“Autogol”, de Ricardo Silva Romero: la historia del asesinato de Andrés Escobar
Presentamos la primera parte de “Autogol” (Alfaguara), la novela de Ricardo Silva, sobre el asesinato del futbolista Andrés Escobar, publicada en 2009.
Ricardo Silva Romero
Pero no tenía voz. No era capaz de decir «esto era lo que me faltaba» ni me salía la frase «vamos a perder» ni podía pegar siquiera un grito vagabundo. Estábamos al aire. Había llegado mi turno de opinar sobre la tragedia. Y en vivo y en directo, en plena transmisión radial, se me morían todas las palabras entre la garganta. Eran las 5:09 p.m. del miércoles 22 de junio en el Mundial de fútbol de 1994. Minuto 33 del primer tiempo del partido nefasto que Colombia jugaba contra los Estados Unidos. En las pantallas gigantes del estadio en donde sucedía el encuentro, el Rose Bowl de Los Ángeles, se repetía por segunda vez la jugada de pesadilla que acababa de ocurrir: ese horrendo autogol. Y eso era lo peor de todo. Y era, precisamente, lo que debía comentar. Que perdíamos 0 a 1 con los locales porque el defensa Andrés Escobar Saldarriaga, inquebrantable número 2 de la selección colombiana, había hecho un gol en su propia portería.
Alguien me dijo «Pepe: a ese desgraciado lo van a matar». Otro se apresuró a aclarar «no matan a nadie por eso». Ninguno en ese infierno imaginaba que yo no volvería a hablar jamás ni mucho menos que me empeñaría en ser el asesino.
El calor era un muro: 36 °C en la sombra. Desde la cabina de la emisora, en donde me había pasado los últimos treinta años haciéndole creer a la gente que no era un gordo malpensado sino un atinado comentarista radial, yo, Pepe Calderón Tovar, hijo de la ciudad de Neiva, en el templado Huila, veía la impaciencia en las caras de los hinchas, en los pies de los apostadores y en las manos de los barones del fútbol colombiano. Los otros 93.688 espectadores se desfiguraban sobre las gradas, incrédulos, igual que velas encendidas por ambos lados. El árbitro italiano Fabio Baldas era una estatua que señalaba el centro del campo. Y ese hombre sentenciado, el abatido defensor Escobar Saldarriaga, miraba fijamente el pasto marchito del campo de juego porque tampoco creía que eso estuviera pasando.
Mi compañero de transmisión, «El Aristócrata» Ismael Enrique Monroy, un energúmeno de buen corazón con quien llegué a pasar, en aquellos años, mucho más tiempo que con mi exesposa, me dijo en voz muy baja: «hable usted, gordo, que yo no puedo respirar». Y fue entonces cuando descubrí que no era que no tuviera nada qué decir, sino que de un segundo a otro había perdido la capacidad de hablar. Traté de darle las gracias a «El Aristócrata», que en paz descanse, en mi tono de comentarista radial. Traté de llamarlo por su nombre o por su apodo. Busqué, dentro del vasto diccionario mental que me hizo popular, una palabra que lograra sacarme del pozo. Pero unos segundos más tarde, cuando mi silencio dejó de ser una señal de prudencia para convertirse en una incómoda afonía al aire, le señalé mi garganta como diciéndole «maestro: el problema es que no tengo voz». Carraspeé. Moví la boca en vano en el intento de decir «soy mudo». Y entonces negué con la cabeza. Y negué después con las dos manos.
— Profesor Calderón: su comentario sobre esta debacle, sobre este Apocalipsis, sobre esta mueca de tintes dantescos que acabamos de ver — dijo la impaciencia de Monroy en el micrófono. Qué cara tenía. La nuca le jalaba la frente. Las fosas nasales se le cerraban como párpados. Los ojos aguados se le resbalaban en las cuencas. Su voz ronca era un hilito. Primero pensó que me estaba burlando de él. Después creyó que aquella era mi manera de protestar por el fútbol miserable que estaba jugando Colombia. Entonces, frente a mi cara de zozobra, se dio cuenta de que la cosa era más grave de lo que parecía en un principio.
«Creí que me iba a desvanecer, gordo, creí que lo iba a dejar a usted solito en ese calor tan hache pe», me respondió cuando le pedí por correo electrónico que me ayudara a recordar ese partido porque mi memoria se estaba venciendo. «Pero la cosa fue al revés, mijo, al que le dio el patatús fue a usted», agregó como si no estuviera escribiéndome sino hablándome. Y lo dijo porque así fue. Ese ardiente miércoles de junio, cuando le escribí en una servilleta manchada de café la frase «no puedo hablar», «El Aristócrata» Ismael Enrique Monroy, que solía morirse de la ira, pero que fue siempre un gran amigo, se sintió más solo que cuando le dijeron que había muerto su madre.
No estaba pálido, no, porque el hombre era más moreno de lo normal, pero se veía que estaba a un par de arcadas de vomitar. La verdad es que no era para menos.
La selección Colombia que había cambiado la historia del fútbol del país a punta de jugar bonito, el grupo de jugadores que en apenas ocho años había pasado de ser una de las cenicientas de las eliminatorias a ser el favorito número uno para ganar el Mundial de 1994, era ahora una manada de niños soberbios. Se habían intoxicado con una fama que pocas veces se alcanza. Ya no le hacían caso a nada ni a nadie. Y a todos, desde los directores técnicos hasta los aguateros, desde los hinchas hasta los comentaristas deportivos, se nos había contagiado la arrogancia. «Esta jugada genial necesita ser comentada por nadie más ni nadie menos que “El Poeta” Calderón», gritaba triunfal, en los partidos de preparación, mi compañero. «Adelante, profesor», me decía al aire.
Nos hacíamos los ciegos ante la indisciplina del equipo. Parecíamos sordos siempre que alguien se atrevía a decirnos «se van a estrellar con la realidad en algún momento».
Quedábamos mudos cuando alguien preguntaba «¿y si les fuera mal…?». Todavía nos recordábamos en voz alta los unos a los otros que habíamos clasificado al Mundial sin perder una sola vez. Aún nos vanagloriábamos por haberle ganado 5 a 0 a Argentina en su propio estadio durante las eliminatorias. Odiábamos que nos dijeran que la suerte había tenido mucho que ver en el proceso. «Así tenía que ser, mi querido profesor, estaba escrito en las tareas pendientes de mi Dios que llegáramos vírgenes e invictos a la Copa del Mundo», gritaba mi compañero de cabina el día que clasificamos.
De un día a otro, de buenas a primeras, todos éramos profetas. Todos, desde el niño grosero del kínder hasta el presidente de la república, éramos videntes. Todos, desde «El Aristócrata» hasta «El Poeta», como me apodaba mi amigo por el cuidado que puse siempre a la hora de elegir cada palabra, sabíamos qué iba a suceder. Semanas atrás, antes de poner un solo pie en un estadio de Norteamérica, antes de echar a rodar el balón en un solo partido de los tres que se jugarían en la primera fase del torneo, nos habíamos declarado campeones mundiales. Estábamos completamente seguros de que nos llevaríamos la copa más importante del planeta. Algunos nos habíamos atrevido, incluso, a apostar por los triunfos de Colombia los ahorros de toda una vida.
Pero esa selección invencible había sido derrotada en el primer partido de la primera ronda, el partido contra el equipo de Rumania, el sábado 18 de junio de 1994. Y cuatro días más tarde, aquel 22 a las 5:10 p.m. en el campo raído del Rose Bowl, tenía el descaro de ir perdiendo 0 a 1 con una de las escuadras más débiles del planeta. Y el gol, como si fuera poco, había sido un autogol. Y el autor, como si no bastara, era el jugador más confiable de todos los jugadores del conjunto colombiano. Así que el malencarado de «El Aristócrata», narrador de pelo en pecho que se lo debía todo al fútbol, desde sus seis mujeres solitarias hasta sus once hijos con mal de San Vito, estaba a punto de mandar la transmisión al carajo.
Porque además, por primera vez en veinticinco años, tenía que arreglárselas sin mis comentarios.
Yo abría la boca, pero solo me salían bocanadas de aire. Y el explosivo Monroy, que perdía la cabeza por mucho menos que eso, no tenía ni idea de qué hacer. Decía, por esos días, que estaba perdiendo el oído. Se le pasaba por la mente la posibilidad de que estuviera burlándome de su situación. «Uno nunca sabe», le gustaba decir. «Uno no sabe ni siquiera cuando sabe».
Lo primero que se le ocurrió a su ira fue señalarme con el dedo. Lo segundo fue relatar, con el odio, los ademanes y los adjetivos de una mujer despechada, el peor partido que había jugado ese equipo que tanto queríamos.
Cómo era de linda la radio cuando la televisión no era lo que es. Cómo era de grato ser esa voz en la que la gente confiaba a ojos cerrados. Podíamos inventarnos partidos de fútbol apoteósicos o etapas heroicas de la vuelta al Táchira. Podíamos lograr, a punta de palabras, que nuestros deportistas preferidos perdieran con dignidad. Todos los oyentes eran niños. Todos nos creían todo.
