Antonio Machado, el estoico apasionado
Siendo aún joven, Antonio Machado empezó a frecuentar los ambientes literarios madrileños, compartiendo los presupuestos literarios modernistas. La crisis de 1898 lo sorprendió junto con otros escritores que recién se iniciaban y que fueron a quienes más adelante se les conoció como miembros de la Generación del 98.
Renato Sandoval Bacigalupo
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
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Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Antonio Machado
*
“Antonio Machado es quizás el más intenso de los nuevos poetas españoles. La música de su verso va en su pensamiento. Ha escrito poco y meditado mucho. Su vida es la de un filósofo estoico. Sabe decir sus enseñanzas en frases hondas. Se interna en la existencia de las cosas, en la naturaleza. (…) Algunos han visto en él un continuador de la tradición castiza, de la tradición lírica tradicional. A mí me parece, al contrario, uno de los más cosmopolitas, uno de los más generales, por lo mismo que lo considero uno de los más humanos”.
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Este breve pero atinado juicio que la obra de Antonio Machado (1875-1939) le suscita al gran poeta Rubén Darío, allá por 1903, luego de que aquel publicara sus Soledades, en tiempos en que España no salía aún de la gran crisis política, moral y cultural en que se hallaba sumida desde 1898. Es decir, al estallar la guerra con Estados Unidos, por la que le significó a la “madre patria” la pérdida de Cuba (la de José Martí), Puerto Rico, Filipinas y Guam, últimas colonias suyas en ultra mar. A más de una centuria de tal juicio, para muchos esas palabras siguen vigentes. Dueño de un verso claro, ceñido y musical, su poesía es el díctum de un filósofo preguntando, sin alivio ni descanso, por el qué de la existencia, sin fronteras en el tiempo ni el espacio, por lo que su mensaje trasciende su persona y nos llega ávido y acezante a nuestras vidas.
Sevilla para la infancia
Sin embargo, aunque poeta, Machado también tiene biografía. Acaso su vida no fue todo lo excitante y agitado como le hubiera gustado, pero fue vida intensa en el gozo y en la palabra, en la soledad, el desamor, la lluvia y los caminos…, como diría Vallejo, su casi coetáneo. De no haber sido así, nunca habríamos disfrutado de la mustia, pero temblorosa belleza de ese conocido poema que empieza diciendo: “La plaza y los naranjos encendidos/ con sus frutas redondas y risueñas…”, o de aquel otro refiriéndose a “Mi infancia son recuerdo de un patio de Sevilla/ y un huerto claro donde madura el limonero”.
Antonio Machado Ruiz nació el 26 de julio de 1875 en Sevilla, cinco años después de la muerte de otro poeta coterráneo: Gustavo Adolfo Bécquer. Su padre, Antonio Machado Álvarez, era escritor y abogado, y fue uno de los fundadores de la llamada “Ciencia folclórica” en España. En 1873 desposó a Ana Ruiz, de quien Machado alguna vez escribiría: “Y volver a sentir en nuestra mano/ aquel latido de la mano buena/ de nuestra madre…/ Y caminar en sueños/ por amor de la mano que nos lleva.” La pareja tuvo ocho hijos, el mayor de los cuales fue Manuel, quien también sería poeta y estrecho amigo y colaborador de su hermano Antonio, tal como en estos mismos días se está demostrando en la Fundación Unicaja de Málaga, con la exhibición de más de 5.500 piezas, no pocas inéditas, debidas a ambos hermanos.
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De lecturas, trabajos y viajes
Desde muy temprana edad, él experimenta una fuerte atracción por la literatura. A la influencia del padre escritor, habría que añadir la de su ilustre tío Augusto Durán, compilador ni más ni menos que del Romancero, que Antonio leyera con ardor en la edición de su padre de la Biblioteca de tradiciones populares. De sus primeras lecturas nos refiere: “Durante mi adolescencia me la he pasado años enteros leyendo a Lope, comedia tras comedia. Días enteros. Puro deleite.” Pero también a Tirso de Molina, Calderón, Góngora, Quevedo, San Juan, Santa Teresa, con los que tendrá más de una deuda literaria.
