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Cuando Carmelo vio que ella ya tenía los pies en la tierra y que desembarcaron una caja tremenda cuyo lado frontal decía que el mundo se vería con gran variedad de colores, preguntó:
—¡Ve, mujé!, ¿y cuál es esa vaina que traes ahora?
—Carmelito, es lo que está de moda en la ciudad. Ya los televisores en blanco y negro están mandados a recoger. Esto es lo mejor, es pa’ que uno no se aburra —contestó Magolina.
—Como tú eres la única de aquí que ha viajado a la ciudad, sabes lo que está de moda y lo que no —dijo Carmelo.
La gente no salía del terruño. Quien se enfermaba era trasladado en canoa a Mabonito, un pueblo vecino que tenía un puesto de salud rudimentario. A Magolina, la mujer más pudiente y aventurera de ese caserío de no más de cien habitantes, le encargaban la ropa para lucir en las fiestas decembrinas, los medicamentos, los platos, los cucharones, las ollas, las sábanas, los colchones y demás cosas que no se conseguía en la tiendita de abarrotes del pueblo. Poco a poco iban ahorrando. Ella tenía una libretita especial donde registraba los pedidos.
Le sugerimos leer El eterno retorno no es lo mismo, la reseña de “El diablo de las provincias”, novela del escritor Juan Cárdenas, recientemente reeditada por Tusquets.
También fue Magolina la que llevó el primer televisor en blanco y negro, y solamente Alipio, que ahorró durante varios años, lo encargó. Por lo costoso que resultaba adquirir uno, en las noches los demás se iban a la casa de Magolina o a la de Alipio a ver televisión. Creyeron que las personas que mostraban la pantalla se tomaban una pastilla para volverse pequeños y meterse en la caja parlante, creyeron que ellos también podían meterse, creyeron que los presentadores de aquellos programas saldrían algún día del aparato para ponerse a hablar con ellos de la vida. La curiosidad era tan grande que Alipio lo desarmó para sacar a los personajes e invitarlos a tomar mazamorra de plátano.
El día que Magolina pasaba por la calle principal con los dos hombres que cargaban el nuevo televisor que ofrecía un mundo a todo color, Diluvina la detuvo y le dijo:
—¡Carajo!, por lo que veo ese nuevo chócoro que traes nos va a cambiar la vida.
—Mija, yo no sé si la vida, pero lo que sí sé es que las puertas de mi casa no se van a poder cerrar porque la gente no va a querer salir de la sala.
—Y la libreta no te va a alcanzar para anotar a los que te van a encargar —indicó Diluvina.
En la noche se cumplió lo que dijo Magolina: la novedad se supo en el pueblo y se le metió un gentío a la sala para ver cómo funcionaba ese televisor Sony negro de veintiocho pulgadas que Magolina ubicó sobre un banco redondo de madera. A la casa de Alipio no fueron, él también estaba ahí. La gente quería saber si era verdad que el resto del mundo se podía ver a todo color. Como las sillas y los taburetes no alcanzaban, algunos tuvieron que sentarse en el piso y otros se sentaron en la terraza para ver a través de la puerta. Magolina les brindó tinto.
Quedaron boquiabiertos cuando vieron que el color de la sangre que mostraba el noticiero era igual al que conocían y notaron que las pieles de los actores y de los presentadores conservaban tonos familiares. Aunque el color del jugo de naranja que tomaban en las novelas consideraron que era demasiado amarillo, que no se parecía al que ellos consumían. Después de un rato, concluyeron que los colores eran reconocibles, que no eran nada del otro mundo. Joaco, con una pregunta que lanzó, puso a los espectadores a pensar:
—¿Será que cuando el aparato se apague los personajes por fin saldrán de ahí para explicarnos cómo les pusieron color a las imágenes?
—Ojalá —expresó Teobaldo—, quien quita que hasta los muertos del noticiero resuciten y aparezcan para contarnos.