Pero esa tarde, en la que el mundo era ya este mundo aburrido en el que todos sabemos lo mismo, a «El Aristócrata» Monroy, oriundo de Ocaña, Norte de Santander, le tocó decir la verdad sobre lo que estaba pasando en el campo de juego. Ese primer tiempo fue, a partir del autogol de Escobar, una suma de equivocaciones: los once futbolistas colombianos temblaban de los nervios; cada uno fracasaba por su lado en el momento de llegar a la otra cancha; y el capitán del equipo, el genial Carlos «El Pibe» Valderrama, era un fantasma de melena amarilla que perdía el balón con esos atolondrados jugadores de básquet de un país al que el fútbol le tiene sin cuidado.
«Era como si los integrantes del equipo colombiano se acabaran de conocer», me recordó el otro día el periodista Fernando Araújo. «Valderrama nunca se había equivocado tanto».
Fue un error tras otro error tras otro error. Ocurrió así como lo estoy diciendo. Y así lo describió mi compañero de tantas gestas, «El Aristócrata» Monroy, con ese lenguaje florido que no conoce la timidez. «Al equipo le falta saltabilidad, mostrabilidad, presencia», dijo para remplazar mis legendarias descripciones minuciosas. Durante los doce minutos brevísimos que quedaban del primer tiempo, me miró varias veces de reojo, de golpe, como si quisiera sorprenderme para que la voz me volviera de un susto. «No me haga esto, gordo, no me deje solo con este partido», me decía cuando llegaban las cuñas al tiempo que me ofrecía un poco del Menticol que se echaba detrás de las orejas para refrescarse.
Pero todo pasa a mil por hora en una transmisión de esas. Y yo sólo alcanzaba a abrir más y más los ojos.
Una cosa antes de seguir. Una cosa importante. Mis profesoras del colegio decían que lo mío eran las palabras. «Alguna vez vas a escribir un libro», me dijo doña Carmencita Rocha, la maestra de castellano que siempre fue vieja, una mañana en la que leí en voz alta una composición sobre las fiestas de San Pedro. «Vas a ver: te vas a acordar de mí». Y claro que me acuerdo, doña Carmencita, porque acá estoy escribiendo estas memorias. La verdad del asunto es que fue la psiquiatra bogotana Elena Lozano de Rivera, que mi hija me recomendó hace unos cuatro años, la que me puso a escribir. Pero sobre todo debo agradecerle su trabajo al periodista Leopoldo Mendoza Aragón, recomendado de mi condiscípulo poeta Pompilio Iriarte Cadena, por haberme dado una mano para encontrarle un orden a estos recuerdos.
Mi mamá huilense fue una maestra habladora toda su vida. Mi papá tolimense, a pesar de sus famosos «problemas físicos», fue un locuaz juez municipal hasta el día en que murió. Y yo fui llamado «El Poeta», ya lo he dicho, gracias a mi pericia en el manejo del idioma de Cervantes. Pero, salvo esas semanas del Mundial de 1982 en las que escribí una celebrada columna sobre fútbol en el Diario del Huila, poco he intentado poner las cosas por escrito. No acaban de gustarme los computadores. Soy extremadamente lento en el teclado. Y la memoria se me ha estado yendo, en estos últimos años, como se le va la esposa a uno un día cualquiera. Sin la seriedad de viejo de Mendoza Aragón, sin todos esos colegas míos a los que entrevistó en busca de las piezas del rompecabezas, probablemente no estaría escribiendo lo que pasó como pasó.
Yo, que me he pasado más de diez años sin hablar, no habría tenido la paciencia para oír las grabaciones de los partidos que comenté en busca de lo que Mendoza llama mis «muletillas verbales». No me habría ido tardes enteras a confirmar mis recuerdos en las microfichas de los periódicos de la época que se encuentran en esas máquinas del futuro de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. No habría sido capaz de ir a los lugares de los hechos ni mucho menos de preguntarles a los protagonistas de la tragedia qué pensaron, qué sintieron, qué vivieron mientras yo completaba mi odisea. Habría negado que alguna vez escribí en el periódico de mi tierra que a este país lo que le hacía falta era un dictador pacífico para que tuviéramos una selección campeona del mundo. No habría entendido que hay gente que no sabe de qué estoy hablando cuando hablo de la fifa, de una chilena o de un fuera de lugar.
Que queden, pues, las cartas sobre la mesa. He escrito todo un Epílogo (que yo prefiero llamar Tiempo extra) que cuenta mis dilemas de vida o muerte a la hora de terminar este volumen: es el séptimo capítulo del libro. Odio esas autobiografías baratas que dejan en la sombra a la mitad de sus autores. Y la gran verdad de este Autogol es que fue gracias a Mendoza Aragón que logré, a punta de palabras, que no fuera un escandaloso best seller de la editorial Oveja Negra, que acabara con los mitos que se han tejido en el país alrededor de mi mudez, que se metiera, como solo puede hacerlo una novela, dentro de las cabezas de todos los involucrados, y que describiera sin amarillismos ni rodeos el infierno que protagonicé en los días del Mundial de 1994. La palabra del diccionario es «providencia».
No negaré que hice lo que hice en ninguna de las páginas que vienen. No negaré que me llené de odio puro contra un hombre que quise alguna vez. Ni que, embotado por aquello que los especialistas llaman «demencia temporal», completamente convencido de que ese era mi destino, cometí la barbaridad que sabemos que cometí. Advierto, sin embargo, que no les daré gusto a todos: solamente asumiré las culpas que me correspondan.
Bien. Sigo. La primera parte del partido terminó 0 a 1. Los equipos dejaron la cancha bajo los gritos de las tribunas. El campo de juego se quedó atrás como un camposanto. La gente aguantó quieta el intermedio de 15 minutos, sin sonreír ni pensar en otras cosas, porque cualquier movimiento brusco podía acabar con las posibilidades de que Colombia empatara. Yo cerré los ojos varias veces con la esperanza de que abrirlos me devolviera la capacidad de hablar. El malgeniado Monroy revisó que no estuviéramos al aire. Se quitó el saco cuello de tortuga que se ponía para que nadie se diera cuenta de que era bajo y lampiño. Se alejó, por si las moscas, de los micrófonos. Se peinó los tres pelos que le quedaban. Y, como se trataba de traerme de vuelta al mundo, me dijo en el oído «se lo dije, gordo, se lo dije».
Yo me encogí de hombros. Le sonreí como una víctima. Traté de recobrar el aliento perdido e hice lo que pude para no pensar en las gotas de sudor que me rodaban por los brazos.
—¿Nada? —me preguntó, señalándose la manzana de Adán, cuando se dio cuenta de que yo seguía mudo—. ¿Nada de nada?
¿Qué podía ser? ¿Qué estaba pasando? ¿Sería el corazón? ¿Sería la conversación de la madrugada, sería la noticia que me había dado mi hija en la mañana, sería el trauma del autogol o la ternera apanada de la noche anterior? Nunca en toda su vida había visto «El Aristócrata» Monroy algo como eso. Jamás. En ningún rincón de ningún estadio de ninguna parte. ¿Y si me regalaba uno de esos Halls Mentholyptus que tanto le gustaban? ¿O si me conseguía un vasito de aguardiente? ¿O una taza de té? Me miró de arriba abajo. Me volvió a mirar. No notaba nada raro, no, todo parecía estar en su sitio. ¿Estaba peinado hacia el lado en que atacaba la selección? ¿Mis uñas estaban mordidas? ¿Traía mis achiras en el bolsillo del pantalón? ¿Tenía puestas las medias que me ponía siempre que jugaba Colombia? ¿El lápiz amarillo estaba sobre mi oreja? ¿Llevaba en la billetera la foto de mis padres que mi mamá me había entregado el día que me dejó botado en Garzón?
—Yo también tengo mis líos, gordo, no se crea que usted es el único al que le está pasando esto —reclamó.
Me tragué dos mentas de esas. Me tomé un vaso de no sé qué porquería que me trajo no sé qué mujer que trabajaba en no sé dónde. Revisé uno a uno mis seis agüeros para antes de cada partido: el peinado, las uñas, las achiras, las medias, el lápiz, la foto. Y no. Nada de nada. Todo estaba en orden pero todo estaba mal.
—Tiene que ser brujería, mijo, no se me ocurre nada más —sentenció mi compañero.
Y sucedió entonces lo que me temía. El productor de las transmisiones de Estados Unidos 94, un caleño tartamudo llamado Félix Cortés, que se echaba eucaliptos en los bolsillos para no oler a cigarrillos Pielroja, que en los momentos críticos parecía marica porque tenía una mano con vida propia, que era odiado por todos pero estaba donde estaba gracias al respaldo de los dos hermanos que gobernaban el cartel de Cali en aquel tiempo, apareció en la cabina cuando faltaban cinco minutos para que comenzara la segunda parte. Estaba hecho una tatacoa. Quería saber qué estaba pasando. Quería saber qué me creía. Su voz gangosa me exigía que le dijera por qué putas (así dijo: «por qué putas») me había negado yo a seguir hablando.
Ya sabía yo, gritó, que comentar un partido de la selección Colombia en un mundial era una gran oportunidad. Ya sabía yo que la vicepresidente de producción estaba haciendo recortes en la empresa. Que un gordo jorobado de cincuenta años, que andaba por todas partes con un pañuelo con el que se secaba la frente, no era precisamente el futuro de la radio colombiana.
Le mostré la servilleta en la que había escrito «no puedo hablar». Abrí los brazos con las palmas de las manos hacia el cielo para decirle «dígame qué quiere que haga». No sé por qué pensé que iba a pegarme. Siempre, desde los días del colegio, he tenido la sensación de que alguien va a pegarme. Perdónenme la licencia, perdónenme el pesimismo, pero desde niño he creído que la única manera de sobrevivir al mundo es haciéndose a un ladito.
