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“Vas a terminar como Eduardo Santos o Laureano Gómez”, advertía su esposa Noemí cada vez que él, Jaime Sanín Echeverri, le mostraba una de sus columnas del periódico El Colombiano, en alusión a que nunca sería autor de libros de seguir así, como empleado público en la administración de impuestos en Medellín, ¡escribiendo sólo artículos de prensa!
“Tenés que publicar un libro”, era la cantaleta diaria, recibida con cierta indiferencia o desdén por el aludido.
Por fortuna en aquellos días, hacia 1948, el director de una revista local organizó un sencillo pero sentido homenaje a dos de sus más queridos amigos, respetables intelectuales de la comarca: Manuel Mejía Vallejo -quien acababa de publicar su primera novela: “La tierra éramos nosotros”- y Carlos Castro Saavedra -autor de su aplaudido primer libro de versos: “Fusiles y luceros”-, a quienes se sumaba él mismo, otro prestigioso escritor de la nueva generación.
Reto entre amigos
Los tres se reunieron para celebrar, después del cálido homenaje, en El café sin radio, único café en Medellín que, como lo indica su nombre, no tenía el característico servicio radial, con música popular, de dichos negocios, por lo cual allí se podía conversar tranquilamente. Los intelectuales, claro, eran asiduos visitantes del local, tanto por su acostumbrada bohemia como porque alrededor de una mesa hacían animadas tertulias, donde pontificaban sobre lo divino y lo humano.
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Cuando ya las cervezas se les subieron a la cabeza -recordaba Jaime, entre risas-, el citado director de la revista y promotor del homenaje, que era de reconocida tendencia comunista, se burló en su cara porque Sanín, a diferencia de Mejía Vallejo y Castro Saavedra, no tenía un solo libro suyo para mostrar.
“La misma queja de mi mujer”, pensó de inmediato, lejos de alegrarse por la coincidencia.
Para como colmo de males, los demás contertulios se solidarizaron con la burla, como si se tratara de un reto: ¡lo estaban retando a escribir un libro!
Pacto de caballeros
“Déjense de tonterías”, respondió Sanín, quien sentenció, aceptando el desafío: “En un mes, si me da la gana, escribo una novela como la de Manuel o un poemario como el de Carlos”.
El anfitrión, sin pensarlo dos veces, se paró de su asiento y gritó, a voz en cuello, para que todos le oyeran: “¡Hay que cogerle la caña!”. Tomó entonces una moneda, tras imponer la regla de que con sello sería novela y con cara un poemario, y la lanzó con fuerza hacia arriba, golpeando el cielo raso del café.
Tan pronto la moneda cayó “en sello”, no había nada más que discutir. “En un mes les tengo la novela”, prometió Jaime a sus colegas, quienes celebraron con alborozo su decisión, aunque dudando seguramente que tan difícil promesa etílica se cumpliera.
“¿Y de qué va a tratar la novela?”, le preguntaron a continuación, para ponerlo de nuevo en apuros. Como en ese momento se acercaba la mesera, una mujer bonita y bien presentada a pesar de su humilde condición, les contestó, para darles la primicia: “¡Ella será la protagonista!”
Luego, pasadas las diez de la noche, se despidieron. “Tengo que escribir la novela pa´ taparles la boca”, se repetía mientras la camioneta pública en que viajaba iba rumbo a su casa, donde Noemi le esperaba para recibir la buena noticia de que al fin él cumpliría su sueño de escribir un libro, a diferencia de Santos y Laureano.
Vocación de escritor
Fueron cosas del destino o de la providencia divina. Quién sabe. Lo cierto es que, al llegar a casa, su esposa se encontraba leyendo un libro: “La vocación de escritor”, cuyo autor argentino, Hugo Wast, estaba de moda.
El título de la obra le caía como anillo al dedo. Y como ambos tenían el hábito de leer juntos antes de dormirse, Jaime tomó el libro, separó con sus manos las páginas que seguían pegadas por fallas de edición, y se dispuso a continuar la lectura en voz alta, sin imaginar siquiera que algunas frases parecían escritas para él y, por tanto, para poder cumplir el pacto sellado con sus amigos.