—Bajen la voz —sugirió Marimón antes de darle el último sorbo al café—, no ven que ahora están preguntándole a la gente en la calle cuál es la diferencia entre una ciudad vertical y una horizontal, ¡yo quiero saber qué dicen en el programa!
—Si algún día me llegan a preguntar, diré que yo vivo en un puñao de casas —murmuró Teobaldo.
Emitieron un breve programa llamado El momento de la fe, en el cual aparecía un sacerdote octogenario y una cruz torcida a sus espaldas. Al ver la escena, Teobaldo no se resistió y arrojó una frase que sabía que sus paisanos apoyarían sin dudarlo:
—¡No joda!, tanta madera bonita que hay en el monte… Este señor por qué no habló con nosotros pa’ hacerle una cruz más presentable. Eso da es pena.
La mayoría aprobó la frase con la cabeza mientras fijaba la mirada en la pantalla.
Los agarró la madrugada viendo un programa de chistes. Era un tipo de humor que no los hacía reír, hablaban de cosas que no entendían, de situaciones que ocurrían en las ciudades. Al cabo de un tiempo, Jicho habló:
—Más risa dan los cuentos y los apodos que pone Argelia aquí en el pueblo.
—Es verdad. Un día que pasé por su casa me dijo que yo parecía una sombrilla sin tela, que cuidao me llevaba el viento —manifestó Joaco.
—Eso te lo dije porque tú eres muy flaco, mijo —contestó Argelia.
—Un día que fui a su casa a buscar un poquito de azúcar me dijo que yo era como una rula sin cacha —contó Castorina.
—Porque te habías cortado el pelo, y tú sabes que a una mujer con el pelo corto no se le puede agarrar bien cuando está en cua…
Increpó Rosa Amelia:
—¡Hombe!, cállense y ayudemos a Magolina a lavar los pocillos.
Se levantaron unas cuantas personas a colaborar en la cocina. Al terminar de lavarlos, volvieron a sus puestos. Magolina estaba en su mecedora de madera colorinche riéndose de la conversa y viendo la pantalla. Ella se sentía a gusto rodeada de gente. Toda la herencia de sus padres quedó en sus manos como hija única; vivía sola en una casa inmensa, nunca se casó ni tuvo hijos, nada la ataba a viajar a la ciudad, a comprar lo que estaba de moda y a compartir café.
La mañana se les presentó. A nadie se lo ganó el sueño. Seguían con los ojos clavados en el aparato. Era sábado. Las calles estaban vacías, el viento de la madrugada había borrado las huellas del día anterior, las mujeres no fueron a lavar, los jornaleros no se dirigieron al campo a ordeñar, los pescadores no madrugaron para lanzar las atarrayas, los niños no fueron a nadar, los compadres no recostaron los taburetes en las cercas de los patios para conversar un rato y las hamacas y las camas amanecieron intactas en cada vivienda porque todos se habían reunido en la casona de Magolina. El puñao de casas estaba paralizado.
Con ojeras prominentes, la espalda cansada, la boca seca y los ojos irritados Carmelo despabiló a sus paisanos:
—¡Ya me aburrí! —gritó.
—¿Y esa vaina? —le preguntó Magolina.
—En la caja del televisor decía que íbamos a ver al mundo, pero yo no sé si a nosotros nos ven —contestó al tiempo que señalaba la caja vacía que aún permanecía en un rincón.
—Cuando yo lo compré me dijeron que el aburrimiento se iba a ir lejos —confesó Magolina.
—Yo también pensé que el aburrimiento se iba a ir lejos, que iba a estar más refundío que este mismísimo pueblo —reveló Carmelo.
—Ahora que es de día puedo verles las caras a todos, la trasnochada nos ha dejado la cara como santos velaos con tusa —comentó Argelia.