Cortés blasfemó hasta que se le secó la boca. Exclamó «no se le pueden pedir peras al horno» porque era tan malo como el Chapulín Colorado para los dichos populares. Mandó a llamar a un médico para que me revisara lo que llamó «las cuerdas bucales». Y por el teléfono satelital que llevaba colgado en el cinturón pidió que alguien me remplazara desde los estudios en Bogotá «mientras a la estrellita le vuelven las ganas de hablar». La verdad es que me odiaba pero no podía hacerme nada. Yo no tenía ningún problema con sus padrinos. Y la tal vicepresidente de producción, una abogada cuarentona llamada Sara Olarte, no solo iba de coctel en coctel diciéndoles a todos que vivía fascinada con mi voz gruesa, con mi manejo de la lengua española, sino que no perdía ninguna oportunidad para dejar en claro que éramos buenos amigos.
«Pepe Calderón Tovar y yo somos almas gemelas», les decía cuando se atrevían a sugerirle que contratarme por semejante suma de dinero (que era una chichigua comparada con lo que ganan los que sí ganan) había sido un error.
Sí lo éramos. Sí éramos buenos amigos. Cada vez era más claro que podíamos enamorarnos: nos hacíamos juntos en las esquinas de los ascensores vacíos, fingíamos estar de acuerdo en las cosas fundamentales, sentíamos que un día se perdía cuando no alcanzábamos a oírnos. Si nada pasaba, si no se iba el uno a la boca del otro, era porque en ese entonces seguía yo esperando que mi amada esposa volviera a la casa. Tal vez no ayudaba mucho que yo estuviera pesando 107 kilos.
Quisiera saber qué piensa Sara de todo esto. Quisiera volver a oírla alguna vez. Pero aún hoy no me atrevo. Todavía la veo cerrando los ojos para dejarse envolver por mi voz, quizás también para imaginarme un poco menos gordo de lo que era, mientras nos tomábamos una jarrita de cerveza en el restaurante de la esquina de la emisora. Todavía trato de no ir a los sitios donde sé que puede estar. Aún me duele no haber podido superar lo que nos pasó esas noches en el Hotel Marriott de Fullerton. Me molesta haberle colgado el teléfono en plena confesión a distancia. Y no haber sido justo, haberle dado la espalda, en la habitación de la clínica de Medellín. Querría haberme quedado con esa última hoja que le dejé en la mano.
Solo me queda esperar a que Dios nos conceda la oportunidad de hacer las paces antes de que alguno de los dos se muera. Aunque a mí me quede poco tiempo de vivir.
Quise gritar mil cosas durante el segundo tiempo del partido. Se me atragantaron los consejos rabiosos y las maldiciones. La desdibujada selección Colombia se fue con toda contra Estados Unidos, atacó, contraatacó, disparó a donde pudo, pero lo hizo sin puntería ni orden ni talento. Y entonces, cuando se cumplieron los primeros 7 minutos de la parte complementaria del encuentro, un contragolpe de los gringos dejó las cosas 0 a 2. Y ya no hubo nada más que hacer. «Estados Unidos, ese supuesto equipo de aficionados, sacaba del torneo a esa supuesta potencia llamada Colombia», nos dijo mi amigo Fernando Araújo, de El Espectador, en el Café Pasaje del centro de Bogotá hace apenas unas semanas. «Y ante tanta desidia era imposible que pudiera aparecer el empate».
Juro por Dios que traté de comentar lo que veía. Yo era el primer interesado en que las palabras salieran de mi boca. Yo sí que sabía que lo peor que podía pasarme en la vida era perder la voz.
El problema era que a mí también se me había pasado por la cabeza que la selección Colombia iba a ganar el Mundial de fútbol de los Estados Unidos. Le había apostado los ahorros de toda mi vida a que llegábamos a la fase final. Estaba seguro de que ese triunfo iba a salvarme de la rutina trágica en la que acababa de caer. Mi esposa Cecilia se había ido («porque tú eres tú, Pepe Calderón, y yo ya estoy cansada de eso») unos días antes de cumplir los primeros veinticinco años de casados. Mis dos hijos no me pasaban al teléfono en las noches porque temían que, ahora que su madre no me planchaba las camisas ni me cocinaba los tamales del domingo, les tocara cuidarme como a un niño.
Se me iban los fines de semana jugando solitario en el sillón masajeador de la sala. Si acaso, cambiaba de sudadera. Nadie supo nunca lo que me pasaba. Ni siquiera «El Aristócrata». Cecilia, mi esposa, de la que estuve profundamente enamorado hasta hace más bien poco, se fue de la casa en octubre de 1992. Y yo no se lo reconocí a nadie, ni a mis colegas ni a mis parientes ni a nadie, hasta que la noticia de mi retiro de la emisora empezó a circular entre la gente del medio. Si me preguntaban por ella, si me preguntaban por qué no había podido acompañarme a tal o cual asado, les respondía que estaba en clases de pintura. Y miraba entonces mi reloj para confesarles que tenía que recogerla en menos de una hora.
Fingí durante mucho tiempo, pues, que aún vivía mi vida. Hasta julio de 1994 me dije a mí mismo que si seguía como si nada, si cuidaba el apartamento como Cecilia lo cuidaba (si regaba las matas, si limpiaba el polvo de las porcelanas, si ponía los adornos de Navidad en donde ella los ponía) e iba a trabajar el lunes como si el fin de semana hubiera sido maravilloso, tarde o temprano todo volvería a ser igual que antes.
Cometí un error gravísimo. Lo reconozco. Pensé, no sé muy bien por qué, que una de las razones por las que me había dejado mi esposa era porque jamás había logrado convertirme en un comentarista deportivo de sueldo millonario: un Hernán Peláez Restrepo, un Carlos Antonio Vélez, un Iván Mejía Álvarez. Pensé que a ella siempre le había dado vergüenza verme tan abajo en la pirámide. Que no era fácil estar casada con un ser tan indefenso dentro de la cadena alimenticia. Y entonces, para darme el lujo de decirle «Ceci: ahora puedo comprarte la casa que querías», para decirle «ya tienes tu casa: ya puedes volver», aposté todos los ahorros que guardaba en el banco a que Colombia llegaba a las finales del Mundial del 94: la apuesta más ganada del planeta.
Así que quería gritar, en el segundo tiempo del segundo partido que perdía la selección, que ya sabía yo por qué estaban jugando a media marcha, que eran todos unos hijos de puta vendepatrias, que esa derrota era lo único que me faltaba para que el suicidio se me convirtiera en el plan ideal para ese viernes en la noche. Pero lo único que me faltaba era, en verdad, perder la voz. Y ya no la tenía. Y nunca volvería a tenerla. Solo me quedaba quitar la mirada del campo de juego cada vez que Estados Unidos tenía la pelota en su poder. Ni siquiera era capaz de decirme a mí mismo «así es el fútbol». Pensaba «y ahora me voy a quedar sin trabajo». Me decía «Monroy tenía razón sobre estos tipos».
En honor a la verdad, a Dios lo que es de Dios, el coordinador de transmisiones Félix Cortés, ese pequeño tirano sin nadie a la mano para tiranizar, hizo lo que pudo para que yo pudiera comentar el resto del partido. Mostró su innegable eficiencia de hombre de negocios. Llamó amigos e invocó santos. Buscó desde su teléfono satelital a la bruja de Buenaventura que predijo el desastre de la selección. Se perdió lo que quedaba de la catástrofe futbolística, como una gallina amanerada, buscándome algún mago que me liberara de ese hechizo. Ahí, en plena tribuna, dos médicos gringos me miraron la garganta: «Mister Pepe: It looks like laryngitis», «Are you gargling with a fifteen per cent alcohol mouthwash every night, Mister Pepe?», «Have you had fever in the last hours, Mister Calderón?»
Un viejo amigo de Cortés a quien llamaban «El Bizco», un veterinario metido a pequeño socio, a sacamicas, a testaferro de aquellos hermanos de Cali por cuenta de su asombroso fanatismo por el fútbol, se lanzó a hacerme un diagnóstico hacia el minuto 27 de ese segundo tiempo: lo más probable, dijo, era que mis cuerdas vocales estuvieran plagadas de pólipos.
Una enfermera costarricense, que sí se atrevió a asomarse a mi tragadero y sí notó que era un hombre con la presión alta, me preguntó si acababa de ser testigo de algún acto de violencia. Yo negué con la cabeza. Después me encogí de hombros.
Me resistía a creer que mi sistema nervioso fuera tan cobarde frente a las decepciones. Trataba de recordar si sí me había tomado la pastilla del corazón. Sólo podía pensar que en toda mi vida de aficionado, desde que fui director técnico del equipo del Seminario Conciliar de Garzón hasta que conseguí ser el comentarista principal de esa emisora indolente que acabó conmigo, jamás me había sentido tan maltratado por un partido de fútbol. Nunca. Perdónenme la licencia, discúlpenme la digresión, pero la vida ha sido para mí las horas que faltan para el siguiente partido. Y el mundo se me ha parecido siempre a un campo de juego en el que las guerras no se acaban hasta que se acaban.