Un autor de mediano talento -señalaba Wast- puede producir en tres meses 180 páginas, o sea, un libro, sólo con escribir dos páginas al día, pero si persevera, en seis meses serán 360, “que es un señor libro”, y, si mantiene esa disciplina, en un año tendrá alrededor de 700 páginas, el tamaño de una novela que los norteamericanos llevan en sus vacaciones a la playa para entretenerse y descansar bajo el sol ardiente.
Fue un golpe decisivo. Comprendió, ipso facto, que la tarea propuesta no era imposible. Y siguió el consejo al pie de la letra: escribió dos y más páginas, pues en la primera noche fueron varias horas de trabajo febril hasta que, en un abrir y cerrar de ojos, tenía listo el capítulo inicial de “Una mujer de 4 en conducta”, nombre que no apareció sino después.
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En la mitad del plazo
Tenía la ventaja de escribir rápido, casi con la fluidez con que pensaba y, en sus horas de trabajo nocturno, llenaba más y más páginas de la novela que concluyó en el tiempo récord de quince días, la mitad del plazo acordado en El café sin radio.
“Es que uno se entusiasma cuando la historia toma fuerza y se abre paso con todos sus personajes”, afirmaba para describir su experiencia creadora, cuando la inspiración toma vuelo.
Por la premura, aceptaba que pudo haber incurrido en problemas de estructura novelística y hasta de redacción, por lo cual citó, haciendo un retruécano, la última frase de Cervantes en El Quijote, a modo de epígrafe, que lo justificaba con creces: “Si no está bien escrito, es verdadero”.
Escrita la obra, en largas tiras de papel que llegaban a tornarse ilegibles, apenas faltaba hallar al editor, que poco tardaría en descubrir.
En busca de editor
Saúl Aguirre -”Hermano de Alberto”- era director de la Imprenta Departamental de Antioquia. Y era su amigo poeta, por fortuna. Y le tenía tanta confianza que le entregó su mamotreto al pedir un presupuesto de para edición del libro, su primera novela que lo consagraría en la historia de la literatura colombiana.
Saúl soltó la carcajada tan pronto vio que el texto estaba en borrador, sin corregir. No obstante, atendió a la tácita petición de Jaime, quien, tan pronto supo el costo de la edición: ¡mil pesos, a razón de un peso por ejemplar!, dijo, resignado, que no tenía la plata.
“Pero, ¡me la voy a conseguir como sea!”, agregó, dejando el libro para impresión.
“La Quebrada de Santa Elena”, se llamaba la obra en un comienzo. Así aludía al riachuelo que bajaba hasta Medellín, el mismo que nacía cristalino y se volvía turbio en la ciudad, como le pasaba a su personaje central, la hermosa y trágica campesina de su historia de amor.
El título de la novela
Aquel nombre no fue el definitivo, ya se sabe. El cambio se dio de nuevo por mera casualidad: Jaime, en compañía de varios amigos, disfrutaba de una agradable reunión social en casa de una señora Eastman -hija de don Tomás Eastman-, solterona por más señas, muy simpática, que hacía las delicias de sus invitados, por lo general personas importantes de la vida política y cultural de la ciudad.
“En Medellín -afirmó la dama, centro de la tertulia-, la vida para una mujer como yo es incómoda. Porque si voy sola al cine, dicen que estoy en plan de conquista, y si voy acompañada, que me voy a casar o tengo relaciones con mi acompañante”. Y concluía, con pesar e ironía: “De cualquier modo, todos creen que soy una mujer de 4 en conducta”.
¡Ahí está el título!, pensó Jaime, consciente de que la expresión le caía de perlas a su novela, la cual salió a la luz pública en una Feria del Libro, donde tuvo la suerte de agotarse, en su totalidad, los mil ejemplares que Saúl Aguirre imprimió a las carreras.
La vaca lechera
Idéntica suerte corrieron las demás ediciones -¡15 en total!- que le dieron suficiente dinero para irse a conocer el mar en Cartagena con su esposa Noemi, tener casa propia al norte de Bogotá y formar el único capital que tuvo hasta el fin de sus días.
Su libro fue como la vaca lechera de una carrera intelectual signada por las penurias económicas.
*Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua