Arte y teología: la imagen de lo sagrado en el mundo cristiano
Este será el primero de una serie de textos e imágenes sobre el gran reto de la representación visual de lo sagrado en la tradición cristiana.
En algún evento académico en Lima, tuve el gusto de conocer a Kapil Raj, historiador de origen indio con una obra maravillosa sobre la influencia oriental en la ciencia occidental, que hoy no viene al caso. Tuvimos una tarde libre y se me ocurrió invitarlo a ver arte religioso como una interesante expresión cultural del mundo colonial, que pensé podría interesar a mi colega oriental, quien visitaba por primera vez América Latina. Por la riqueza de su arte religioso, nos sugirieron la Catedral de Lima, que fue nuestro primer y único destino. Ingresamos a la imponente catedral, vimos algunas pocas pinturas y esculturas que en mi irreflexiva opinión no tenían nada particularmente interesante. No pasaron más de quince minutos y mi nuevo amigo me pidió que cambiáramos de plan. Encontró incómodo y difícil de apreciar el dolor y sufrimiento que caracteriza el arte barroco que heredamos de la Europa católica. Terminamos tomando cerveza con un buen ceviche, así que el cambio de plan no estuvo tan mal.
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En algún evento académico en Lima, tuve el gusto de conocer a Kapil Raj, historiador de origen indio con una obra maravillosa sobre la influencia oriental en la ciencia occidental, que hoy no viene al caso. Tuvimos una tarde libre y se me ocurrió invitarlo a ver arte religioso como una interesante expresión cultural del mundo colonial, que pensé podría interesar a mi colega oriental, quien visitaba por primera vez América Latina. Por la riqueza de su arte religioso, nos sugirieron la Catedral de Lima, que fue nuestro primer y único destino. Ingresamos a la imponente catedral, vimos algunas pocas pinturas y esculturas que en mi irreflexiva opinión no tenían nada particularmente interesante. No pasaron más de quince minutos y mi nuevo amigo me pidió que cambiáramos de plan. Encontró incómodo y difícil de apreciar el dolor y sufrimiento que caracteriza el arte barroco que heredamos de la Europa católica. Terminamos tomando cerveza con un buen ceviche, así que el cambio de plan no estuvo tan mal.
Algunos años más tarde viví otra experiencia similar. Tuvo lugar cuando creí que sería un buen programa educativo visitar con mis hijos el Museo de Arte Colonial en Bogotá. Una vez más la visita fue mucho más breve de lo planeado, rápidamente mis hijos, entonces de ocho y seis años, dejaron ver su poco interés por el arte religioso y a su manera me hicieron saber que lo encontraron perturbador. A la salida, mi hija fue clara en su apreciación de la experiencia: “No me gustó ese museo de muertos”.
A pesar de estas fallidas experiencias, cada vez tengo más razones para pensar que una atenta contemplación del arte devocional del mundo católico tiene mucho que decirnos sobre nuestra cultura, y espero dedicar varias entradas de esta serie a la iconografía religiosa. A veces, las pinturas y obras escultóricas nos enseñan más que las mismas Escrituras sobre la importancia del miedo, la culpa, la compasión, el arrepentimiento, la piedad y otros sentimientos que hacen parte de la experiencia religiosa.
Quienes hemos crecido en entornos católicos tenemos una relación casi natural con imágenes religiosas que nos recuerdan relatos y figuras bíblicas. En iglesias, museos, colegios y en nuestros hogares, hemos convivido con pinturas o esculturas de Jesús crucificado, de la Virgen María y el niño, retratos de santos, escenas bíblicas, imágenes del Purgatorio, del Infierno, de ángeles y demonios. Nuestra cultura religiosa está marcada por una tradición artística devocional que ha tenido el propósito de producir sentimientos de piedad. Muchas son escenas dolorosas que recuerdan el sacrificio de Jesús crucificado, el dolor de María, el castigo infernal de los pecadores o el sufrimiento de santos y mártires.