He ido por todo el planeta detrás del balón. Vi a Pelé engañar al arquero de Uruguay en el estadio Jalisco de Guadalajara, en plena semifinal del Mundial del 70, en ese gol que nunca fue pero que sigue siendo el mejor gol que hemos visto. En el Olympiastadion, en Múnich, no fui capaz de mirar el penalti con el que el defensa alemán Paul Breitner puso las cosas 1 a 1 en esa apretada final contra Holanda. Grité de emoción en el torneo del 78, en el estadio Monumental, en Buenos Aires, cuando el puntero holandés Dick Nanninga conectó ese cabezazo al arco argentino justo en donde el carpintero puso la escuadra. Odié a muerte a «El Bambino» Paolo Rossi en el Sarriá, en Barcelona, por meterle tres goles al último Brasil decoroso en la segunda ronda de España 82. En México 86, en el Azteca del d.f., les dije a mis colegas que el gol que Diego Armando Maradona acababa de hacerles a los ingleses había sido con la mano. Estuve en el Giuseppe Meazza de Milán, en el campeonato del 90, cuando Carlos «El Pibe» Valderrama metió ese pase al fondo que nos llevó a empatarle 1 a 1 a Alemania en los primeros segundos del último minuto.
Mis dos hijos dicen que me he pasado la vida hipnotizado por los tiros de esquina, los penaltis y los fuera de lugar. Mis hijos no tienen ni idea de fútbol. Y a veces, porque están siempre listos a odiarse el uno al otro por cualquier cosa, dudo de que de verdad sean mis hijos. Pero lo que dicen es cierto.
Puedo quedarme atrapado en cualquier encuentro, Pumas contra Morelia, Atlético Huila frente a Deportes Tolima, cuando paso los 666 canales de televisión que invaden el aparato en estos días. Los únicos programas que no me duermen son los partidos de fútbol.
Llego tarde a cualquier cita si me tropiezo por el camino, en algún parque de Bogotá, con un partidito entre los obreros de alguna de las miles de construcciones que se llevan a cabo en estos días en el barrio en el que vivo: Chapinero.
Algunos de los objetos más preciados de mi vida son los libros en donde guardo los autógrafos («Para Pepe Calderón de su amigo Pelé», «Para mi amigo Pepe de Alfredo Di Stéfano») de los futbolistas que más he querido yo en la vida. Solía regresar de todos los mundiales con un tomo lleno de las firmas de mis jugadores preferidos.
Mi apartamento fue, alguna vez, un museo del balompié. La gente me visitaba solamente para conocerlo.
Sé que en este planeta no hay nada tan enloquecedor o tan espeluznante como un gol en el último segundo. He visto al hombre más fuerte del cartel de Cali doblegado por el dolor que produce un partido perdido. Consolé, como a tres huerfanitos, a un implacable hombre de negocios, a un capo del cartel antioqueño y a un senador con modales de ganadero que acababan de ver goleado a su Independiente Medellín. Fui testigo de la muerte lenta de un seguidor del Unión Magdalena que se negó a probar alimentos hasta que su equipo fuera campeón de la liga nacional. Presencié el infarto de un hincha de Santa Fe, un hincha enfermo que mandó a hacer papel higiénico con el escudo de Millonarios, en una definición desde el punto penal.
Puedo decir, en fin, que siempre he creído que no ha vivido de verdad quien no ha sufrido por su equipo del alma. Debo confesar que no entiendo qué hace en sus ratos libres la gente a la que no le gusta el fútbol. Y tengo que reconocer que ver goles es la vida de mi vida.
Pero es cierto que el segundo tiempo de la contienda que Colombia perdió contra Estados Unidos me quitó por completo las ganas de vivir. Porque era ese el partido que había que ganar. Ese era. Perder ese era resignarse, por siempre y para siempre, a ser pragmáticos. A no matarse por ninguna causa que no fuera el dinero. A no desgastarse por nada que no fuera uno mismo.
Hubo un par de jugadas valientes en esa segunda parte. Nada más. El calor consiguió despintar lo que pasaba en el campo de juego. Los pases salieron tan mal que parecían mal a propósito. Los disparos al arco fueron tan torpes que daban ganas de entrar a jugar. Colombia hizo un gol en el minuto 89, unos segundos antes del minuto final, pero ya era demasiado tarde para reaccionar. Un par de movimientos después el juez Baldas señaló al cielo para anunciar el final del compromiso. Y el marcador final en las pantallas gigantes del Rose Bowl de Pasadena, a las 6:32 p.m. en el condado de Los Ángeles, era 1 a 2 a favor de los Estados Unidos de América. Una vergüenza. Un horror. La bandera de líneas rojas se paseaba por las gradas como si aquel equipo mediocre hubiera ganado ya el campeonato.
«El Aristócrata» Ismael Enrique Monroy entonces sentenció su suerte en vivo y en directo:
—Déjenme decirles, queridos oyentes, que no narraba yo un partido tan malhadado, tan paupérrimo, tan infausto desde que el reluciente Perú de Marquitos Calderón se dejó meter, por unos módicos pesitos, seis goles de la Argentina imperial de César Luis Menotti en el dramático Mundial de 1978.
No dijo nada más. No había nada más que decir. Con esas palabras terminó la transmisión. Con ese veredicto vino la canción de siempre. Vinieron los comerciales. Vinieron los créditos. Volvieron los comerciales. Y «El Aristócrata», de vuelta en su saco de cuello de tortuga, me reclamó el único triunfo que le quedaba. Volvió a decirme «se lo dije, gordo, se lo dije» para que no se me olvidara la incómoda conversación que habíamos sostenido a las 4:07 de la madrugada de ese mismo día. A mí no se me pasó por la mente nada aparte de sostenerle la mirada. Y responderle que «sí» con la cabeza para empezar el duelo y recordarle que me había vuelto mudo de un momento a otro.
Quise salir de ahí. Traté de empujarme con los bordes de la silla para ponerme de pie. Me quedé viendo un rato, sin embargo, la sombra en la que me había convertido: la de ese hombre obeso que llevaba un lápiz sobre la oreja.
¿Por qué me estaba pasando eso tan grave? ¿Por qué Dios me castigaba de esa manera? ¿Qué pecado había cometido para tener que cubrirlo perdiéndolo todo por un autogol? ¿Tenía que pagar por las soledades que había sentido mi mujer al lado mío? ¿Acaso yo sabía que «El Maniquí» Carabalí, el jugador que descubrí en los años ochenta en el Chocó, iba a acabar como acabó? ¿Qué diablos iba a hacer con esa ira que se me estaba tomando el cuerpo? ¿Y la gente? ¿La gente tenía que soportar así como así el derrumbamiento de sus ilusiones?
El sudor me obligaba a cerrar los ojos más de la cuenta. Así que las imágenes de ese estadio que iba quedándose vacío se me aparecían como diapositivas sobre la pared: un niño iracundo botaba a la caneca una de aquellas pelucas monas, inspiradas en la melena encrespada de «El Pibe» Valderrama, que vendían hasta por cincuenta dólares en los semáforos; un tipo que no lograba sonreír, disfrazado de hincha de Colombia, desde un teléfono celular hacía una llamada que comenzaba con las palabras «2 a 1»; un regordete de corbata, que había visto hacía unas semanas en las oficinas de la Dimayor, se desperezaba con los ojos aguados igual que un hombre que ya ha vivido casi todo; un impertinente le decía a un periodista del diario El Tiempo «a ver hijueputa: quiero ver qué va a escribir mañana».
Miré el reloj que mi papá me había regalado el día en que me advirtió que nunca más lo tendría en el cuarto de al lado para preguntarle la hora.
Me sostuve la frente con los cinco dedos de la mano izquierda. Y lo recuerdo así, así de preciso, porque entonces me vinieron a la mente los versos más tristes de la canción de Guillermo Buitrago que mi papá ponía en el tocadiscos siempre que llegaba de viaje:
Yo quiero pegar un grito y no me dejan.
Yo quiero pegar un grito vagabundo.
Oí esos versos mientras descendía hasta el primer piso del estadio. Me distrajeron un poco durante la rueda de prensa con apariencia de velorio en la que todos los miembros del equipo asumieron sus culpas. Seguí oyéndolos cuando me acercaba a la van para volver al hotel. Y dejé de oírlos (un silencio absorbente se tomó mi cuerpo) cuando tuve enfrente a Escobar Saldarriaga.
Dejó escapar una risita triste, de héroe derrotado, mientras un aguatero trataba de consolarlo con un chiste fácil. Y yo pensé con todo el cuerpo «¿de qué se ríe este hijueputa?».
Le sonreí. Le sonreí para disimular el odio nervioso que estaba sintiendo. Le di unas hipócritas palmadas en la espalda que significaban «maestro: eso le pasa a cualquiera». Le propuse, con una serie de gestos aparatosos, que jugáramos una partida de póquer de las que jugábamos de cuando en vez en los hoteles de las concentraciones. Y, como no entendió por qué le hacía esa mímica tan tonta, le señalé mi garganta (alguien le dijo: «al gordo se le fue la voz») mientras se despedía de mí con esa decencia que era siempre una sorpresa en semejante manicomio. «La vida no se acaba aquí», me dijo con su sonrisa benévola. Pero yo ni siquiera pude despedirme. No fui capaz. Vi que la mano se me había quedado, en forma de revólver, apuntándole a mi yugular. Y esa imagen me paralizó un paso antes de subirme al vehículo que nos llevaba a todas partes.
