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El arte ha narrado desde la manera más tranquila hasta la más sosegada la historia real y también la imaginada. Artistas internacionales como Cindy Sherman o la fotógrafa Diane Arbus lo han hecho a través de sus obras. En Colombia artistas colombianos como Débora Arango o José Alejandro Restrepo han servido para que otros, otras, quienes nos apropiamos y apreciamos el arte, seamos testigos de diferentes momentos políticos, sociales e históricos del país.
Estos artistas, en ocasiones, han sido cuestionados, etiquetados, censurados. Pero, a la vez, estas obras han servido para dar inicio a discusiones políticamente necesarias, relevantes. Hemos podido hablar de fronteras físicas y mentales. Hemos hablado de censura, del privilegio o de la ausencia del mismo. Hemos reflexionado sobre el espacio público, si es seguro o no, si es público o no, si produce miedo o confianza. Hemos hablado sobre lo sagrado y lo profano.
Estas conversaciones en ocasiones han resultado en pensar en el sentido transgresor de las artes que desde lo creativo significa dibujar cuerpos deformes o golpeados, pintar enfermedades mentales. O como lo hizo en su momento el punk con The Clash o Sex Pistols, cuyas canciones abiertamente se enfrentan al establecimiento, o lo que logra Danny Boyle en Trainspotting, una película post Margaret Thatcher donde la reflexión es sobre el exceso del consumo y escoger esa vida es producto del neoliberalismo.
Las expresiones artísticas en Colombia han tenido su dosis de transgresión. Empecemos por Débora Arango y, luego, cómo no pensar en Beatriz González, que con brillantes colores, un pop único y una ironía formidable criticó los gobiernos de Turbay y Betancur. Pensemos en el legado de los nadaistas que representaron a esos jóvenes que se expresaban contra esa Antioquia conservadora, y de los nadaistas, pasar a las letras de Alcolirykoz, que hacen lo propio, transgredir, incomodar, recordar, zarandear.
Podemos decir que la relación entre arte y la política es per se transgresora, permite ampliar los límites éticos para ir más allá de lo absoluto, de lo establecido. Y con eso no quiero decir que esté fomentando la “violación” de la ética. Ya con el ESMAD y gobiernos autoritarios tenemos más que suficiente, sería vulgar pedir eso. Creo, sí, que en momentos de angustia, de incertidumbre, de naufragio, se necesita transgredir, indignarnos, tener permiso para hacerlo y ojalá que eso incomode, o como dirían los académicos, invite a la reflexión para asumir una posición crítica.