La representación visual de la divinidad ha sido el objeto de un prolongado debate teológico y las tradiciones religiosas monoteístas han coincidido en señalar la dificultad de producir una genuina imagen de Dios. Para el dogma cristiano solo tenemos acceso al Creador a través de las Sagradas Escrituras, las cuales pueden ser leídas y escuchadas. La perfección de Dios no es visible y la pretensión de que un artefacto elaborado por humanos mortales represente la omnipotencia divina es un peligroso error que conduce a la falsa adoración de creaciones humanas: la idolatría.
La reforma protestante retomó los principios de la iconoclasia de la ortodoxia cristiana y, al igual que el islam, los protestantes, en particular los seguidores de Calvino, encontraron en el uso de imágenes el peligro de la adoración de falsos ídolos. Por lo mismo, los templos protestantes y las mezquitas musulmanas contrastan por su sobriedad y ausencia de objetos devocionales con las iglesias de los católicos, atiborradas de objetos e imágenes.
En el mundo católico, el poder del arte parece haber triunfado frente a la teología y sin el ímpetu religioso, el gran arte del Renacimiento europeo que tanto admiramos simplemente no existiría. El fin último del arte religioso ha sido provocar sentimientos de devoción en una población iletrada. A finales del siglo VI, el papa Gregorio Magno justificó el uso de las imágenes con un sentido pedagógico diciendo: “Se ponen imágenes en las iglesias para que los que no son capaces de leer lo que se pone en los libros, lo ‘lean’ contemplando las paredes”.
Entre las casi infinitas posibilidades que nos ofrece la historia del arte religioso, no es fácil elegir una imagen para iniciar una reflexión sobre la iconografía cristiana. Un buen comienzo podrían ser aquellas que reclaman su autenticidad y derecho de representar lo divino porque no son el simple producto de las artes humanas.
Como se dan cuenta, la elección de El Greco y su Verónica con la santa faz, de 1580, es tardía y caprichosa. Por su origen griego, el pintor del final del Renacimiento seguramente tuvo familiaridad con una antigua tradición iconográfica que se basaba en creencias de una reliquia con la genuina imagen del hijo de Dios: el santo mandilón, que sirvió de modelo para una duradera tradición de iconografía propia del cristianismo ortodoxo. Pero el artista y su colosal obra no son el tema de este artículo, más bien nos interesa la leyenda de la existencia de una genuina imagen del rostro de Cristo que muchos otros artistas cristianos han recreado de diversas maneras.
La leyenda cuenta que una mujer, santa Verónica, en medio del viacrucis quiso aliviar el sufrimiento de Cristo limpiando el sudor y la sangre de su rostro, que milagrosamente quedó grabado en el manto que llevaba la compasiva mujer. El nombre de Verónica se ha asociado erróneamente con los términos “verdad” e “ícono” dándole al nombre de la santa un sentido teológico. Si bien los Evangelios no hacen referencia a la historia, se trata de una arraigada tradición de enorme impacto devocional en Occidente.
Podríamos pensar que el rostro de Jesús es el ícono por excelencia del cristianismo. La divinidad de Cristo, la idea de Dios hecho hombre, es un tema difícil tanto para la teología como para la iconografía. ¿Como representar en una imagen el rostro de Dios? Parte de la respuesta está en la humanidad de Jesús, pero, sobre todo, en la creencia de que el mandilón de la tradición bizantina, la Verónica, el manto de Turín, no son pinturas ni creaciones humanas, sino legítimas imágenes de Dios: no son artefactos. Al igual que las Sagradas Escrituras, son productos de revelación divina. Las creaciones humanas no pueden ser objeto de adoración ni son fuente de verdad. Muy significativo que la idea moderna de “hecho científico” implica en el fondo la misma idea de la verdad asociada a lo no creado. Un hecho es lo opuesto a un artefacto, lo que la mano del hombre no ha transformado.
Como bien sabemos, la iconografía cristina va mucho más allá de estos íconos sagrados. De la proliferación de imágenes de lo divino que hace parte central de la cultura occidental me ocuparé en próximas entregas.