Traté, en vano, de amarrarme los zapatos. Tambaleé. Apreté los dientes. Sentí que me tragaba mi propio corazón. Fue la primera vez que me vino a la cabeza la idea de matarlo.
Pero no tenía voz. No era capaz de decir «esto era lo que me faltaba» ni me salía la frase «vamos a perder» ni podía pegar siquiera un grito vagabundo. Estábamos al aire. Había llegado mi turno de opinar sobre la tragedia. Y en vivo y en directo, en plena transmisión radial, se me morían todas las palabras entre la garganta. Eran las 5:09 p.m. del miércoles 22 de junio en el Mundial de fútbol de 1994. Minuto 33 del primer tiempo del partido nefasto que Colombia jugaba contra los Estados Unidos. En las pantallas gigantes del estadio en donde sucedía el encuentro, el Rose Bowl de Los Ángeles, se repetía por segunda vez la jugada de pesadilla que acababa de ocurrir: ese horrendo autogol. Y eso era lo peor de todo. Y era, precisamente, lo que debía comentar. Que perdíamos 0 a 1 con los locales porque el defensa Andrés Escobar Saldarriaga, inquebrantable número 2 de la selección colombiana, había hecho un gol en su propia portería.
Alguien me dijo «Pepe: a ese desgraciado lo van a matar». Otro se apresuró a aclarar «no matan a nadie por eso». Ninguno en ese infierno imaginaba que yo no volvería a hablar jamás ni mucho menos que me empeñaría en ser el asesino.
El calor era un muro: 36 °C en la sombra. Desde la cabina de la emisora, en donde me había pasado los últimos treinta años haciéndole creer a la gente que no era un gordo malpensado sino un atinado comentarista radial, yo, Pepe Calderón Tovar, hijo de la ciudad de Neiva, en el templado Huila, veía la impaciencia en las caras de los hinchas, en los pies de los apostadores y en las manos de los barones del fútbol colombiano. Los otros 93.688 espectadores se desfiguraban sobre las gradas, incrédulos, igual que velas encendidas por ambos lados. El árbitro italiano Fabio Baldas era una estatua que señalaba el centro del campo. Y ese hombre sentenciado, el abatido defensor Escobar Saldarriaga, miraba fijamente el pasto marchito del campo de juego porque tampoco creía que eso estuviera pasando.
Mi compañero de transmisión, «El Aristócrata» Ismael Enrique Monroy, un energúmeno de buen corazón con quien llegué a pasar, en aquellos años, mucho más tiempo que con mi exesposa, me dijo en voz muy baja: «hable usted, gordo, que yo no puedo respirar». Y fue entonces cuando descubrí que no era que no tuviera nada qué decir, sino que de un segundo a otro había perdido la capacidad de hablar. Traté de darle las gracias a «El Aristócrata», que en paz descanse, en mi tono de comentarista radial. Traté de llamarlo por su nombre o por su apodo. Busqué, dentro del vasto diccionario mental que me hizo popular, una palabra que lograra sacarme del pozo. Pero unos segundos más tarde, cuando mi silencio dejó de ser una señal de prudencia para convertirse en una incómoda afonía al aire, le señalé mi garganta como diciéndole «maestro: el problema es que no tengo voz». Carraspeé. Moví la boca en vano en el intento de decir «soy mudo». Y entonces negué con la cabeza. Y negué después con las dos manos.
— Profesor Calderón: su comentario sobre esta debacle, sobre este Apocalipsis, sobre esta mueca de tintes dantescos que acabamos de ver — dijo la impaciencia de Monroy en el micrófono. Qué cara tenía. La nuca le jalaba la frente. Las fosas nasales se le cerraban como párpados. Los ojos aguados se le resbalaban en las cuencas. Su voz ronca era un hilito. Primero pensó que me estaba burlando de él. Después creyó que aquella era mi manera de protestar por el fútbol miserable que estaba jugando Colombia. Entonces, frente a mi cara de zozobra, se dio cuenta de que la cosa era más grave de lo que parecía en un principio.
«Creí que me iba a desvanecer, gordo, creí que lo iba a dejar a usted solito en ese calor tan hache pe», me respondió cuando le pedí por correo electrónico que me ayudara a recordar ese partido porque mi memoria se estaba venciendo. «Pero la cosa fue al revés, mijo, al que le dio el patatús fue a usted», agregó como si no estuviera escribiéndome sino hablándome. Y lo dijo porque así fue. Ese ardiente miércoles de junio, cuando le escribí en una servilleta manchada de café la frase «no puedo hablar», «El Aristócrata» Ismael Enrique Monroy, que solía morirse de la ira, pero que fue siempre un gran amigo, se sintió más solo que cuando le dijeron que había muerto su madre.
No estaba pálido, no, porque el hombre era más moreno de lo normal, pero se veía que estaba a un par de arcadas de vomitar. La verdad es que no era para menos.
La selección Colombia que había cambiado la historia del fútbol del país a punta de jugar bonito, el grupo de jugadores que en apenas ocho años había pasado de ser una de las cenicientas de las eliminatorias a ser el favorito número uno para ganar el Mundial de 1994, era ahora una manada de niños soberbios. Se habían intoxicado con una fama que pocas veces se alcanza. Ya no le hacían caso a nada ni a nadie. Y a todos, desde los directores técnicos hasta los aguateros, desde los hinchas hasta los comentaristas deportivos, se nos había contagiado la arrogancia. «Esta jugada genial necesita ser comentada por nadie más ni nadie menos que “El Poeta” Calderón», gritaba triunfal, en los partidos de preparación, mi compañero. «Adelante, profesor», me decía al aire.
Nos hacíamos los ciegos ante la indisciplina del equipo. Parecíamos sordos siempre que alguien se atrevía a decirnos «se van a estrellar con la realidad en algún momento».
Quedábamos mudos cuando alguien preguntaba «¿y si les fuera mal…?». Todavía nos recordábamos en voz alta los unos a los otros que habíamos clasificado al Mundial sin perder una sola vez. Aún nos vanagloriábamos por haberle ganado 5 a 0 a Argentina en su propio estadio durante las eliminatorias. Odiábamos que nos dijeran que la suerte había tenido mucho que ver en el proceso. «Así tenía que ser, mi querido profesor, estaba escrito en las tareas pendientes de mi Dios que llegáramos vírgenes e invictos a la Copa del Mundo», gritaba mi compañero de cabina el día que clasificamos.
De un día a otro, de buenas a primeras, todos éramos profetas. Todos, desde el niño grosero del kínder hasta el presidente de la república, éramos videntes. Todos, desde «El Aristócrata» hasta «El Poeta», como me apodaba mi amigo por el cuidado que puse siempre a la hora de elegir cada palabra, sabíamos qué iba a suceder. Semanas atrás, antes de poner un solo pie en un estadio de Norteamérica, antes de echar a rodar el balón en un solo partido de los tres que se jugarían en la primera fase del torneo, nos habíamos declarado campeones mundiales. Estábamos completamente seguros de que nos llevaríamos la copa más importante del planeta. Algunos nos habíamos atrevido, incluso, a apostar por los triunfos de Colombia los ahorros de toda una vida.
Pero esa selección invencible había sido derrotada en el primer partido de la primera ronda, el partido contra el equipo de Rumania, el sábado 18 de junio de 1994. Y cuatro días más tarde, aquel 22 a las 5:10 p.m. en el campo raído del Rose Bowl, tenía el descaro de ir perdiendo 0 a 1 con una de las escuadras más débiles del planeta. Y el gol, como si fuera poco, había sido un autogol. Y el autor, como si no bastara, era el jugador más confiable de todos los jugadores del conjunto colombiano. Así que el malencarado de «El Aristócrata», narrador de pelo en pecho que se lo debía todo al fútbol, desde sus seis mujeres solitarias hasta sus once hijos con mal de San Vito, estaba a punto de mandar la transmisión al carajo.
Porque además, por primera vez en veinticinco años, tenía que arreglárselas sin mis comentarios.
Yo abría la boca, pero solo me salían bocanadas de aire. Y el explosivo Monroy, que perdía la cabeza por mucho menos que eso, no tenía ni idea de qué hacer. Decía, por esos días, que estaba perdiendo el oído. Se le pasaba por la mente la posibilidad de que estuviera burlándome de su situación. «Uno nunca sabe», le gustaba decir. «Uno no sabe ni siquiera cuando sabe».
Lo primero que se le ocurrió a su ira fue señalarme con el dedo. Lo segundo fue relatar, con el odio, los ademanes y los adjetivos de una mujer despechada, el peor partido que había jugado ese equipo que tanto queríamos.
Cómo era de linda la radio cuando la televisión no era lo que es. Cómo era de grato ser esa voz en la que la gente confiaba a ojos cerrados. Podíamos inventarnos partidos de fútbol apoteósicos o etapas heroicas de la vuelta al Táchira. Podíamos lograr, a punta de palabras, que nuestros deportistas preferidos perdieran con dignidad. Todos los oyentes eran niños. Todos nos creían todo.
Pero esa tarde, en la que el mundo era ya este mundo aburrido en el que todos sabemos lo mismo, a «El Aristócrata» Monroy, oriundo de Ocaña, Norte de Santander, le tocó decir la verdad sobre lo que estaba pasando en el campo de juego. Ese primer tiempo fue, a partir del autogol de Escobar, una suma de equivocaciones: los once futbolistas colombianos temblaban de los nervios; cada uno fracasaba por su lado en el momento de llegar a la otra cancha; y el capitán del equipo, el genial Carlos «El Pibe» Valderrama, era un fantasma de melena amarilla que perdía el balón con esos atolondrados jugadores de básquet de un país al que el fútbol le tiene sin cuidado.
