Antonio Caballero: muerto en vida, muerto en muerte
Ensayo de un escritor argentino sobre la novela “Sin remedio” y sobre el valor de la narrativa del escritor colombiano fallecido el viernes pasado.
Pablo Ramos * / Especial para El Espectador
Leer a Antonio Caballero, leer precisamente esta novela, Sin remedio, fue para mí un antes y un después en la relación que, desde hace tiempo, mantengo con el pueblo colombiano, más precisamente con la ciudad de Bogotá. Modificó la mirada que tenía de la ciudad: de la gente y sus lugares, y desde entonces, cada vez que camino por ella, la voz de Ignacio Escobar suele aparecer en mi mente como una epifanía, y convierte dicha caminata en una posibilidad, otra de las posibilidades que puede darme Bogotá.
El paisaje (urbano y humano) adquiere un nuevo sinsentido y pierde inocencia; es como si me mantuviera todo el tiempo frente a la inminencia de una revelación que jamás va a ser develada y, por lo tanto, alerta del hecho estético. Así hace que yo camine por sus calles de cuatro estaciones por cuadra, de gente enloquecida que viene y va; o que va y va, vaya a saber uno para dónde. Y cuando estoy molido y sin piernas, asfixiado de altura y de esmog, y me detengo, por ejemplo, a tomar una cerveza en el Club Colombia, miro alrededor y murmuro entre dientes: un poco te conozco, rolo, no trates de engatusarme con tus antiguos moditos cachacos. Y me siento bien, muy bien por tener un mínimo de esa triste consciencia que me ha regalado y me regala aún después de muerto el bueno de Escobar. (La noticia: Falleció el columnista y escritor Antonio Caballero).
Es lo increíble de la gran literatura: sea como fuere de dura o pesimista, traiga la muerte que traiga, el silencio posterior a su lectura termina siendo vital y amoroso. La belleza habita ese silencio y, por lo tanto, lo separa para siempre de los incontables silencios mediocres, de las simples, comunes y corrientes ausencias de sonido, y lo hace perfecto y, en consecuencia, eterno. Había leído y releído al menos una vez esta monumental novela. De hecho, cuando hablo del comienzo perfecto, ideal, de una novela, suelo recurrir a Sin remedio, como suelo recurrir a El desbarrancadero, de Fernando Vallejo.
“A los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. Desde la madrugada de sus treinta y un años Escobar contempló la revelación, parada en el alféizar como un pájaro: a los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. Increíble”. (Recomendamos: Entrevista de Cecilia Orozco a Antonio Caballero).
Así se empieza una novela, les digo a mis alumnos, así: al borde de no poder seguirla, al borde de dejarla sin trama, al borde de hacerla fenecer. Porque eso son pelotas, lo demás es prosa mariconera, como diría el propio Escobar.
Entonces estoy con mi ejemplar de esta novela, ya amarillo y ajado, todo el tiempo sobre el escritorio de mi estudio, siempre a mano. Esta vez la relectura se debió al inmerecido honor de tener que ponerle palabras previas a un escritor que no las necesita. Y fue uno de los placeres más puros, exquisitos y significativos que tuve la suerte de gozar en este último tiempo, un año que termina con muchas muertes, con distintas muertes. Tanta muerte como hay al final de la novela.
Quiero entonces decir algo al respecto de la relectura, del acto de volver a leer lo que ya se ha leído, lo que ya se conoce. Releer los grandes libros supera con creces al hecho de haberlos leído. Muerta la ansiedad, matado el entusiasmo de tener algo nuevo que leer, uno se encuentra frente a frente ya no con un posible escritor, un posible libro, uno se encuentra frente a frente con uno mismo. Oficiador y partícipe de la única fe en la cual algunas personas podemos comulgar: la fe de las palabras escritas. Y es esto lo que me ha pasado y me sigue pasando a mí con Sin remedio.
Dicho esto, usted, hipotético lector de estas líneas, podría tranquilamente saltarse lo que sigue y meterse de cabeza en una de las novelas más extraordinarias que dio la literatura colombiana. En mi país solemos decir que cuando un escritor colombiano es bueno es dos veces bueno. No sé, tal vez por la fascinación que nos produce la riqueza coloquial de la lengua colombiana en relación con la gris parquedad de nuestro sonido rioplatense. El único problema es que cuando los colombianos exageran no reparan en gastos, y a veces puede que el que acosa se vaya de medida. Parece una broma, no, “a veces puede que las cosas se vayan de medida”. De hecho, yo entiendo a Colombia no como un país, sino como un continente de regiones, de fronteras irreconciliables.
