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Anoxia, del escritor español Miguel Ángel Hernández Navarro, es una novela apasionante, pero también dolorosa, cercana a la muerte y al trauma y con una pregunta compleja y sensible: ¿en qué momento termina la vida?
En una noche aciaga en Murcia, llena de lluvias, Luis muere en un accidente en su motocicleta después de haber tenido una amarga discusión en una fiesta con Dolores, su esposa y protagonista de esa obra. Para ella no es del todo claro si la muerte de su esposo fue accidental, y esta duda la llena de culpas, que la van a acompañar a lo largo del texto. (Recomendamos: Juan Manuel Roca escribe sobre la más reciente novela de Azriel Bibliowicz, “Del agua al desierto”).
Permítanme citar una frase de Albert Camus en su ya famoso ensayo El mito de Sísifo, en el que nos dice: “Juzgar que la vida vale o no la pena termina por ser el tema fundamental de la filosofía”. Y me atrevería a agregar que tanto la muerte como el amor o el desamor vienen a ser temas eternos de la literatura universal y en ocasiones aparecen tomados de la mano.
Anoxia (sinónimo de asfixia) entreteje estos delicados temas con finura. Tampoco es casual que el epígrafe sea una frase de Graham Greene, en la que nos advierte que nuestro destino quizá comienza con el instante final: “A veces me he preguntado si la eternidad, después de todo, no será más que la infinita prolongación del momento de la muerte”.
En Anoxia, Dolores es fotógrafa, pero llegó al oficio por la influencia de su marido Luis, más que por sus propios anhelos y sin embargo cuenta con un talento natural y un ojo avizor, esencial para este complejo arte. Luis le enseñó los gajes del oficio, entre ellos, el extraño misterio del revelado en blanco y negro, que, como bien lo explica el texto, no solo genera la sensación de abrir el tiempo sino que vuelve visible lo invisible. Pero, también nos cuenta que fueron los químicos y sus olores los que terminaron por embelesar a Dolores y darle la sensación que este hipnotizante proceso parecía llevase a cabo por obra de magia. Y sin embargo, descubrirá que no siempre es seguro que la imagen surja, porque, como en todas las artes, la fotografía guarda el encanto de la incertidumbre.
Anoxia plantea preguntas de corte filosófico y a su vez es una novela donde varios misterios se tejen. Dolores no dejará de sentirse culpable ante la muerte de su marido, a pesar de que sabe bien que el matrimonio se había agotado y estaba en crisis, y que ya han pasado diez años del terrible incidente. Tiene un hijo, Iván, quien es un buen muchacho, un adolescente y, como es lógico, no quiere estar a su lado y le huye, como todos los jóvenes a sus padres. En últimas, a Dolores solo le queda Teresa, su cuñada, la hermana de Luis, que hace lo imposible por sacarla del encierro pidiéndole que se abra, que deje el pasado y comience una nueva relación.
La novela comienza con una llamada que le cambiará a Dolores su vida: un desconocido le encarga fotografiar a un muerto. Y aun cuando duda en aceptar la comisión, siente curiosidad y no puede dejar de hacerlo. Al principio creyó que era tan solo una broma, ¿fotografiar a un difunto?... Pero, para Clemente Artés la comisión era un acto trascendental, porque él también, a lo largo de su vida, se dedicó a fotografiar la muerte y crear esa imagen última.
Por ello, cuando contrata a Dolores, le dice: “Era mi amigo. Le prometí que guardaría una imagen de ese último momento. He dedicado mi vida a hacérselas a los demás. Cómo no iba a tener una de él”.
Artés es un hombre ya entrado en años y con algunos problemas de movilidad, atendido por un fiel mayordomo búlgaro. En el primer encuentro que tienen en el almacén y estudio fotográfico de Dolores, él le enseñará un álbum de terciopelo púrpura. Ahí colecciona las fotos de los amigos que ha perdido a lo largo de su vida.
Leyendo esta conmovedora escena, no pude dejar de recordar una carta de Gustave Flaubert a Iván Turgueniev, en la que le dice, ante la muerte de sus amigos: “Mi corazón se ha vuelto una necrópolis”.
Ahora bien, esta novela de Miguel Ángel Hernández nos devela la relación que desde siempre ha existido entre la fotografía y la muerte. En palabras de Artés: “Hoy nos horroriza la muerte y la escondemos enseguida para que no moleste, pero los primeros modelos fotográficos fueron difuntos. Cuerpos, objetos, paisajes... Naturalezas muertas. Así que nada más digno”.
Artés le regala a Dolores un libro que él ha escrito, titulado La imagen última. Sin duda es un personaje sofisticado, elegante, lleno de secretos y reservas.