«Era como si los integrantes del equipo colombiano se acabaran de conocer», me recordó el otro día el periodista Fernando Araújo. «Valderrama nunca se había equivocado tanto».
Fue un error tras otro error tras otro error. Ocurrió así como lo estoy diciendo. Y así lo describió mi compañero de tantas gestas, «El Aristócrata» Monroy, con ese lenguaje florido que no conoce la timidez. «Al equipo le falta saltabilidad, mostrabilidad, presencia», dijo para remplazar mis legendarias descripciones minuciosas. Durante los doce minutos brevísimos que quedaban del primer tiempo, me miró varias veces de reojo, de golpe, como si quisiera sorprenderme para que la voz me volviera de un susto. «No me haga esto, gordo, no me deje solo con este partido», me decía cuando llegaban las cuñas al tiempo que me ofrecía un poco del Menticol que se echaba detrás de las orejas para refrescarse.
Pero todo pasa a mil por hora en una transmisión de esas. Y yo sólo alcanzaba a abrir más y más los ojos.
Una cosa antes de seguir. Una cosa importante. Mis profesoras del colegio decían que lo mío eran las palabras. «Alguna vez vas a escribir un libro», me dijo doña Carmencita Rocha, la maestra de castellano que siempre fue vieja, una mañana en la que leí en voz alta una composición sobre las fiestas de San Pedro. «Vas a ver: te vas a acordar de mí». Y claro que me acuerdo, doña Carmencita, porque acá estoy escribiendo estas memorias. La verdad del asunto es que fue la psiquiatra bogotana Elena Lozano de Rivera, que mi hija me recomendó hace unos cuatro años, la que me puso a escribir. Pero sobre todo debo agradecerle su trabajo al periodista Leopoldo Mendoza Aragón, recomendado de mi condiscípulo poeta Pompilio Iriarte Cadena, por haberme dado una mano para encontrarle un orden a estos recuerdos.
Mi mamá huilense fue una maestra habladora toda su vida. Mi papá tolimense, a pesar de sus famosos «problemas físicos», fue un locuaz juez municipal hasta el día en que murió. Y yo fui llamado «El Poeta», ya lo he dicho, gracias a mi pericia en el manejo del idioma de Cervantes. Pero, salvo esas semanas del Mundial de 1982 en las que escribí una celebrada columna sobre fútbol en el Diario del Huila, poco he intentado poner las cosas por escrito. No acaban de gustarme los computadores. Soy extremadamente lento en el teclado. Y la memoria se me ha estado yendo, en estos últimos años, como se le va la esposa a uno un día cualquiera. Sin la seriedad de viejo de Mendoza Aragón, sin todos esos colegas míos a los que entrevistó en busca de las piezas del rompecabezas, probablemente no estaría escribiendo lo que pasó como pasó.
Yo, que me he pasado más de diez años sin hablar, no habría tenido la paciencia para oír las grabaciones de los partidos que comenté en busca de lo que Mendoza llama mis «muletillas verbales». No me habría ido tardes enteras a confirmar mis recuerdos en las microfichas de los periódicos de la época que se encuentran en esas máquinas del futuro de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. No habría sido capaz de ir a los lugares de los hechos ni mucho menos de preguntarles a los protagonistas de la tragedia qué pensaron, qué sintieron, qué vivieron mientras yo completaba mi odisea. Habría negado que alguna vez escribí en el periódico de mi tierra que a este país lo que le hacía falta era un dictador pacífico para que tuviéramos una selección campeona del mundo. No habría entendido que hay gente que no sabe de qué estoy hablando cuando hablo de la fifa, de una chilena o de un fuera de lugar.
Que queden, pues, las cartas sobre la mesa. He escrito todo un Epílogo (que yo prefiero llamar Tiempo extra) que cuenta mis dilemas de vida o muerte a la hora de terminar este volumen: es el séptimo capítulo del libro. Odio esas autobiografías baratas que dejan en la sombra a la mitad de sus autores. Y la gran verdad de este Autogol es que fue gracias a Mendoza Aragón que logré, a punta de palabras, que no fuera un escandaloso best seller de la editorial Oveja Negra, que acabara con los mitos que se han tejido en el país alrededor de mi mudez, que se metiera, como solo puede hacerlo una novela, dentro de las cabezas de todos los involucrados, y que describiera sin amarillismos ni rodeos el infierno que protagonicé en los días del Mundial de 1994. La palabra del diccionario es «providencia».
No negaré que hice lo que hice en ninguna de las páginas que vienen. No negaré que me llené de odio puro contra un hombre que quise alguna vez. Ni que, embotado por aquello que los especialistas llaman «demencia temporal», completamente convencido de que ese era mi destino, cometí la barbaridad que sabemos que cometí. Advierto, sin embargo, que no les daré gusto a todos: solamente asumiré las culpas que me correspondan.
Bien. Sigo. La primera parte del partido terminó 0 a 1. Los equipos dejaron la cancha bajo los gritos de las tribunas. El campo de juego se quedó atrás como un camposanto. La gente aguantó quieta el intermedio de 15 minutos, sin sonreír ni pensar en otras cosas, porque cualquier movimiento brusco podía acabar con las posibilidades de que Colombia empatara. Yo cerré los ojos varias veces con la esperanza de que abrirlos me devolviera la capacidad de hablar. El malgeniado Monroy revisó que no estuviéramos al aire. Se quitó el saco cuello de tortuga que se ponía para que nadie se diera cuenta de que era bajo y lampiño. Se alejó, por si las moscas, de los micrófonos. Se peinó los tres pelos que le quedaban. Y, como se trataba de traerme de vuelta al mundo, me dijo en el oído «se lo dije, gordo, se lo dije».
Yo me encogí de hombros. Le sonreí como una víctima. Traté de recobrar el aliento perdido e hice lo que pude para no pensar en las gotas de sudor que me rodaban por los brazos.
—¿Nada? —me preguntó, señalándose la manzana de Adán, cuando se dio cuenta de que yo seguía mudo—. ¿Nada de nada?
¿Qué podía ser? ¿Qué estaba pasando? ¿Sería el corazón? ¿Sería la conversación de la madrugada, sería la noticia que me había dado mi hija en la mañana, sería el trauma del autogol o la ternera apanada de la noche anterior? Nunca en toda su vida había visto «El Aristócrata» Monroy algo como eso. Jamás. En ningún rincón de ningún estadio de ninguna parte. ¿Y si me regalaba uno de esos Halls Mentholyptus que tanto le gustaban? ¿O si me conseguía un vasito de aguardiente? ¿O una taza de té? Me miró de arriba abajo. Me volvió a mirar. No notaba nada raro, no, todo parecía estar en su sitio. ¿Estaba peinado hacia el lado en que atacaba la selección? ¿Mis uñas estaban mordidas? ¿Traía mis achiras en el bolsillo del pantalón? ¿Tenía puestas las medias que me ponía siempre que jugaba Colombia? ¿El lápiz amarillo estaba sobre mi oreja? ¿Llevaba en la billetera la foto de mis padres que mi mamá me había entregado el día que me dejó botado en Garzón?
—Yo también tengo mis líos, gordo, no se crea que usted es el único al que le está pasando esto —reclamó.
Me tragué dos mentas de esas. Me tomé un vaso de no sé qué porquería que me trajo no sé qué mujer que trabajaba en no sé dónde. Revisé uno a uno mis seis agüeros para antes de cada partido: el peinado, las uñas, las achiras, las medias, el lápiz, la foto. Y no. Nada de nada. Todo estaba en orden pero todo estaba mal.
—Tiene que ser brujería, mijo, no se me ocurre nada más —sentenció mi compañero.
Y sucedió entonces lo que me temía. El productor de las transmisiones de Estados Unidos 94, un caleño tartamudo llamado Félix Cortés, que se echaba eucaliptos en los bolsillos para no oler a cigarrillos Pielroja, que en los momentos críticos parecía marica porque tenía una mano con vida propia, que era odiado por todos pero estaba donde estaba gracias al respaldo de los dos hermanos que gobernaban el cartel de Cali en aquel tiempo, apareció en la cabina cuando faltaban cinco minutos para que comenzara la segunda parte. Estaba hecho una tatacoa. Quería saber qué estaba pasando. Quería saber qué me creía. Su voz gangosa me exigía que le dijera por qué putas (así dijo: «por qué putas») me había negado yo a seguir hablando.
Ya sabía yo, gritó, que comentar un partido de la selección Colombia en un mundial era una gran oportunidad. Ya sabía yo que la vicepresidente de producción estaba haciendo recortes en la empresa. Que un gordo jorobado de cincuenta años, que andaba por todas partes con un pañuelo con el que se secaba la frente, no era precisamente el futuro de la radio colombiana.
Le mostré la servilleta en la que había escrito «no puedo hablar». Abrí los brazos con las palmas de las manos hacia el cielo para decirle «dígame qué quiere que haga». No sé por qué pensé que iba a pegarme. Siempre, desde los días del colegio, he tenido la sensación de que alguien va a pegarme. Perdónenme la licencia, perdónenme el pesimismo, pero desde niño he creído que la única manera de sobrevivir al mundo es haciéndose a un ladito.
