¡Aporréame para que te quiera, profe!
Los profesores que maltratan y humillan exigen un gran sacrificio de sus estudiantes. Estos no solamente deben hacer los sacrificios usuales de tiempo, dinero, juego y vida social, sino que además deben sacrificar su sanidad, su dignidad y su felicidad para poder aprobar la materia.
Tomás Molina
El maltrato en las clases es bueno. O al menos eso creen algunas personas. En los treinta y pico años que llevo metido en salones, he visto repetidamente a algunos estudiantes sentir una fascinación hacia profesores que los maltratan y humillan. Están convencidos de que los abusadores son sus mejores maestros.
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El maltrato en las clases es bueno. O al menos eso creen algunas personas. En los treinta y pico años que llevo metido en salones, he visto repetidamente a algunos estudiantes sentir una fascinación hacia profesores que los maltratan y humillan. Están convencidos de que los abusadores son sus mejores maestros.
¿Cómo es esto posible?
Los seres humanos tendemos a creer que el valor de algo depende del sacrificio que hemos hecho para conseguirlo. Por eso desdeñamos lo que nos sale gratis. Esto lo entendemos todos intuitivamente. Para que los niños aprecien todo lo que les obsequian —la comida, el colegio, los juguetes, etc.— los padres suelen hacer énfasis en el sacrificio que tuvieron que hacer para dárselo: “debes sacar buenas notas, tus papás trabajan de sol a sol para poder pagarte el colegio”.
A pesar de eso, uno casi nunca entiende lo que se llama “el valor de las cosas” hasta que empieza a pagarlas con la plata que uno trabajó, es decir, con el sacrificio. Sacrificarse significa que uno pierde algo. En este caso, tiempo, dinero, esfuerzo, energía. La pérdida imbuye a lo que se compra con un valor que no tiene en sí mismo. El objeto es exactamente igual si me lo regalan o si me sacrifico para comprarlo, pero yo lo veo con ojos diferentes según el caso.
Los profesores que maltratan y humillan exigen un gran sacrificio de sus estudiantes. Estos no solamente deben hacer los sacrificios usuales de tiempo, dinero, juego y vida social, sino que además deben sacrificar su sanidad, su dignidad y su felicidad para poder aprobar la materia.
Lo anterior puede imbuir a las clases de esos profesores con un valor superior, al menos si los estudiantes creen que el sacrificio estuvo a la altura de lo aprendido. Y eso hace que las personas digan, años después, que se sienten agradecidas con los maestros maltratadores. (Otras, por supuesto, rechazamos siempre esas prácticas).
Pero no es solo que los profesores humilladores a veces sean valorados por sus estudiantes. Hay algo más siniestro aún. También encontramos ambientes, como en muchas facultades de ciencias de la salud, en las que el maltrato sistemático sirve para unir a la comunidad. Estoy perfectamente consciente de lo absurdo que esto suena. Permítanme exponer mi argumento.
En la película Código de honor (A few good men, en inglés), el protagonista, interpretado por Tom Cruise, intenta probar que el asesinato de un soldado no fue un simple acto ilegal sino que fue parte de un código rojo, es decir, de una práctica clandestina que todos en la base militar conocían, pero que no podía exponerse al público. Este código rojo, a pesar de su ilegalidad, tiene el resultado de unir al grupo, pues la culpa secreta une a sus miembros.
En el momento culminante de la película, hay un intercambio entre Cruise y el personaje interpretado por Jack Nicholson. Este último defiende al código rojo, y explotando en ira, señala que dicho código es necesario para proteger al país. Al soldado Santiago, víctima del asesinato, había que matarlo para salvar vidas. En otras palabras, el código rojo no solo une a la comunidad, sino que es necesario para un bien. Y los bobos, como Cruise, no son capaces de aguantarse esa verdad. La verdad no es solo la realidad inmediata de las cosas sino las prácticas ilegales que se necesitan para mantener el orden.
Con el maltrato sistemático sucede algo parecido. Rara vez es aceptado en público. Permanece oculto como una ley nocturna que solo los iniciados conocen. Se vuelve parte de la cultura del lugar, pero nadie lo reconoce como parte de ella. El gran Otro permanece inocente. La institucionalidad, en otras palabras, lo ignora. Oficialmente no existe. Pero en secreto, tras unos tragos, o en público, tras estallar en ira, sus perpetradores explican que es necesario para “forjar carácter”, para “salvar vidas”, “para educar médicos de verdad”.
En el momento en que alguien se niega a participar del “código rojo”, se arriesga a ser excluido de la comunidad. Uno solo es parte del grupo cuando rompe la ley como el grupo lo hace. (Solo recuerde usted lo que pasaba en el colegio con los niños que se negaban a participar de una transgresión en el recreo. De tontos no los bajaban).
“Usted es un güevón si no lo hace, o si se queja”, le dicen a uno, de manera que uno se siente obligado a participar del ritual obsceno. De ahí que este tipo de transgresiones rara vez sean de manzanas podridas. Casi siempre son prácticas que se llevan a cabo lejos de la mirada del gran Otro (la institucionalidad oficial), pero bajo la mirada de todos los pequeños otros, es decir, los estudiantes, administradores y profesores.
A pesar de todo, no estamos condenados al maltrato, ni mucho menos al maltrato sistemático. Es difícil de erradicar, sin embargo, justo porque no se acepta. Es repudiado en público. ¿Y cómo eliminamos una práctica que ni siquiera reconocemos? Para empezar, hay que traerla a la luz. Es preciso que el gran Otro la conozca. Pero hay que obligarlo. Y eso solo se consigue hablando de ello.
Así que hablemos.