La triste frase que una vez oí, “para un colombiano no hay nada peor que otro colombiano”, se me reveló más de una vez como una verdad circunstancial en las ciudades que he conocido del país. Pero la esencia del autoprejuicio colombiano se nota mejor en esta novela, en los personajes de esta novela, personajes secundarios que van construyendo ese mundo tan artificial y falso contra el que Escobar se rebela.
La realidad de Fina, por ejemplo, una mujer contundente que podría ser el único motor de Escobar, la única persona viva que lo rodea, es definida y defendida por la tía Leonor de la peor manera: “Es caleña, sí, pero muy querida”. El doctor Ernestico Espinosa es un poco más categórico: “Caleña es caleña —haciendo un guiño procaz—. Te lo digo como médico, ala. No como amigo”.
Para bien y para mal, siempre para mal disfrazado de bien, son las opiniones que de Ignacio Escobar y su vida tiene esta familia tan representativa de la aristocracia bogotana. En medio de esa gente muerta en vida o muerta en muerte, están también monseñor Boterito Jaramillo, rechoncho de ñoquis y copitas, el fantasma de Focioncito, las tías al borde de dejar de funcionar biológicamente, y el insoportable y exitoso poeta de pluma enmierdada, Ricardito, que a la edad de Escobar ya había publicado no sé cuántos montones de poemas, dice su madre, aunque no pueda recordar ninguno.
Es insoportable estar ahí, en medio de todos ellos; sin embargo, Escobar depende del dinero agusanado de su familia, de su alimento carnal, del mismísimo cebo que sudan. Ahí va rebotando como bola sin manija. Pero todo esto se organiza y fluye con una increíble facilidad, para que seamos testigos de todo el cromatismo de la desintegración de una persona, de un personaje que a priori ni siquiera desea ser persona. Anhelando la muerte de Rimbaud, Escobar va en procura de su propia muerte, de la real (la literal y la literaria). Y Antonio Caballero nos lleva de la mano sin empujones, sin tironeos, con un equilibrio sublime entre el narrador medio de la tercera persona y la propia voz de su personaje.
El resultado es envidiable, pues logra llegar inmediatamente a su propia y personalísima gramática de la creación literaria: a su propio lenguaje, es lo que quiero decir. Algo muy difícil de lograr para muchos escritores contemporáneos, algo que a veces creo que hasta olvidaron que es el único deber moral que tienen al sentarse frente a una página en blanco. La forma acá es perfecta, y la forma acá es lo único que importa.
Cargado de necesidades y de dolor existencial, con el débil escudo de la ironía y la burla, Ignacio Escobar se hunde y nos hunde en el más vasto abismo de la insignificancia humana, en la derrota de la verdad y la belleza frente a la ignorancia y las supuestas buenas costumbres, con una sola y casi imposible posibilidad de salvación, un consejo, diría yo: “Huye, que solo el que huye escapa”. La sociedad bogotana, al menos una buena parte de ella, está retratada acá con crudeza y maestría.
Su hipocresía, su refugio de la forma, la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser, el fingido pudor de alfombra por la mugre que guarda en su panza y que se empeña en digerir sin que esto genere escándalos ni olores ofensivos. Ignacio Escobar es un príncipe, un noble desterrado, insomne y fatal. Un toro malherido que sabe que por más que los mate a todos a él también van a matarlo, van a quebrarle las patas, a cortarle las pelotas y a exhibirlas en una vitrina junto a otras pelotas cortadas de otros toros matados a lo bestia.
Matados y rematados. Pateados después de muertos porque el respeto ya no existe, ni por los vivos que viven, ni por los vivos que mueren, ni por los muertos matados y por matarse, ya que el matador es un ser indigno de la muerte que ejerce, como lo es el vividor indigno de la vida que desperdicia. Por ahí, creo yo, te va a llevar Escobar, estimado lector, por ahí y por muchos lugares más hasta dejarte un claro mensaje, un mensaje que es la pura expresión de la oscuridad en la cual estamos sumidos los seres humanos: no hay remedio.
