Así empieza “La clase de griego”, de la ganadora del Premio Nobel de Literatura
En Seúl, una mujer asiste a clases de griego antiguo. Su profesor le pide que lea en voz alta, pero ella permanece en silencio; ha perdido la capacidad del lenguaje, así como a su madre y la custodia de un hijo de ocho años. Su única esperanza de recuperar el habla es mediante el aprendizaje de una lengua muerta. En librerías con el sello Random House.
Han Kang * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
MUTISMO
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MUTISMO
Ella junta las manos cerca del pecho y, arrugando la frente, mira hacia la pizarra negra.
–Lea, por favor –dice el profesor, que lleva unos lentes gruesos de montura plateada, esbozando una ligera sonrisa.
Ella entreabre la boca, se moja el labio inferior con la punta de la lengua, retuerce las manos en silencio y con rapidez. Abre los labios y los cierra. Contiene la respiración y luego inhala una bocanada de aire.
Con aire paciente, el profesor retrocede un paso hacia la pizarra y repite:
–Lea.
Los párpados le tiemblan como los rápidos aleteos de un insecto. Cierra con fuerza los ojos y los abre, como si deseara ser transportada a otro sitio en ese breve instante.
Él se cala los lentes con los dedos manchados de tiza y la anima:
–Vamos, hable.
Ella lleva un suéter de cuello alto y pantalones negros. La chaqueta colgada en la silla también es negra, y lo mismo el bolso grande de tela y la bufanda de lana que guarda dentro. Sobre esas ropas propias de un velorio, se alza su cara enjuta, alargada y áspera como moldeada con arcilla.
No es joven ni especialmente atractiva. Su mirada denota inteligencia, pero no es muy perceptible por el temblor espasmódico en el párpado que la aqueja. Los hombros y la espalda están ligeramente encorvados, como si quisiera refugiarse en sus ropas negras para huir del mundo, y tiene las uñas cortadas muy al ras. En la muñeca de la mano izquierda lleva un coletero de terciopelo morado oscuro, la única nota de color en ella.
–Leamos todos juntos.
Como no puede seguir esperándola indefinidamente, el profesor pasea la mirada por el estudiante universitario de cara aniñada sentado en la misma fila que ella, por el hombre maduro tapado a medias por la columna, y por el joven corpulento y algo encorvado que está junto a la ventana.
–Emos, heméteros; mi, nuestro –leen los tres alumnos en voz baja con timidez–. Sos, huméteros; tu, vuestro.
El profesor aparenta unos treinta y cinco años. De complexión más bien pequeña, tiene las cejas y el surco de debajo de la nariz bien definidos. Su boca dibuja una sonrisa leve, como reprimiendo sus emociones. Lleva puesta una americana de pana marrón con coderas de piel en un tono más claro, cuyas mangas, ligeramente cortas, dejan ver sus muñecas. Ella le mira la pálida y fina cicatriz curva que se extiende desde su ojo izquierdo hasta la comisura de la boca.
Cuando se la descubrió al comienzo del curso, pensó que parecía un mapa antiguo que marcaba el camino por donde habían fluido las lágrimas.
El profesor observa a través de sus gruesos lentes verdosos la boca que ella mantiene cerrada con firmeza. Se desvanece la sonrisa de sus labios y aparta la vista. Con expresión rígida, se pone a escribir una oración en griego en la pizarra. Antes de terminar de poner los acentos, la tiza se rompe en dos y cae al suelo.
***
A finales de la primavera del año anterior, ella también se apoyaba en una pizarra con los dedos manchados de tiza como él. Cuando pasó un minuto o más sin que pronunciara la siguiente palabra, los estudiantes empezaron a murmurar.
Con los ojos muy abiertos, ella tenía la vista fija en un punto del vacío que no era la clase ni el techo ni la ventana.
–¿Se siente bien, profesora? –le preguntó una chica de pelo rizado y ojos dulces que estaba sentada en primera fila.
