Anna Ajmátova: Unos cuantos versos rusos contra el horror nazi (III)
En 1942, los nazis sitiaron Leningrado. Anna Ajmátova y el compositor Dimitri Shostakovich fueron invitados por el sistema soviético para que leyeran e interpretaran sus obras por la radio nacional. Para ello, los organizadores pusieron parlantes en las calles. Sabían que el arte uniría a los rusos en el momento más crítico de su historia reciente.
Fernando Araújo Vélez
Habían transcurrido veinte años desde aquel tiempo en el que Anna Ajmátova y Dimitri Shostakovich fueron llamados por el crítico literario Georgy Makogonenko para que se unieran y le enviaran algunas palabras, versos y música al pueblo ruso que fueran una motivación en su guerra santa contra los nazis. Y habían pasado decenas de miles de muertes y de dolores, de promesas y de años oscuros y de arrepentimientos e ilusiones, hasta que por fin se encontraron una tarde cualquiera de 1961. Ella, con la vida surcada de heridas. Él, abatido. Ella, que le había dedicado su libro “Poemas” y había escrito, “A Dimitri Dmitrievich Shostakovich, en cuya época yo viví en la tierra”. Él, con la mirada extasiada por tener enfrente a una de las mujeres que le habían dado vida a su vida.
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Habían transcurrido veinte años desde aquel tiempo en el que Anna Ajmátova y Dimitri Shostakovich fueron llamados por el crítico literario Georgy Makogonenko para que se unieran y le enviaran algunas palabras, versos y música al pueblo ruso que fueran una motivación en su guerra santa contra los nazis. Y habían pasado decenas de miles de muertes y de dolores, de promesas y de años oscuros y de arrepentimientos e ilusiones, hasta que por fin se encontraron una tarde cualquiera de 1961. Ella, con la vida surcada de heridas. Él, abatido. Ella, que le había dedicado su libro “Poemas” y había escrito, “A Dimitri Dmitrievich Shostakovich, en cuya época yo viví en la tierra”. Él, con la mirada extasiada por tener enfrente a una de las mujeres que le habían dado vida a su vida.
Le sugerimos leer todos los textos de esta serie:
Primera entrega: Anna Ajmátova: Unos cuantos versos rusos contra el cerco nazi (I)
Segunda entrega: Anna Ajmátova: Unos cuantos versos rusos contra el terror nazi (II)
“Nos quedamos en silencio durante 20 minutos. Fue maravilloso”, dijeron que dijo Ajmátova algunos días más tarde para sellar aquel silencio suyo con Shostakovich como uno de esos silencios sagrados de la historia, en los que se decía todo sin pronunciar palabras. O en los que se gritaba todo. Habrán recordado. Habrán temido. Habrán querido detener cada segundo para meterlo en un bolso. Se habrán agradecido, y se habrán tragado un montón de confesiones. Lo que se dijeron después quedó entre ellos, y por fortuna. Entre ellos y a salvo de las difamaciones y de las interpretaciones, de los críticos y los historiadores. De una u otra manera, los dos ya habían escrito su historia y habían grabado sus nombres y sus obras en la gran Historia del Siglo XX.
Porque los dos, cada uno a su manera, habían aceptado en 1942 la petición de Makogonenko, y luego, con gesto de absoluta trascendencia, habían recibido en sus casas al emisario de Stalin para decir oficialmente que sí, que hablarían por la radio, que intentarían insuflarles algo de fuerza a sus compatriotas desde sus creaciones, más allá de lo que hubiera ocurrido antes, y mucho más allá de los odios o las ideologías. Ajmátova se sentía débil y lucía pálida, según algunos testigos que vieron cómo unos días después de su aceptación, llegaron a su casa, la legendaria Casa de la Fuente de Leningrado, diversos equipos de la radio nacional soviética, y hombres y mujeres que organizaron su alocución, en la que habló de Leningrado y de la época de Petrogrado.
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Y recordó la fuerza de algunos de sus personajes, Pedro el grande, Dostoievski y Pushkin, Lenin, y sus calles y sus peligros, y las veces que padeció, y los incendios que sufrió, y dijo, según lo reseñaría Orlando Figés en El baile de Natacha, que “Nuestros descendientes honrarán a cada madre que vivió durante la guerra, pero susurradas se detendrán en la imagen de la mujer de Leningrado en el techo de su casa durante un bombardeo aéreo, con un bichero y unas tenazas para el fuego, protegiendo la ciudad del incendio; en la muchacha voluntaria de Leningrado que ayuda a los heridos entre as ruinas todavía humeantes de un edificio (…). No, una ciudad que ha engendrado mujeres que éstas no puede ser conquistada”.
Y no fue conquistada, pese a que durante más de cien días el hambre, las enfermedades, la debilidad, el pavor, se multiplicaron, y más de un millón de mujeres, de hombres y de niños perecieron. No fue conquistada, precisamente porque en los momentos de terror, los rusos comprendieron que ante el horror que iban regando los nazis sólo les quedaba unirse y luchar, más allá de credos, colores, géneros, edades, derechos, pasado y apellidos. Lucharon, resistieron, leyendo los poemas de Ajmátova, las sinfonías de Shostakovich, y retornando con ellos a otros nombres y otras obras y otras épocas que habían hecho de Rusia lo que era. Anna Ajmátoca, Dimitri Shostakovich, algunos músicos y poetas más, y artistas e intelectuales, hablaron casi día de por medio por la radio nacional, que había puesto parlantes en las calles para que todos pudieran escucharlos.
Muchos de ellos se habían enlistado en la Defensa Civil de la ciudad y se habían negado a salir de ella. Eran la memoria de lo que estaba ocurriendo, como lo había dicho Ajmátova en los tiempos de la Revolución. Por esa memoria, Shostakovich compuso una sinfonía, la número 7, “A la ciudad de Leningrado”, como lo escribió en tinta roja en la parte de arriba de la partitura que escribió, entre el frío y el miedo y el estruendo de los disparos y las bombas que sonaban y no dejaban de sonar. La estrenó en Kuibyshev, el 5 de marzo del 42, y fue interpretada por la orquesta del Bolshói. Días más tarde, la tocó en Moscú y fue transmitida por la radio rusa para todo el país. Era, dijeron, una especie de profecía de que por fin, en algún momento, la humanidad y la luz triunfarían, y fue en sus múltiples presentaciones el testimonio musical de un momento que nadie olvidaría jamás.
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Como casi todas sus obras, y también como muchos de los poemas de Ajmátova, y de los trabajos de centenares de artistas, la música de Shostakovich emitía varios mensajes a la vez, sensaciones y pensamientos que por momentos se enfrentaban y se repelían. El arte soviético pretendía que cada pieza fuera un canto a la revolución, y más que nada, a Stalin y a sus lugartenientes. El arte verdadero, la verdadera verdad, transitaba otros senderos y por debajo dejaba muy en claro que había opresión, y miedo, o por lo menos, que los artistas se sentían en permanente peligro de extinción y que eran usados por el sistema para hacerle loas a algo con lo que no concordaban. La sinfonía a Leningrado fue una clara muestra de aquella pugna. Decía, transmitía un dolor y una esperanza por encima, y altas dosis de escepticismo y de rebelión por debajo. Que cada quien pensara lo que quisiera, que cada quien tomara lo que pudiera.