* Este texto fue incluido por el Ministerio de Cultura y la Biblioteca Nacional de Colombia como prólogo de la edición de “Sin remedio” de 2017, que hace parte de la Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. La novela también fue publicada en otros años por Alfaguara y Tusquets Editores.
Leer a Antonio Caballero, leer precisamente esta novela, Sin remedio, fue para mí un antes y un después en la relación que, desde hace tiempo, mantengo con el pueblo colombiano, más precisamente con la ciudad de Bogotá. Modificó la mirada que tenía de la ciudad: de la gente y sus lugares, y desde entonces, cada vez que camino por ella, la voz de Ignacio Escobar suele aparecer en mi mente como una epifanía, y convierte dicha caminata en una posibilidad, otra de las posibilidades que puede darme Bogotá.
El paisaje (urbano y humano) adquiere un nuevo sinsentido y pierde inocencia; es como si me mantuviera todo el tiempo frente a la inminencia de una revelación que jamás va a ser develada y, por lo tanto, alerta del hecho estético. Así hace que yo camine por sus calles de cuatro estaciones por cuadra, de gente enloquecida que viene y va; o que va y va, vaya a saber uno para dónde. Y cuando estoy molido y sin piernas, asfixiado de altura y de esmog, y me detengo, por ejemplo, a tomar una cerveza en el Club Colombia, miro alrededor y murmuro entre dientes: un poco te conozco, rolo, no trates de engatusarme con tus antiguos moditos cachacos. Y me siento bien, muy bien por tener un mínimo de esa triste consciencia que me ha regalado y me regala aún después de muerto el bueno de Escobar. (La noticia: Falleció el columnista y escritor Antonio Caballero).
Es lo increíble de la gran literatura: sea como fuere de dura o pesimista, traiga la muerte que traiga, el silencio posterior a su lectura termina siendo vital y amoroso. La belleza habita ese silencio y, por lo tanto, lo separa para siempre de los incontables silencios mediocres, de las simples, comunes y corrientes ausencias de sonido, y lo hace perfecto y, en consecuencia, eterno. Había leído y releído al menos una vez esta monumental novela. De hecho, cuando hablo del comienzo perfecto, ideal, de una novela, suelo recurrir a Sin remedio, como suelo recurrir a El desbarrancadero, de Fernando Vallejo.
“A los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. Desde la madrugada de sus treinta y un años Escobar contempló la revelación, parada en el alféizar como un pájaro: a los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. Increíble”. (Recomendamos: Entrevista de Cecilia Orozco a Antonio Caballero).
Así se empieza una novela, les digo a mis alumnos, así: al borde de no poder seguirla, al borde de dejarla sin trama, al borde de hacerla fenecer. Porque eso son pelotas, lo demás es prosa mariconera, como diría el propio Escobar.
Entonces estoy con mi ejemplar de esta novela, ya amarillo y ajado, todo el tiempo sobre el escritorio de mi estudio, siempre a mano. Esta vez la relectura se debió al inmerecido honor de tener que ponerle palabras previas a un escritor que no las necesita. Y fue uno de los placeres más puros, exquisitos y significativos que tuve la suerte de gozar en este último tiempo, un año que termina con muchas muertes, con distintas muertes. Tanta muerte como hay al final de la novela.
Quiero entonces decir algo al respecto de la relectura, del acto de volver a leer lo que ya se ha leído, lo que ya se conoce. Releer los grandes libros supera con creces al hecho de haberlos leído. Muerta la ansiedad, matado el entusiasmo de tener algo nuevo que leer, uno se encuentra frente a frente ya no con un posible escritor, un posible libro, uno se encuentra frente a frente con uno mismo. Oficiador y partícipe de la única fe en la cual algunas personas podemos comulgar: la fe de las palabras escritas. Y es esto lo que me ha pasado y me sigue pasando a mí con Sin remedio.
Dicho esto, usted, hipotético lector de estas líneas, podría tranquilamente saltarse lo que sigue y meterse de cabeza en una de las novelas más extraordinarias que dio la literatura colombiana. En mi país solemos decir que cuando un escritor colombiano es bueno es dos veces bueno. No sé, tal vez por la fascinación que nos produce la riqueza coloquial de la lengua colombiana en relación con la gris parquedad de nuestro sonido rioplatense. El único problema es que cuando los colombianos exageran no reparan en gastos, y a veces puede que el que acosa se vaya de medida. Parece una broma, no, “a veces puede que las cosas se vayan de medida”. De hecho, yo entiendo a Colombia no como un país, sino como un continente de regiones, de fronteras irreconciliables.
