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Hace unos años, después de leer alguna de las novelas de Eduardo Caballero, le pregunté a Antonio qué había pasado con Tipacoque. ¿Todavía existe? Me dijo que claro, que la casa existía, que se la pasaba arreglándole los techos, y que si queríamos nos prestaba la casa un fin de semana. Nos embarcamos rumbo a la lejanía de Tipacoque. Y digo lejanía porque Tipacoque sigue estando igual de lejos ahora que cuando la abuela hacía el viaje en silla de manos, según cuenta Eduardo Caballero en sus Memorias Infantiles.
La inmensa casa colonial llena de patios y cuartos es curiosa porque es el núcleo central del pueblo que Eduardo Caballero hizo elevar a categoría de municipio y del cual se hizo nombrar –antes de que fueran popularmente elegidos- su primer alcalde. Recuerdo un mural en el comedor de un Luis Caballero adolescente, con un mapa como el de la comarca de los Hobbit, que muestra lo que fue la antigua hacienda desde las tierras frías del robledal en la cima de la montaña, hasta encontrar el Río Chicamocha en el fondo del valle. Porque Tipacoque era un mundo cerrado, completo, como la Tierra Media de Tolkien, que tuvo un fundador -Yo, El Alcalde-, un periodo lejano de violencia que todavía marca a la gente, y un señor de barba entrecana que vigilaba todo desde Bogotá.
Tipacoque, y la inmensa herencia literaria de los Caballero -tanto de su padre como de su tío Klim-, es importante para entender a Antonio. No solo por su faceta de hacendado rebelde, traidor a su clase, y demás cosas que se han escrito en los últimos días, pero porque Tipacoque era la materia prima para las novelas de su padre y un polo a tierra con la Colombia rural. Los tiempos habían cambiado, claro, desde que Eduardo Caballero escribió sus novelas costumbristas. Con el tiempo, la picaresca campesina y el caciquismo bipartidista dieron paso a las monstruosidades mayores del narcotrafico, y la violencia de guerrillas y el paramilitarismo.
(Quizás le interese leer: En la muerte de Antonio)
Pero al final del día en Colombia no hay mucha diferencia entre un caricaturista y un costumbrista. Las caricaturas emblemáticas de Caballero -el político de vestido color curaba y corbata de bandera de Colombia; la boba; el desplazado en el semáforo; el narco en una hamaca; el señor en el sillón del Jockey-, todas ellas son cuadros de costumbres reconociblemente colombianos.
El costumbrismo, por definición, refleja su entorno, y a Antonio le tocaron otros tiempos: París en el 68, y en los años setenta en Colombia. Años de discusiones bizantinas entre las distintas vertientes y facciones de izquierda: trotskistas, maoístas, guevaristas, comunistas línea Moscú, Pekín, Habana, Albania. Y es que no debía ser fácil burlarse de la solemnidad de la izquierda, desde la misma izquierda. Requería un sentido del humor y del absurdo, así como una dosis de irreverencia y coraje. Los argumentos eternos que retrata Antonio en “Sin Remedio”, su extraordinaria y única novela, recuerdan al poema “Decires” del gran poeta y guerrillero salvadoreño Roque Dalton:
«El marxismo-leninismo es una piedra para romperle la cabeza al imperialismo y a la burguesía.»
«No. El marxismo-leninismo es la goma elástica con que se arroja esa piedra.»
«No, no. El marxismo-leninismo es la idea que mueve el brazo que a su vez acciona la goma elástica de la honda que arroja esa piedra.»
«El marxismo-leninismo es la espada para cortar las manos del imperialismo.»
«Qué va! El marxismo-leninismo es la teoría de hacerle la manicure al imperialismo mientras se busca la oportunidad de amarrarle las manos.»
Supongo que Antonio diría que le fue mejor que a Dalton, que fue fusilado por sus compañeros que lo sospechaban de ser un agente de la CIA: “Camarada, le vamos a hacer una autocrítica”.
Un juez americano dijo una vez que no podía definir la obscenidad, pero la podía reconocer. Lo mismo pasaba con la prosa de Antonio, o con sus caricaturas coloreadas con acuarela que recuerdan a los dibujos de Quentin Blake, el ilustrador de los libros de niños de Roald Dahl, o del Principito de Saint-Exupery. Maravillosos dibujos de temas sumamente adultos –narcos, desplazados, políticos- en un estilo sacado de un cuento de niños.
(Puede complementar con: Hasta siempre, Antonio)
Esa misma habilidad para capturar imágenes se reconocen en columnas que perdurarán –y que sus víctimas difícilmente perdonarán. El áspid de Noemí. El San Antoñito de Uribe. La sonrisa de serpiente de Petro. Duque, “sentadito muy formal en una sillita dorada del Palacio de Nariño que tiembla bajo su peso”.
Y el de Antonio era un costumbrismo resignado a que las cosas no necesariamente iban a mejorar. Tanto así que formuló lo que se podría llamar la ley de hierro de Caballero, según la cual cada gobernante colombiano es peor que el anterior. Una ley histórica tan cierta como la ley de la gravedad, que pudo haber tambaleado con Santos, pero seguramente Antonio se sentiría reivindicado por el gobierno Duque.
Culto, sin duda. Cultísmo. Pero la de Antonio no era una cultura académica o universitaria. Es curioso que de todos los perfiles que se han publicado de Antonio en los últimos días ninguno menciona dónde o qué estudió. Y en realidad es irrelevante dónde o qué había estudiado. La cultura de Antonio no era académica, de papers del CEDE, el IEPRI o Dejusticia. Tenía una cultura como la de Gómez Dávila, amplia, enciclopédica y autodidacta, de las bibliotecas bogotanas de otra época. “Por dios –diría con sorna, en voz inaudible-, y ahora comparándome con Gómez Dávila”. Pero es cierto, citaba el antiguo testamento, sin ser especialmente religioso. Sabía quienes eran Akenatón y Nabucodonosor. Es más, sabía cómo escribir Akenatón y Nabucodonosor.
Qué falta harán sus columnas frente a las boberías que producen los políticos cada día. Tan sólo en las últimas semanas de su convalecencia, el embajador en España pidió invitar a ‘cosas neutras’ a la feria del libro en Madrid y Pastrana revivió el ocho mil y se dejó caer un yunque encima como en los episodio del coyote y el correcaminos. Y ni hablar de la campaña por venir. De la misma manera en que Cristopher Hitchens hizo una falta inmensa en la era Trump, Antonio, y su sentido de humor e integridad a prueba de elogios, hará falta en la -posible? ¿probable?- era Petro. Ante cada escándalo será necesario preguntarse, ¿y qué hubiera dicho Caballero?