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Así encontró Carolina Sanín a Fernando González en Otraparte, en una prueba del destino, como quien prueba un dulce, el destierro, el desarraigo, el desapego; probar estar en otra parte, lejos del origen, privados del afecto; probarlo sólo, como quien toca el fuego, y verse allí en esa casa nunca antes visitada por ella, en ese paraje yermo, en esa habitación vacía de necedades y convencionalismos; pasando por esos parajes desolados se siente como quien da el último beso; entre poemas y manifiestos esperó que los demás se cansaran de encontrarla, y dentro del origen de su ira y su rebeldía necesitó recibir ese cansancio de estar siempre a la defensiva, con crítica y fervor como un don, un amanecer, una limpia mañana, y luego de andar por los prados verdes no tener que ir a ninguna parte donde no estuviera.
Los hilos de la historia, tan separados en sus años y sus acciones, hicieron pensar a la bogotana en un fin común con la obra de González: que vivir era encontrarse de nuevo donde no han estado nunca, otra vez, y otra, hasta que se habituaran a faltar, a la ausencia, al primer paso que acabaron de dar y que aún no han dado del todo.
¿Por qué decidió comentar la obra de Fernando González, un personaje olvidado muchas veces en las esferas académica e intelectual?
Precisamente, para recordarlo; para que se prestara una atención renovada a su obra. En una hora en que se produce una literatura nacional bastante homogénea y uniforme (con pocas excepciones) y, en muchas ocasiones, superficial, me pareció útil recordar que existe en la tradición literaria colombiana un conjunto de textos heterodoxos que señalan que es posible la exploración sincera, original y esforzada.
¿Qué fue lo más difícil de comentar de la obra de González?
Es una obra difícil de parafrasear, de resumir e incluso de describir. Por lo tanto, mis comentarios inevitablemente resultaban elípticos y llenos de sobreentendidos.
En los comentarios que hace hay reflexiones que tienen mucho que ver con la espiritualidad y el encuentro con el yo interior. ¿Cómo logró esta percepción, no solo de la obra de Fernando González, sino de la escritura en general?
Fernando González es un escritor místico, por lo cual es imposible comentar su obra sin tener en cuenta su dimensión meditativa y su función como un camino gnóstico. Creo que se escribe para conocer y que conocer es conocerse.
Los libros de González siempre dejan una sensación de tristeza y nostalgia, como quien pierde la esperanza por algo, en muchos casos la vida misma. Sin embargo, era un hombre con gran sentido del humor. Recordado –entre otras cosas– por su buena relación con los jóvenes, que encontraban en él un maestro, un apoyo. ¿Cómo puede descifrarse eso? Cuando estudió su obra, ¿cómo encontró esas dos facetas de su carácter?
No creo que sus textos dejen siempre esas sensaciones que menciona. Por otra parte, creo que la desazón es una condición del buen sentido del humor. En cuanto a su relación con la juventud, es frecuente que los críticos tengan vocación pedagógica.
¿Por qué decidió hacer una antología de un escritor que falleció hace tanto tiempo, en vez de escribir una obra completamente suya?
Escribo y publico obras mías. No he hecho una cosa en lugar de la otra.
¿Qué diferencias encuentra entre la escritura de un hombre de mediados de siglo XX y las del hombre de hoy? ¿Cree que ha habido evolución para bien o para mal?
En primer lugar, entre mediados del siglo XX y hoy no ha pasado mucho tiempo. En segundo lugar, en el arte no creo en evoluciones “para bien” o “para mal”.
¿Qué podría aprender una mujer de la obra de un hombre misógino de esa época?
No creo que Fernando González fuera exactamente un autor misógino. Creo que en aquellas de sus páginas que contienen declaraciones despectivas hacia la mujer, manifiesta el temor a la mujer como una expresión del temor al deseo, y un profundo miedo —o un acuciante deseo— de feminizarse, sobre todo en su relación con Dios.
¿Es difícil para una mujer, en un país como este, hacer una antología de un escritor como González? ¿Por qué?
No, no es más difícil para una mujer que para un hombre hacer nada. Es más difícil, en cambio, que se le dé la misma difusión a la obra de una mujer que a la de un hombre, que se la lea sin prejuicios —o con menos prejuicios— y que muchos estén dispuestos a considerar y a reconocer su valor.