La triste frase que una vez oí, “para un colombiano no hay nada peor que otro colombiano”, se me reveló más de una vez como una verdad circunstancial en las ciudades que he conocido del país. Pero la esencia del autoprejuicio colombiano se nota mejor en esta novela, en los personajes de esta novela, personajes secundarios que van construyendo ese mundo tan artificial y falso contra el que Escobar se rebela.
La realidad de Fina, por ejemplo, una mujer contundente que podría ser el único motor de Escobar, la única persona viva que lo rodea, es definida y defendida por la tía Leonor de la peor manera: “Es caleña, sí, pero muy querida”. El doctor Ernestico Espinosa es un poco más categórico: “Caleña es caleña —haciendo un guiño procaz—. Te lo digo como médico, ala. No como amigo”.
Para bien y para mal, siempre para mal disfrazado de bien, son las opiniones que de Ignacio Escobar y su vida tiene esta familia tan representativa de la aristocracia bogotana. En medio de esa gente muerta en vida o muerta en muerte, están también monseñor Boterito Jaramillo, rechoncho de ñoquis y copitas, el fantasma de Focioncito, las tías al borde de dejar de funcionar biológicamente, y el insoportable y exitoso poeta de pluma enmierdada, Ricardito, que a la edad de Escobar ya había publicado no sé cuántos montones de poemas, dice su madre, aunque no pueda recordar ninguno.
Es insoportable estar ahí, en medio de todos ellos; sin embargo, Escobar depende del dinero agusanado de su familia, de su alimento carnal, del mismísimo cebo que sudan. Ahí va rebotando como bola sin manija. Pero todo esto se organiza y fluye con una increíble facilidad, para que seamos testigos de todo el cromatismo de la desintegración de una persona, de un personaje que a priori ni siquiera desea ser persona. Anhelando la muerte de Rimbaud, Escobar va en procura de su propia muerte, de la real (la literal y la literaria). Y Antonio Caballero nos lleva de la mano sin empujones, sin tironeos, con un equilibrio sublime entre el narrador medio de la tercera persona y la propia voz de su personaje.
El resultado es envidiable, pues logra llegar inmediatamente a su propia y personalísima gramática de la creación literaria: a su propio lenguaje, es lo que quiero decir. Algo muy difícil de lograr para muchos escritores contemporáneos, algo que a veces creo que hasta olvidaron que es el único deber moral que tienen al sentarse frente a una página en blanco. La forma acá es perfecta, y la forma acá es lo único que importa.
Cargado de necesidades y de dolor existencial, con el débil escudo de la ironía y la burla, Ignacio Escobar se hunde y nos hunde en el más vasto abismo de la insignificancia humana, en la derrota de la verdad y la belleza frente a la ignorancia y las supuestas buenas costumbres, con una sola y casi imposible posibilidad de salvación, un consejo, diría yo: “Huye, que solo el que huye escapa”. La sociedad bogotana, al menos una buena parte de ella, está retratada acá con crudeza y maestría.
Su hipocresía, su refugio de la forma, la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser, el fingido pudor de alfombra por la mugre que guarda en su panza y que se empeña en digerir sin que esto genere escándalos ni olores ofensivos. Ignacio Escobar es un príncipe, un noble desterrado, insomne y fatal. Un toro malherido que sabe que por más que los mate a todos a él también van a matarlo, van a quebrarle las patas, a cortarle las pelotas y a exhibirlas en una vitrina junto a otras pelotas cortadas de otros toros matados a lo bestia.
Matados y rematados. Pateados después de muertos porque el respeto ya no existe, ni por los vivos que viven, ni por los vivos que mueren, ni por los muertos matados y por matarse, ya que el matador es un ser indigno de la muerte que ejerce, como lo es el vividor indigno de la vida que desperdicia. Por ahí, creo yo, te va a llevar Escobar, estimado lector, por ahí y por muchos lugares más hasta dejarte un claro mensaje, un mensaje que es la pura expresión de la oscuridad en la cual estamos sumidos los seres humanos: no hay remedio.
* Este texto fue incluido por el Ministerio de Cultura y la Biblioteca Nacional de Colombia como prólogo de la edición de “Sin remedio” de 2017, que hace parte de la Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. La novela también fue publicada en otros años por Alfaguara y Tusquets Editores.