Cortés blasfemó hasta que se le secó la boca. Exclamó «no se le pueden pedir peras al horno» porque era tan malo como el Chapulín Colorado para los dichos populares. Mandó a llamar a un médico para que me revisara lo que llamó «las cuerdas bucales». Y por el teléfono satelital que llevaba colgado en el cinturón pidió que alguien me remplazara desde los estudios en Bogotá «mientras a la estrellita le vuelven las ganas de hablar». La verdad es que me odiaba pero no podía hacerme nada. Yo no tenía ningún problema con sus padrinos. Y la tal vicepresidente de producción, una abogada cuarentona llamada Sara Olarte, no solo iba de coctel en coctel diciéndoles a todos que vivía fascinada con mi voz gruesa, con mi manejo de la lengua española, sino que no perdía ninguna oportunidad para dejar en claro que éramos buenos amigos.
«Pepe Calderón Tovar y yo somos almas gemelas», les decía cuando se atrevían a sugerirle que contratarme por semejante suma de dinero (que era una chichigua comparada con lo que ganan los que sí ganan) había sido un error.
Sí lo éramos. Sí éramos buenos amigos. Cada vez era más claro que podíamos enamorarnos: nos hacíamos juntos en las esquinas de los ascensores vacíos, fingíamos estar de acuerdo en las cosas fundamentales, sentíamos que un día se perdía cuando no alcanzábamos a oírnos. Si nada pasaba, si no se iba el uno a la boca del otro, era porque en ese entonces seguía yo esperando que mi amada esposa volviera a la casa. Tal vez no ayudaba mucho que yo estuviera pesando 107 kilos.
Quisiera saber qué piensa Sara de todo esto. Quisiera volver a oírla alguna vez. Pero aún hoy no me atrevo. Todavía la veo cerrando los ojos para dejarse envolver por mi voz, quizás también para imaginarme un poco menos gordo de lo que era, mientras nos tomábamos una jarrita de cerveza en el restaurante de la esquina de la emisora. Todavía trato de no ir a los sitios donde sé que puede estar. Aún me duele no haber podido superar lo que nos pasó esas noches en el Hotel Marriott de Fullerton. Me molesta haberle colgado el teléfono en plena confesión a distancia. Y no haber sido justo, haberle dado la espalda, en la habitación de la clínica de Medellín. Querría haberme quedado con esa última hoja que le dejé en la mano.
Solo me queda esperar a que Dios nos conceda la oportunidad de hacer las paces antes de que alguno de los dos se muera. Aunque a mí me quede poco tiempo de vivir.
Quise gritar mil cosas durante el segundo tiempo del partido. Se me atragantaron los consejos rabiosos y las maldiciones. La desdibujada selección Colombia se fue con toda contra Estados Unidos, atacó, contraatacó, disparó a donde pudo, pero lo hizo sin puntería ni orden ni talento. Y entonces, cuando se cumplieron los primeros 7 minutos de la parte complementaria del encuentro, un contragolpe de los gringos dejó las cosas 0 a 2. Y ya no hubo nada más que hacer. «Estados Unidos, ese supuesto equipo de aficionados, sacaba del torneo a esa supuesta potencia llamada Colombia», nos dijo mi amigo Fernando Araújo, de El Espectador, en el Café Pasaje del centro de Bogotá hace apenas unas semanas. «Y ante tanta desidia era imposible que pudiera aparecer el empate».
Juro por Dios que traté de comentar lo que veía. Yo era el primer interesado en que las palabras salieran de mi boca. Yo sí que sabía que lo peor que podía pasarme en la vida era perder la voz.
El problema era que a mí también se me había pasado por la cabeza que la selección Colombia iba a ganar el Mundial de fútbol de los Estados Unidos. Le había apostado los ahorros de toda mi vida a que llegábamos a la fase final. Estaba seguro de que ese triunfo iba a salvarme de la rutina trágica en la que acababa de caer. Mi esposa Cecilia se había ido («porque tú eres tú, Pepe Calderón, y yo ya estoy cansada de eso») unos días antes de cumplir los primeros veinticinco años de casados. Mis dos hijos no me pasaban al teléfono en las noches porque temían que, ahora que su madre no me planchaba las camisas ni me cocinaba los tamales del domingo, les tocara cuidarme como a un niño.
Se me iban los fines de semana jugando solitario en el sillón masajeador de la sala. Si acaso, cambiaba de sudadera. Nadie supo nunca lo que me pasaba. Ni siquiera «El Aristócrata». Cecilia, mi esposa, de la que estuve profundamente enamorado hasta hace más bien poco, se fue de la casa en octubre de 1992. Y yo no se lo reconocí a nadie, ni a mis colegas ni a mis parientes ni a nadie, hasta que la noticia de mi retiro de la emisora empezó a circular entre la gente del medio. Si me preguntaban por ella, si me preguntaban por qué no había podido acompañarme a tal o cual asado, les respondía que estaba en clases de pintura. Y miraba entonces mi reloj para confesarles que tenía que recogerla en menos de una hora.
Fingí durante mucho tiempo, pues, que aún vivía mi vida. Hasta julio de 1994 me dije a mí mismo que si seguía como si nada, si cuidaba el apartamento como Cecilia lo cuidaba (si regaba las matas, si limpiaba el polvo de las porcelanas, si ponía los adornos de Navidad en donde ella los ponía) e iba a trabajar el lunes como si el fin de semana hubiera sido maravilloso, tarde o temprano todo volvería a ser igual que antes.
Cometí un error gravísimo. Lo reconozco. Pensé, no sé muy bien por qué, que una de las razones por las que me había dejado mi esposa era porque jamás había logrado convertirme en un comentarista deportivo de sueldo millonario: un Hernán Peláez Restrepo, un Carlos Antonio Vélez, un Iván Mejía Álvarez. Pensé que a ella siempre le había dado vergüenza verme tan abajo en la pirámide. Que no era fácil estar casada con un ser tan indefenso dentro de la cadena alimenticia. Y entonces, para darme el lujo de decirle «Ceci: ahora puedo comprarte la casa que querías», para decirle «ya tienes tu casa: ya puedes volver», aposté todos los ahorros que guardaba en el banco a que Colombia llegaba a las finales del Mundial del 94: la apuesta más ganada del planeta.
Así que quería gritar, en el segundo tiempo del segundo partido que perdía la selección, que ya sabía yo por qué estaban jugando a media marcha, que eran todos unos hijos de puta vendepatrias, que esa derrota era lo único que me faltaba para que el suicidio se me convirtiera en el plan ideal para ese viernes en la noche. Pero lo único que me faltaba era, en verdad, perder la voz. Y ya no la tenía. Y nunca volvería a tenerla. Solo me quedaba quitar la mirada del campo de juego cada vez que Estados Unidos tenía la pelota en su poder. Ni siquiera era capaz de decirme a mí mismo «así es el fútbol». Pensaba «y ahora me voy a quedar sin trabajo». Me decía «Monroy tenía razón sobre estos tipos».
En honor a la verdad, a Dios lo que es de Dios, el coordinador de transmisiones Félix Cortés, ese pequeño tirano sin nadie a la mano para tiranizar, hizo lo que pudo para que yo pudiera comentar el resto del partido. Mostró su innegable eficiencia de hombre de negocios. Llamó amigos e invocó santos. Buscó desde su teléfono satelital a la bruja de Buenaventura que predijo el desastre de la selección. Se perdió lo que quedaba de la catástrofe futbolística, como una gallina amanerada, buscándome algún mago que me liberara de ese hechizo. Ahí, en plena tribuna, dos médicos gringos me miraron la garganta: «Mister Pepe: It looks like laryngitis», «Are you gargling with a fifteen per cent alcohol mouthwash every night, Mister Pepe?», «Have you had fever in the last hours, Mister Calderón?»
Un viejo amigo de Cortés a quien llamaban «El Bizco», un veterinario metido a pequeño socio, a sacamicas, a testaferro de aquellos hermanos de Cali por cuenta de su asombroso fanatismo por el fútbol, se lanzó a hacerme un diagnóstico hacia el minuto 27 de ese segundo tiempo: lo más probable, dijo, era que mis cuerdas vocales estuvieran plagadas de pólipos.
Una enfermera costarricense, que sí se atrevió a asomarse a mi tragadero y sí notó que era un hombre con la presión alta, me preguntó si acababa de ser testigo de algún acto de violencia. Yo negué con la cabeza. Después me encogí de hombros.
Me resistía a creer que mi sistema nervioso fuera tan cobarde frente a las decepciones. Trataba de recordar si sí me había tomado la pastilla del corazón. Sólo podía pensar que en toda mi vida de aficionado, desde que fui director técnico del equipo del Seminario Conciliar de Garzón hasta que conseguí ser el comentarista principal de esa emisora indolente que acabó conmigo, jamás me había sentido tan maltratado por un partido de fútbol. Nunca. Perdónenme la licencia, discúlpenme la digresión, pero la vida ha sido para mí las horas que faltan para el siguiente partido. Y el mundo se me ha parecido siempre a un campo de juego en el que las guerras no se acaban hasta que se acaban.