Ya en casa, esa noche, Dolores no puede dormir y decide abrir el libro que le obsequiaron y en la introducción descubre que la tradición de representar a los difuntos es anterior a la era de la fotografía y se encuentra en los orígenes mismos del arte: “El misterio de la vida y la muerte”, escribe Artés, “el principio de la representación”. Incluso al origen de la pintura, según Plinio el Viejo, con la fábula de la doncella de Corinto que trazó en una roca la silueta de su amado antes de que este se embarcara en un largo viaje: “La imagen como forma de duelo, como memoria de una ausencia”.
Evidentemente, esta es una novela producto de una cuidadosa investigación sobre la fotografía y no puede uno dejar de sentir los ecos de Susan Sontag, cuya obra también la recorre.
Pero no es la única voz que la alimenta. Al fin y al cabo, la gran literatura es un precioso diálogo intertextual. Y el tema de la memoria, que indiscutiblemente se encuentra ligado a la fotografía y deambula a lo largo del texto. Cuando hablamos de memoria no podemos dejar de pensar en Walter Benjamin, ese gran filósofo y crítico literario que relacionó estos dos temas, que también irrigan las páginas de esta novela.
Pero, como les decía es un texto rico en observaciones e historias sorprendentes. Cuando se entra al tema de los daguerrotipos, que tanto fascinan a Artés y terminaran seduciendo a Dolores, ya que es un proceso fotográfico asombroso donde la imagen se forma sobre una superficie de plata pulida y por ello Artés nos dice que estas placas son como “los espejos de la memoria”, en un tono poético que de nuevo invoca a Benjamin.
Es evidente que Miguel Ángel Hernández conoce a fondo la obra de este gran pensador judío-alemán. Pero, como les decía, Anoxia es una novela colmada de sorpresas y misterios alrededor de la muerte como el capítulo denominado “los inquietos”.
Dolores se desconcierta al descubrir que los muertos también se mueven y como “la eutanasia” es más antigua de lo que imaginamos y ligada al oficio de la fotografía mortuoria. Permítanme entrar a este delicado y complejo tema citando la propia novela:
“Al fin y al cabo —explica Artés—, las largas exposiciones de las primeras fotografías no mostraban un instante, la vida detenida, sino otro tipo de tiempo: el transcurso, la duración, la realidad sucediendo… Porque, al final, la muerte llega siempre como un latigazo, una fuerte sacudida que retuerce el cuerpo y lo convulsiona. Sortear esa agitación era prácticamente imposible… Dolores quisiera dejar terminar a Artés con su explicación, pero no puede contenerse.
—¡Me está hablando usted de asesinatos! —exclama sin mirarlo.
—Bon, si le consuela, solían ser moribundos. Bien pensado, era una especie de eutanasia fotografiada…
Las fotografías de los inquietos no eran recordatorios para los familiares, sino imágenes científicas —explica Artés—. Intentos de registrar en una misma superficie la vida y la muerte, el último aliento. Incluso, en algunos casos, de captar el alma del difunto, fotografiar lo invisible, el espíritu… La tradición de los inquietos, le especifica, no pertenece al ámbito de la ilusión, sino al de lo real. Nace del intento de dejar constancia de la única certeza, la muerte. Recoger en una misma imagen el antes y el después. Conservar en un mismo lugar la vida y la muerte…
A Dolores le incomoda lo que escucha. Se lo hace saber…
—No me gusta esta historia.
—No le quito la razón —le dice Clemente Artés—. Pero imagine usted poder tener para siempre en una misma imagen condensada la vida y la muerte. Un relicario de los últimos restos de una existencia. No entiendo mejor memoria que esa. ¿No le gustaría a usted morir en una foto?
Como se darán cuenta por este breve diálogo, las complejidades que se entretejen en esta novela alrededor de la fotografía y la muerte son múltiples. Pero también los enigmas que prevalecen, como por ejemplo, ¿por qué el hijo de Clemente Artés, Eric, no quiere saber nada de su padre? Las preguntas rondan alrededor de la novela y no dejan de ser sigilosas.
Por lo que he descrito, se pensaría que es una novela trágica, pero no. Su acento es otro, porque son mucho más los tonos y matices que trabaja y su final yo lo calificaría de esperanzador.
Créanme que solo he descrito la punta del iceberg que constituye esta gran obra. Pero, como no es mi propósito dañar la lectura de la misma ni develar los secretos finales que le deparará al lector, confío en que con esta breve introducción logre provocar la curiosidad de los lectores e invitarlos a que salgan a buscar esta gran novela.
Miguel Ángel Hernández ha tejido una apasionante historia, en la cual los lectores aprenderán no solo sobre el arte de la fotografía, sino que, gracias que su transparente y la fluida prosa, disfrutarán también de una escritura elegante cuya narración transforma la literatura en el arte de las bellas letras.
* Fundador de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia, colaborador de El Espectador y autor de las novelas “Migas de pan” (Alfaguara), “El rumor del Astracán” y “Del agua al desierto” (Tusquets).