Ella intentó sonreír, pero le tembló el párpado. Apretando con fuerza los labios temblorosos, murmuró desde algún lugar más profundo que la lengua y la garganta: “Ya está aquí de nuevo”.
Los cuarenta y tantos estudiantes se miraron unos a otros y empezaron a cuchichear de un pupitre a otro: “¿Qué le pasa? ¿Qué tiene?”. Lo único que podía hacer ella era marcharse del aula con la mayor calma posible, y eso fue lo que hizo. En el instante en que salió al pasillo, como si alguien hubiera encendido los altavoces, los murmullos apagados se amplificaron en un clamor atronador que se tragó el sonido de sus pasos sobre el pasillo de baldosas.
Después de graduarse, había trabajado durante algo más de seis años en una editorial y en una agencia de publicaciones. Desde hacía siete años se dedicaba a dar clases de literatura en dos universidades y en un instituto de artes. Además, escribía poesía y había publicado tres antologías a intervalos de tres o cuatro años; también contribuía con una columna en una revista literaria quincenal; y últimamente asistía los miércoles por la tarde, en calidad de miembro fundador, a las reuniones de planificación de una revista cultural que todavía no tenía nombre.
Sin embargo, como aquello le había vuelto de nuevo, tuvo que interrumpir todas sus actividades. Aquello no tenía causa alguna ni tampoco mostraba síntomas precursores.
Claro que algo tendría que ver que su madre hubiera fallecido hacía seis meses, que ella se hubiera divorciado, que hubiera perdido la custodia de su hijo de ocho años después de tres juicios y que el niño estuviera viviendo con su padre desde hacía cinco meses. El psicoterapeuta de pelo canoso al que iba a ver semanalmente por el insomnio que sufría desde que había tenido que enviar a su hijo con su exmarido pensaba que ella se negaba a reconocer las causas más que evidentes de su problema.
“No es eso –escribió ella en el cuaderno que estaba sobre la mesa–. No es tan simple”.
Aquella fue su última sesión. La psicoterapia a través de la escritura consumía demasiado tiempo y daba lugar a malentendidos. El profesional se ofreció a recomendarle a un colega especializado en problemas de lenguaje, pero ella lo rechazó cortésmente. Más que nada, no estaba en condiciones económicas de permitirse un tratamiento tan caro.
***
De pequeña había sido una niña muy despierta. Su madre se lo recordó siempre que pudo mientras recibía quimioterapia, como si quisiera dejárselo bien claro antes de irse de este mundo. Puede que su madre estuviera en lo cierto en lo que respecta al lenguaje, puesto que ella aprendió a leer sola a los tres años. Lo hizo memorizando las letras, sin tener todavía la comprensión de lo que eran las vocales y las consonantes.
Su hermano mayor acababa de empezar la escuela y, jugando a ser maestro, le enseñó el alfabeto coreano antes de que ella cumpliera los cinco años. Aunque no llegó a entender del todo la explicación, se pasó el resto de esa tarde de primavera de cuclillas en el patio pensando en las vocales y las consonantes.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Traducción del coreano de Sunme Yoon. Han Kang empezó su carrera como novelista al ganar el concurso literario de primavera Seúl Shinmun en 1994. Es autora de La vegetariana (Random House, 2024; Premio Booker Internacional 2016), La clase de griego (Random House, 2023), Actos humanos (Premio Manhae de Literatura de Corea y Premio Malaparte en Italia en 2017), Blanco (finalista del Premio Booker Internacional 2018) e Imposible decir adiós (Random House, 2024; Premio Médicis Extranjero 2023). La autora ha recibido también el Premio Yi Sang, el Premio Artista Joven del Año, el 25.º Premio de Novela Coreana, el Premio de Literatura Hwang Sun-won y el Premio de Literatura Dong Ri. Ha trabajado como profesora en el departamento de Escritura Creativa del Instituto de las Artes de Seúl hasta 2018 y en la actualidad se dedica por completo a la escritura. Su obra ha sido publicada en más de treinta idiomas.