Siendo aún joven, empieza a frecuentar los ambientes literarios madrileños, compartiendo los presupuestos literarios modernistas. La crisis de 1898 lo sorprende junto a otros escritores que recién se inician y que son a los que más adelante se les conocerá como miembros de la Generación del 98: Miguel de Unamuno, Ramiro de Maetzu, Pío Baroja, Ramón del Valle-Inclán, José Martínez Ruiz (Azorín), Benito Pérez Ayala, Jacinto Benavente (Premio Nobel de Literatura 1922), Gabriel Miró, Ángel Ganivet (el ideólogo de ese notable grupo), entre otros.
En 1899 cruza la frontera francesa y se dirige a París, donde trabajará como traductor para la casa editora Garnier. Experiencia esta importante y febril, pero que durara poco más de un año, que es cuando retorna a España para terminar su primer libro de poemas -el ya mencionado Soledades- que recién ve la luz en 1903.
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Leonor
Cuatro años después se hace de la cátedra de francés en el Instituto de Soria, ciudad donde contrae matrimonio con Leonor Izquierdo, encantadora y grácil muchacha de alta frente y bruna mirada, y que apenas tiene 13 años cuando la conoce. Al igual que la Virginia de Edgar Alla Poe, Leonor, la niña, muere poco después luego de una larga y muy grave tuberculosis, lo que hunde al poeta en la más grande de las depresiones. Machado no se resigna a la idea de perder a su amada, y en su desesperación intenta contagiarse de esa enfermedad para no sobrevivir a la ineluctable muerte de ella. A escondidas, posa los labios en el vaso que la enferma acababa de usar, respira avariciosamente su aliento o el que le va quedando a ella, se solaza en el tacto de todo lo que su esposa toca. Pero todo en vano; la muerte no lo quiere a él, sino a Leonor. Es el 19 de agosto de 1912 y todo está consumado. A sus 37 años, Machado, hecho polvo, abandona Soria, desolado y para siempre, mientras que en el fondo de la fuente reposa el agua muerta.
De Baeza a Segovia con Guiomar
Es entonces que se dirige a Baeza con sus Campos de Castilla bajo el brazo, uno de sus libros más dilectos, dotado de un marcado sentido cívico, en el que la reflexión sobre España y la captación del paisaje castellano se funden en composiciones poéticas de gran sencillez y poderosa sensibilidad. En 1919, después de obtener el título en filosofía y letras, se traslada al Instituto de Sevilla donde permanecerá hasta 1931, trabajando como docente y colaborando en los medios más importantes de entonces.
Fue en Segovia, en tiempos en que lo afligen de manera especial el rigor del aislamiento y la soledad, donde le es dado a conocer a Pilar de Valderrama, su segundo y último gran amor, y que pasaría a la historia con el enigmático pero sugestivo nombre de Guiomar. Es la misma a quien Machado escribe, iluminado: “¡Solo tu figura como una centella blanca/ en mi noche oscura!/ ¡Y en la tersa arena,/ cerca de la mar,/ tu carne rosa y morena,/ súbitamente, Guiomar!” Y en otro lugar: “El secreto es sencillamente que yo no he tenido más amor que este. Mis otros amores solo han sido sueños, a través de los cuales vislumbraba yo la mujer real, la diosa. Cuando esta llegó, todo lo demás se ha borrado. Solo el recuerdo de mi mujer (Leonor) queda en mí, porque la muerte y la piedad lo han consagrado”.
