de lágrimas, si era que aún le quedaban lágrimas, y repetir en silencio una y otra vez todos los insultos que en voz baja repetía a menudo.
Fernando Araújo Vélez
Habrá tenido que reprimir sus deseos de escupir a aquel hombre en uniforme y sus infinitas ganas de decirle que no, que no y mil veces que no a cada una de sus propuestas, y habrá tenido que morderse los labios para no insultarlo, y a través de sus insultos, pisotear el nombre de Iosef Stalin, y su imagen y su pasado y lo que le quedara de futuro. Habrá tenido, en fin, que vencer sus pulsiones para escuchar a aquel alto emisario del régimen soviético y decirle, en voz muy baja, que al día siguiente le daría una respuesta.
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Habrá tenido que reprimir sus deseos de escupir a aquel hombre en uniforme y sus infinitas ganas de decirle que no, que no y mil veces que no a cada una de sus propuestas, y habrá tenido que morderse los labios para no insultarlo, y a través de sus insultos, pisotear el nombre de Iosef Stalin, y su imagen y su pasado y lo que le quedara de futuro. Habrá tenido, en fin, que vencer sus pulsiones para escuchar a aquel alto emisario del régimen soviético y decirle, en voz muy baja, que al día siguiente le daría una respuesta.
Y al día siguiente le dijo que sí. Muy a pesar del odio, de lo ocurrido en los últimos 25 años, de la vida que le habían arrebatado, de las persecuciones y las torturas, de las interminables filas que le hicieron padecer para ir a visitar a su hijo en prisión, y a pesar del hambre, de la angustia, de la incertidumbre, del no futuro, Anna Ajmátova le dijo que sí al emisario de Stalin, y le dijo que sí porque la historia y sus ancestros y la cultura rusas, y la poesía misma, y la música, y Dostoievski y Tolstoi y Pushkin, y su propio hijo, y las imágenes del tiempo que había sido, y su infancia, y las pinturas que le habían hecho, y tantas y tantas conversaciones que había sostenido, e incluso sus poemas, estaban en riesgo. Le dijo que sí porque Rusia o la Unión Soviética o como se llamara estaba a punto de desaparecer, y ante la inminencia de la muerte era urgente hacer.
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Y hacer era resucitar lo antiguo, unirse, volver a los viejos valores rusos y a los personajes que habían ayudado a construir aquellos valores, a los anarquistas y los imperialistas, a los socialistas y los adeptos al zarismo, a los sobrevivientes al régimen de Nicolás II, a las víctimas de la Revolución de Octubre y a quienes la hicieron posible, a los detractores de Lenin y a los de Stalin, a los Trotskistas y los antiguos camaradas, a los fusilados por órdenes de Stalin y a las demandas de sus sobrevivientes. Rusia, toda Rusia estaba en peligro. Si el Ejército Rojo, si la Unión Soviética y cada uno de los soviéticos no se unían en torno a su pasado, si no enfrentaban a los nazis, que habían lanzado su Operación Azul y habían llegado hasta Leningrado y Moscú y se dirigían hacia Stalingrado, de la Santa Rus no quedaría nada.
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Para Anna Ajmátova, la vida en aquel instante era a vencer o morir, y para vencer tendría que dejar a un lado sus resentimientos y sus animadversiones. Luego, muy luego, si había un luego, si había un “vencimos”, volvería con sus luchas y todo su padecer a sus odios y, sobre todo, a sus odiados. Escribiría una vez más sobre las ciudades que los soviéticos habían transformado en malditas, y se juntaría en la Casa de la Fuente, donde tantas cosas había vivido, e incluso padecido, con sus amigos y compañeros de antes para hablar de poesía y de arte y recordar a Amedeo Modigliani, por ejemplo. Sin embargo, aquel luego se veía lejano, distante, casi imposible. Hitler había determinado que Stalingrado era su gran objetivo en Rusia, un poco por su ubicación, a orilla del Volga y cerca del Mar Negro, otro poco, o un mucho, porque se llamaba Stalin-grado.
Cuando el emisario de Stalin fue a pedirle a Ajmátova que leyera sus poemas una y otra vez por las estaciones de radio y en persona y donde pudiera, pues la lectura de sus poemas uniría a los rusos, ya los nazis se habían multiplicado por Rusia. Se les sentía, se les olía, y más que nada, se les temía. Anna Ajmátova había decidido quedarse en Petrogrado luego de que estallara la Primera Guerra Mundial, y después de la Revolución de Octubre. Incluso escribió algún poema para defender su posición, y condenar así fuera en versos a quienes se habían ido. “No estoy con los que abandonaron su tierra / A ls laceraciones del enemigo. / Hago oídos sordos a sus toscos halagos / No les daré mis canciones. /Pero para mí el exilio es siempre lamentable, / Como un prisionero, como un enfermo. / Oscuro es tu camino, vagabundo, / Amargo es el aroma del pan de los desconocidos”.
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Antes de la guerra y de la revolución, había sido la poeta de los rusos, y más que nada, de las mujeres en Rusia, que acabaron por tratar de imitarla y la llevaron a implorar en 1958 que se callaran: “Enseñé a hablar a las mujeres… ¡Dios, cómo hacerlas callar!”. Había nacido en 1889 en Velyki Fontan Cape, aunque vivió desde niña en Petrogrado, La ciudad de Pedro, y en sus estudios se había empapado de la poesía francesa y se había convencido de que se dedicaría a la escritura. En 1911 viajó a París, y allí frecuentó a varios artistas de las nuevas generaciones, entre ellos, a Modigliani, quien le hizo un retrato que pasaría a la historia y que mantendría colgado en su casa hasta 1952. Luego retornó a Rusia, a sus amigos, a sus amantes, a su éxito. Por donde pasaba, dejaba una estela de idolatría. Pero entonces llegó la guerra, la primera gran guerra, y como lo reseñó Orlando Figés en su libro El baile de Natacha, Anna Ajmátova escribió:
Envejecimos cien años
aunque esto sucedió sólo en una hora.
Se terminaba ya el corto verano;
humeaban las llanuras labradas
De repente se abigarró el camino quieto;
voló el llanto como un toque de plata.
Cubriéndome el rostro supliqué a Dios
que me matase antes de la primera batalla.
Desaparecieron las sombras de goces y pasiones
de la memoria, como una carga inútil.
Y una vez vacía, el Señor le ordenó
convertirse en un libro de noticias terribles.