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Matar a un Ruiseñor no es solo una de las más grandes novelas norteamericanas del Siglo XX y, a mi juicio, uno de los textos infaltables en la formación de todo estudiante de Derecho, sino que la construcción de su personaje principal, Atticus Finch, y la magistral personificación de este en las carnes de Gregory Peck, que le valió un Premio Óscar a mejor actor, consiguieron una hazaña artística de dimensiones titánicas que perdura en el tiempo, a pesar de que este año se cumplen seis décadas desde que Harper Lee, su enigmática autora, recibiera por ello el Premio Pulitzer de manos del presidente de la Universidad de Columbia, devolviéndole a la gente la fe en los abogados.
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Tras su publicación, la imagen de rectitud e integridad de Atticus Finch ha corrido con la suerte de otros pocos nombres icónicos de las letras, como el mismísimo Sherlock Holmes, quienes han transmutado desde el universo de la tinta impresa para aterrizar en nuestro mundo y dejarnos la duda intermitente de si alguna vez en realidad existieron.
La defensa realizada por este en la causa iniciada contra Tom Robinson por, supuestamente, haber abusado de Mayella Ewell, sigue ocupando un puesto preferencial entre los grandes juicios que la literatura ha presenciado. Aunque su técnica retórica durante el desarrollo de los testimonios es exquisita y consigue implantar en el lector la duda razonable de que la acusación se trata de un burdo montaje tendiente a explotar los prejuicios raciales de la Alabama de la época, con la intención de ejecutar a un inocente, es la convicción de Atticus en los principios que deben guiar la labor de un defensor la que, paradójicamente, le ha hecho inmortal, destacando sobre los miles de litigantes ficticios que han existido.
Por ello, y con ocasión del aniversario de su condecoración, vale la pena plantearse la polémica dualidad que gira alrededor de este entrañable personaje: ¿Atticus Finch representa el estándar del abogado ideal y su encomiable sentido de la justicia debería enseñarse como una doctrina deontológica digna de imitación o, por el contrario, estamos simplemente ante un litigante técnicamente excelente, pero de moral flexible, a quien no le importa saber si su cliente miente o no (o, incluso peor, tiene conocimiento de que lo hace), y está dispuesto a utilizar todos los recursos de los que dispone para conseguir un fallo favorable, aunque ello incluya arrollar a una posible víctima con un despiadado contrainterrogatorio? La respuesta no es baladí, pues la línea entre vivir como un héroe de causas sociales y morir como un vil mercenario legal es demasiado delgada y, por lo mismo, el debate sobre el peso específico que debe dársele a Atticus Finch en la tradición jurídica norteamericana es un tópico recurrente en las facultades de Derecho de los Estados Unidos.
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Sea cual sea la conclusión, la maestría con la que Harper Lee consiguió atrapar a Atticus Finch entre dos aguas de caudales tan disímiles sigue haciéndonos maravillar hasta hoy y obligándonos a leerle de nuevo para exprimir argumentos a favor o en contra.