Anton Chéjov, un hombre de cuento (I)
Nacido el 17 de enero de 1860 en Taganrog, y fallecido 44 años más tarde en Badenweiler, Alemania, Chéjov es uno de los referentes más importantes de la literatura rusa, particularmente del cuento, y en general, de Occidente.
Fernando Araújo Vélez
En un tiempo en el que los campesinos rusos eran especies de salvadores de la humanidad, o del alma de la nación y del cristianismo, y en los que la intelectualidad los llamaba salvadores, o auténticos, o puros, Anton Chéjov se atrevió a escribir en un cuento, “Campesinos”, que eran borrachines, groseros, ruines, y sucios, y fue más allá para preguntarse cómo podían ayudarles los ricos y los poderosos siendo como eran. Sus palabras produjeron una infinita polémica, rayando con el escándalo. Chéjov fue acusado de aristócrata, aunque jamás lo hubiera sido. De títere de las oligarquías, e incluso, de vendido, y de decenas de cosas más.
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En un tiempo en el que los campesinos rusos eran especies de salvadores de la humanidad, o del alma de la nación y del cristianismo, y en los que la intelectualidad los llamaba salvadores, o auténticos, o puros, Anton Chéjov se atrevió a escribir en un cuento, “Campesinos”, que eran borrachines, groseros, ruines, y sucios, y fue más allá para preguntarse cómo podían ayudarles los ricos y los poderosos siendo como eran. Sus palabras produjeron una infinita polémica, rayando con el escándalo. Chéjov fue acusado de aristócrata, aunque jamás lo hubiera sido. De títere de las oligarquías, e incluso, de vendido, y de decenas de cosas más.
Con su relato se había enfrentado a los “populistas”, en el sentido más exacto del término, y a inmortales de la literatura rusa como Dostoievski y Tolstoi, quienes, palabras más, palabras menos, habían afirmado que eran los campesinos quienes debían guiar moralmente a los rusos, y no al contrario, y que Chéjov había cometido un “pecado contra el pueblo”. De una u otra forma, unos y otros olvidaron por su texto que como médico había atendido gratuitamente a los campesinos, que había estado con ellos día y noche durante varios meses en un brote de cólera que diezmó a la población, y que a varios de ellos les había enseñado a leer y a escribir.
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Olvidaron, incluso, que siete años antes de que apareciera el cuento largo o la novela corta de Los campesinos, Chéjov había viajado desde Moscú hacia el fin del mundo, la isla de Sajalin, a 800 kilómetros al norte de Japón en el mar de Ojotsk, para comprender a los presos del régimen zarista, y más que eso, para llevarles un mensaje de esperanza. Viajó, como le dijo a uno de sus amigos, absolutamente seguro de que su travesía “no supondrá ninguna contribución valiosa ni para la literatura ni para la ciencia”, pero viajó. Cruzó las estepas de la infinita Rusia, se impregnó de sus paisajes, de la nieve y del hielo y de riachuelos y pedazos de tierra que seguro pocos hombres habían visto.
Desde que se decidió por Sajalin, leyó decenas de libros y estudios sobre aquel fin del mundo. Su tierra, su composición, sus transformaciones, los diversos asentamientos que había tenido, los personajes surgidos de ella y de su historia, e inclusive, aquellos que no habían existido pero que eran parte de algún cuento o de una novela. Chéjov necesitaba saber, y sabiendo, “pagar parte de mi deuda con la ciencia de la medicina”. Era médico, y como médico, era estudioso, meticuloso, a veces frío, poco sentimental según sus propias palabras, pero también por momentos apasionado, casi loco. El amor lo había tocado en más de una ocasión. El amor con todas sus consecuencias.
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Se había enamorado perdidamente en varias oportunidades y desde sus tiempos de adolescente cual perdido personaje de novela, pero en una y otra ocasión había caído al dolor, también como personaje de novela. Antes de marcharse hacia Sajalin, mantenía un amor como de imposibles con una mujer casada llamada Lidia Avilova, a quien había amado en la realidad y en sus cuentos, sobre todo en sus cuentos. Sus distintos biógrafos restaron reiteradas veces que Chéjov tenía una absurda propensión hacia la propia derrota, e incluso, a la auto conmiseración. Pese a que en la época de su viaje a Sajalin ya era un escritor connotado y un médico reconocido, repetía y se repetía que su vida había sido una especie de eterno fracaso.
Y que esa espiral de caídas se había iniciado siendo apenas un niño en el pueblo de Taganrog, cerca de la desembocadura del Don en el mar de Azov, cuando su padre lo obligaba a trabajar con él vendiendo lo que fuera en una tierra de abarrotes, y luego, llevándolo consigo a conseguir lo que necesitaban para surtir su negocio. A Antón Pavlovitch Chéjov no le interesaba el dinero. Ni el dinero ni los pocos lujos a los que podían acceder en su familia ni jugar con los otros niños del pueblo. Prefería mirar a lo lejos. Perderse en sus fantasías. Observar a la gente que iba y volvía con sus prisas o sus lentitudes y hacer todo tipo de suposiciones sobre cada quien y su vida, pero más que nada, sobre los motivos que los movían.
A veces creía que actuaban por y para Dios, y que por él, su propósito era el otro. Los rusos tenían una larga historia de comunidad. De una u otra forma, Dios los había unido y les había dado un sentido de vida. Cuando fue recorriendo la Rusia que pocos en Moscú o en San Petersburgo conocían, fue comprendiendo la importancia de aquel Dios ortodoxo para la gente del campo, y de paso, cómo en algunos lugares la Biblia se había mezclado con las creencias mundanas, con el chamanismo, e incluso, con el influjo que tuvieron y dejaron en muchos lugares los mongoles, que conquistaron parte de Rusia en la Edad Media. Chéjov se sentía en un mundo ajeno, y pensaba que todo aquello que era importante en Occidente, en las estepas de Siberia ni siquiera existía.
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“Dios sabe que una persona puede soportar la pobreza, la enfermedad, la ceguera, la sordera y los malos tratos de los que lo rodean, siempre que Dios le permita morir en su casa”, escribió en sus memorias de Sajalin, luego de sus experiencias en los confines de la tierra. Sabía, estaba convencido de que el ser humano, en el fondo, buscaba de cualquier modo retornar a su niñez. Que las tierras de su infancia, sus familiares y sus comidas, los primeros amigos, el clima y las creencias de origen eran imborrables, y que sólo allí se sentía a salvo. Los presos de la isla de Sajalin se lo habían repetido una y millones de veces, confesándole que soportaban el castigo y las condiciones de la prisión, pues tenían la esperanza de regresar.
Él mismo lo vivió, en otras circunstancias y rodeado de gente muy distinta, pero lo vivió y lo padeció, y en sus últimos días, casi 20 años después de Sajalin, sufrió más el tormento de la lejanía que el de la tuberculosis.