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Curioso y sintomático que en un poeta idealista como Machado viera a su amada divina como un sueño por fin hecho “realidad”. ¿Y por qué no? ¿Pero cómo habría reaccionado él si en vida se hubiera enterado -como se supo después- de que su “diosa purísima” en realidad era una mujer de la alta burguesía madrileña, estaba casada, tenía tres hijos, había escrito algunos libracos de poesía y al parecer quería valerse del prestigio del poeta Antonio para que ella también fuera reconocida en los mismos términos? La verdad de este desaguisado parece que aún sigue siendo un enigma. Solo se sabe que “Guiomar” huyó de España a Estoril un mes antes del golpe de Estado del 18 julio de 1936. Obviamente no se lo dijo a Antonio…
“Todo consiste en cómo morir”
La proclamación de la República el 14 de abril de 1931 regocija en sumo grado a Machado. Seis años más tarde, al recordar en plena Guerra Civil aquellas horas ilusionadas, escribió en una página de su Juan de Mairena (nombre este, a la usanza de Pessoa, de uno de sus dos heterónimos; el otro es Abel Martín): “¡Aquellas horas, Dios mío, tejidas todas ellas con el más puro lino de la esperanza, cuando unos pocos republicanos izamos la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia…! Fue aquel un día de júbilo. Pronto supimos que fue en toda España. Un día de paz que asombró al mundo entero”.
Día único de paz que contrasta salvajemente con los días de horror y muerte que siguieron pocos años después. Al estallar la Guerra Civil, el poeta se mantiene fiel a la causa republicana, y ante las tropas franquistas se ve obligado a trasladarse primero a Valencia y luego a Barcelona. A diferencia de, por ejemplo, su buen amigo Federico García Lorca, quien había sido asesinado por los falangistas, Machado lograría pasar a duras penas la frontera francesa en compañía de su madre y de su hermano José, y se dirigen a la localidad de Collioure. Unos días antes se había despedido de Manuel, con la idea de que pronto se reunirían en Francia. Pero eso no sucedió. Antonio, sintiéndose muy viejo, agotado, enfermo, muere el 22 de febrero de 1939, durante un tremebundo atardecer de Miércoles de Ceniza. Siempre fiel al hijo, su madre Ana seguiría sus pasos perdidos tres días después.
“Todo consiste en cómo morir”, le dijo alguna vez Machado al escritor ruso Ilia Ehrenburg. “Hay que saber reír, escribir buenos versos, llevar una vida buena, tener una buena muerte”. No es fácil sostener que el poeta haya sabido reír y tenido una buena vida y, sobre todo, una buena muerte. Lo que sí es posible afirmar, y de manera categórica, es que no hubo nadie en su generación como Machado para escribir buenos versos, versos que no habrán de morir de ninguna muerte, ni de la que da la otra vida, ni de la que nunca ¡ay! matará a la muerte. (RSB).
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*
Tres poemas de Antonio Machado
La plaza y los naranjos encendidos
La plaza y los naranjos encendidos
con sus frutas redondas y risueñas.
Tumulto de pequeños colegiales
que, al salir en desorden de la escuela,
llenan el aire de la plaza en sombra
con la algazara de sus voces nuevas.
¡Alegría infantil en los rincones
de las ciudades muertas!...
¡Y algo nuestro de ayer, que todavía
vemos vagar por estas calles viejas!
La noria
La tarde caía
triste y polvorienta.
El agua cantaba
su copla plebeya
en los cangilones
de la noria lenta.
Soñaba la mula
¡pobre mula vieja!,
al compás de sombra
que en el agua suena.
La tarde caía
triste y polvorienta.
Yo no sé qué noble,
divino poeta,
unió a la amargura
de la eterna rueda
la dulce armonía
del agua que sueña,
y vendó tus ojos,
¡pobre mula vieja!...
Mas sé que fue un noble,
divino poeta,
corazón maduro
de sombra y de ciencia.
El crimen fue en Granada
1. El crimen
Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
—sangre en la frente y plomo en las entrañas—
… Que fue en Granada el crimen
sabed —¡pobre Granada!—, en su Granada.
2. El poeta y la muerte
Se le vio caminar solo con Ella,
sin miedo a su guadaña.
—Ya el sol en torre y torre, los martillos
en yunque— yunque y yunque de las fraguas.
Hablaba Federico,
requebrando a la muerte. Ella escuchaba.
«Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el golpe de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,
los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban…
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas,
por estos aires de Granada, ¡mi Granada!»
3.
Se le vio caminar…
Labrad, amigos,
de piedra y sueño en el Alhambra,
un túmulo al poeta,
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga:
el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!