—¡Carajo!, entonces tenemos las caras bien malucas. Se nos han ido las horas viendo la pantalla, pero de nosotros nunca hablaron, yo creo que no nos ven ni nos escuchan —expresó Carmelo.
—Ese chócoro nos hace olvidar las labores diarias, hace que uno no se despegue del puesto; nos pesa la abarca pa’ salir de esta casa —vociferó Diluvina.
—Ni los muertos del noticiero resucitaron ni nosotros que estamos vivos aparecemos ahí —espetó Teobaldo.
—No saques la libreta, Magolina, porque esta vez no te vamos a encargar. Además, eso debe ser caro —advirtió Carmelo.
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Salieron de la casa de Magolina a las 7 de la mañana aferrados a una decepción colectiva: en la televisión no se hablaba de la existencia del caserío, ni de sus habitantes, ni de sus costumbres, ni de sus mitos, ni de sus novedades, ni de los relatos que iban de voz en voz. Ni siquiera les iba a servir de espejo. Esa era solo una caja de bullicios y de espectáculos lejanos que los envolvía y, al final, los dejaba con el corazón desmigajado. Se sentían invisibles, apartados. A la radio le tenían aprecio porque allí sonaban vallenatos que relataban la vida provinciana, al menos se identificaban con las letras de los temas musicales. De hecho, fue Magolina quien, años atrás, llevó la primera radio; cuando escucharon por primera vez las canciones de los juglares del vallenato, casi todos pidieron ser anotados en la libretita.
Mientras caminaban desencantados y fatigosos por la calle principal, Carmelo rompió el silencio otra vez:
—En la casa mía tengo una ventana, es cuadrada como el aparato, no necesita de la electricidad, no se daña si se moja, me ilumina la casa y por ahí sí veo y escucho lo que conozco.
—Eso sí es cierto. Por la ventana también podemos hablar del vecino que se descompuso el pie, de cómo bailamos en las fiestas, del cucayo, del dolor de muela —comentó Juvenal, y se desvió del camino para ir al río, alistar su canoa y pescar.
—Podemos hablar de lo que sentimos, de lo que vemos y de lo que recordamos —expresó Marimón, quien también se desvió para llegar a su casa a echarles maíz a las gallinas.
—A mí sí me gusta asomarme —aseveró Argelia—. Y lo bueno es que no tengo la lengua de bala, mis cuentos no matan a nadie.
—Nosotros mismos somos el periódico de este pueblo. Ya diciembre se avecina y hay que encargarle los trapos a Magolina. De esas fiestas salen bastantes cuentos —dijo Diluvina.
—Y después de esas fiestas lo que vamos a ver por las ventanas son los trapos de colores lavados y enganchaos en las cercas. Eso sí es bonito, es como el arcoíris del pueblo —reveló Carmelo.
Gritó Diluvina:
—¡La gente dura más con los ojos cerrados que viva, por eso aprovechemos que estamos vivos pa’ mirar!
Abrir las ventanas para ellos era como remojar el dedo índice y pasar las páginas de un libro, cada día era un capítulo nuevo con personajes cercanos, palabras conocidas y anécdotas de la vida.
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Las historias no se iban a detener si las mantenían cerradas a la hora de dormir porque los que no lograran conciliar el sueño se dedicarían a arrancarle confidencias al tiempo o a reconquistar recuerdos, recuerdos que al día siguiente se narrarían en la tienda del caserío, en la esquina, en la calle, en la orilla del río. Era la desmemoria la que sí se iba a ir lejos.
Esa mañana cada quien se fue a dedicar a lo suyo. El caserío recobró vida; el movimiento y el calor reaparecieron. Las improntas quedaron registradas en la tierra otra vez.
Magolina, en cambio, volvió a sentir la soledad en la casa. Se levantó de la mecedora, cogió un destornillador y revisó el interior del televisor. Cuando vio las placas verdes de circuitos constituidas por pistas y caminos de cobre, dijo:
—Esta vaina parece una ciudad sin vida por dentro.