He ido por todo el planeta detrás del balón. Vi a Pelé engañar al arquero de Uruguay en el estadio Jalisco de Guadalajara, en plena semifinal del Mundial del 70, en ese gol que nunca fue pero que sigue siendo el mejor gol que hemos visto. En el Olympiastadion, en Múnich, no fui capaz de mirar el penalti con el que el defensa alemán Paul Breitner puso las cosas 1 a 1 en esa apretada final contra Holanda. Grité de emoción en el torneo del 78, en el estadio Monumental, en Buenos Aires, cuando el puntero holandés Dick Nanninga conectó ese cabezazo al arco argentino justo en donde el carpintero puso la escuadra. Odié a muerte a «El Bambino» Paolo Rossi en el Sarriá, en Barcelona, por meterle tres goles al último Brasil decoroso en la segunda ronda de España 82. En México 86, en el Azteca del d.f., les dije a mis colegas que el gol que Diego Armando Maradona acababa de hacerles a los ingleses había sido con la mano. Estuve en el Giuseppe Meazza de Milán, en el campeonato del 90, cuando Carlos «El Pibe» Valderrama metió ese pase al fondo que nos llevó a empatarle 1 a 1 a Alemania en los primeros segundos del último minuto.
Mis dos hijos dicen que me he pasado la vida hipnotizado por los tiros de esquina, los penaltis y los fuera de lugar. Mis hijos no tienen ni idea de fútbol. Y a veces, porque están siempre listos a odiarse el uno al otro por cualquier cosa, dudo de que de verdad sean mis hijos. Pero lo que dicen es cierto.
Puedo quedarme atrapado en cualquier encuentro, Pumas contra Morelia, Atlético Huila frente a Deportes Tolima, cuando paso los 666 canales de televisión que invaden el aparato en estos días. Los únicos programas que no me duermen son los partidos de fútbol.
Llego tarde a cualquier cita si me tropiezo por el camino, en algún parque de Bogotá, con un partidito entre los obreros de alguna de las miles de construcciones que se llevan a cabo en estos días en el barrio en el que vivo: Chapinero.
Algunos de los objetos más preciados de mi vida son los libros en donde guardo los autógrafos («Para Pepe Calderón de su amigo Pelé», «Para mi amigo Pepe de Alfredo Di Stéfano») de los futbolistas que más he querido yo en la vida. Solía regresar de todos los mundiales con un tomo lleno de las firmas de mis jugadores preferidos.
Mi apartamento fue, alguna vez, un museo del balompié. La gente me visitaba solamente para conocerlo.
Sé que en este planeta no hay nada tan enloquecedor o tan espeluznante como un gol en el último segundo. He visto al hombre más fuerte del cartel de Cali doblegado por el dolor que produce un partido perdido. Consolé, como a tres huerfanitos, a un implacable hombre de negocios, a un capo del cartel antioqueño y a un senador con modales de ganadero que acababan de ver goleado a su Independiente Medellín. Fui testigo de la muerte lenta de un seguidor del Unión Magdalena que se negó a probar alimentos hasta que su equipo fuera campeón de la liga nacional. Presencié el infarto de un hincha de Santa Fe, un hincha enfermo que mandó a hacer papel higiénico con el escudo de Millonarios, en una definición desde el punto penal.
Puedo decir, en fin, que siempre he creído que no ha vivido de verdad quien no ha sufrido por su equipo del alma. Debo confesar que no entiendo qué hace en sus ratos libres la gente a la que no le gusta el fútbol. Y tengo que reconocer que ver goles es la vida de mi vida.
Pero es cierto que el segundo tiempo de la contienda que Colombia perdió contra Estados Unidos me quitó por completo las ganas de vivir. Porque era ese el partido que había que ganar. Ese era. Perder ese era resignarse, por siempre y para siempre, a ser pragmáticos. A no matarse por ninguna causa que no fuera el dinero. A no desgastarse por nada que no fuera uno mismo.
Hubo un par de jugadas valientes en esa segunda parte. Nada más. El calor consiguió despintar lo que pasaba en el campo de juego. Los pases salieron tan mal que parecían mal a propósito. Los disparos al arco fueron tan torpes que daban ganas de entrar a jugar. Colombia hizo un gol en el minuto 89, unos segundos antes del minuto final, pero ya era demasiado tarde para reaccionar. Un par de movimientos después el juez Baldas señaló al cielo para anunciar el final del compromiso. Y el marcador final en las pantallas gigantes del Rose Bowl de Pasadena, a las 6:32 p.m. en el condado de Los Ángeles, era 1 a 2 a favor de los Estados Unidos de América. Una vergüenza. Un horror. La bandera de líneas rojas se paseaba por las gradas como si aquel equipo mediocre hubiera ganado ya el campeonato.
«El Aristócrata» Ismael Enrique Monroy entonces sentenció su suerte en vivo y en directo:
—Déjenme decirles, queridos oyentes, que no narraba yo un partido tan malhadado, tan paupérrimo, tan infausto desde que el reluciente Perú de Marquitos Calderón se dejó meter, por unos módicos pesitos, seis goles de la Argentina imperial de César Luis Menotti en el dramático Mundial de 1978.
No dijo nada más. No había nada más que decir. Con esas palabras terminó la transmisión. Con ese veredicto vino la canción de siempre. Vinieron los comerciales. Vinieron los créditos. Volvieron los comerciales. Y «El Aristócrata», de vuelta en su saco de cuello de tortuga, me reclamó el único triunfo que le quedaba. Volvió a decirme «se lo dije, gordo, se lo dije» para que no se me olvidara la incómoda conversación que habíamos sostenido a las 4:07 de la madrugada de ese mismo día. A mí no se me pasó por la mente nada aparte de sostenerle la mirada. Y responderle que «sí» con la cabeza para empezar el duelo y recordarle que me había vuelto mudo de un momento a otro.
Quise salir de ahí. Traté de empujarme con los bordes de la silla para ponerme de pie. Me quedé viendo un rato, sin embargo, la sombra en la que me había convertido: la de ese hombre obeso que llevaba un lápiz sobre la oreja.
¿Por qué me estaba pasando eso tan grave? ¿Por qué Dios me castigaba de esa manera? ¿Qué pecado había cometido para tener que cubrirlo perdiéndolo todo por un autogol? ¿Tenía que pagar por las soledades que había sentido mi mujer al lado mío? ¿Acaso yo sabía que «El Maniquí» Carabalí, el jugador que descubrí en los años ochenta en el Chocó, iba a acabar como acabó? ¿Qué diablos iba a hacer con esa ira que se me estaba tomando el cuerpo? ¿Y la gente? ¿La gente tenía que soportar así como así el derrumbamiento de sus ilusiones?
El sudor me obligaba a cerrar los ojos más de la cuenta. Así que las imágenes de ese estadio que iba quedándose vacío se me aparecían como diapositivas sobre la pared: un niño iracundo botaba a la caneca una de aquellas pelucas monas, inspiradas en la melena encrespada de «El Pibe» Valderrama, que vendían hasta por cincuenta dólares en los semáforos; un tipo que no lograba sonreír, disfrazado de hincha de Colombia, desde un teléfono celular hacía una llamada que comenzaba con las palabras «2 a 1»; un regordete de corbata, que había visto hacía unas semanas en las oficinas de la Dimayor, se desperezaba con los ojos aguados igual que un hombre que ya ha vivido casi todo; un impertinente le decía a un periodista del diario El Tiempo «a ver hijueputa: quiero ver qué va a escribir mañana».
Miré el reloj que mi papá me había regalado el día en que me advirtió que nunca más lo tendría en el cuarto de al lado para preguntarle la hora.
Me sostuve la frente con los cinco dedos de la mano izquierda. Y lo recuerdo así, así de preciso, porque entonces me vinieron a la mente los versos más tristes de la canción de Guillermo Buitrago que mi papá ponía en el tocadiscos siempre que llegaba de viaje:
Yo quiero pegar un grito y no me dejan.
Yo quiero pegar un grito vagabundo.
Oí esos versos mientras descendía hasta el primer piso del estadio. Me distrajeron un poco durante la rueda de prensa con apariencia de velorio en la que todos los miembros del equipo asumieron sus culpas. Seguí oyéndolos cuando me acercaba a la van para volver al hotel. Y dejé de oírlos (un silencio absorbente se tomó mi cuerpo) cuando tuve enfrente a Escobar Saldarriaga.
Dejó escapar una risita triste, de héroe derrotado, mientras un aguatero trataba de consolarlo con un chiste fácil. Y yo pensé con todo el cuerpo «¿de qué se ríe este hijueputa?».
Le sonreí. Le sonreí para disimular el odio nervioso que estaba sintiendo. Le di unas hipócritas palmadas en la espalda que significaban «maestro: eso le pasa a cualquiera». Le propuse, con una serie de gestos aparatosos, que jugáramos una partida de póquer de las que jugábamos de cuando en vez en los hoteles de las concentraciones. Y, como no entendió por qué le hacía esa mímica tan tonta, le señalé mi garganta (alguien le dijo: «al gordo se le fue la voz») mientras se despedía de mí con esa decencia que era siempre una sorpresa en semejante manicomio. «La vida no se acaba aquí», me dijo con su sonrisa benévola. Pero yo ni siquiera pude despedirme. No fui capaz. Vi que la mano se me había quedado, en forma de revólver, apuntándole a mi yugular. Y esa imagen me paralizó un paso antes de subirme al vehículo que nos llevaba a todas partes.
Traté, en vano, de amarrarme los zapatos. Tambaleé. Apreté los dientes. Sentí que me tragaba mi propio corazón. Fue la primera vez que me vino a la cabeza la idea de matarlo.