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Ayer se murió Ignacio (Homenaje)

El fotógrafo colombiano Ignacio Gómez Pulido falleció en París. Dejó una obra fotográfica importante, tomada tanto en Colombia como en Francia y España. En este texto, el recuerdo de un amigo.

Lucas Maldonado L., especial para El Espectador
25 de enero de 2024 - 05:44 p. m.
Ignacio Gómez Pulido, fotógrafo colombiano fallecido en París, donde realizó la mayor parte de su obra.
Ignacio Gómez Pulido, fotógrafo colombiano fallecido en París, donde realizó la mayor parte de su obra.
Foto: Archivo Particular
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Me acabo de ver los ojos al espejo, y vi mi propia muerte. Uno muere un poquito todos los días. Y cuando se muere un amigo, tanto más. A Ignacio lo conocí por mi papá, fue uno de sus amigos del alma; y por mi mamá, era como un hermano que vivía en París. Mis papás, mi hermano y yo, cuando íbamos, dormíamos en su casa. Creo que también se murió París. Tengo que ir la última vez, pensé, al entierro. ¿Y dónde dormiré?

Su hijo me dice que hará una ceremonia en el “Crématorium du Père-Lachaise”. Averiguo un tren, me servirá para hacer duelo, tan necesario en vez de los malditos aeropuertos y los Boeing enlatados. Hay un tren de alta velocidad Barcelona París, me informa mi señora. 103 euros, 7 horas. Voy a pensarlo. Será un viaje tan triste a la ciudad tan fría y oscura.

Siempre me acuerdo de un viaje que hice con Ignacio a la tierra caliente de mi papá. A Bucaramanga por carretera cruzando el cañón del Chicamocha. Era el 2012. Mi papá había muerto hacía 10 años. Los mismos que yo llevaba en Bogotá, viviendo detrás de un biombo en la que fuera su oficina de arquitectura en las Torres del Parque, ganándome el pan de camarógrafo o haciendo shows estilo nazi en televisión, la mayor parte del tiempo borracho. Y me buscaron con la posibilidad de publicar un libro de tapa dura sobre mi papá, su vida y su obra (libro que yo ya había escrito con mi señora de esa época, y teníamos entre un cajón), cuando supe que Ignacio venía a Colombia.

Le conté primero a Fernando Jiménez, que en paz descanse, y que vivía como siempre en el piso de bajo mis papás. Y Fernando dijo que fuésemos los tres en su carro rojo, que él se apuntaba. Fernando y mi papá fueron amigos desde niños; ya universitarios en la capital, compartieron apartamento, un apartamento en el que también vivió Ignacio; y luego compraron un edificio entre los dos, Fernando y mi papá y sus respectivas parejas, e hicieron dos pisos y vivieron el uno en el de arriba, y el otro en el de abajo, y alojaban a Ignacio en sus viajes. Los dos eran arquitectos de profesión. Los tres, porque Ignacio también, solo que sus obras las hizo en París, y a Colombia cuando iba, siempre estaba tomando fotos. Dejó una obra fotográfica importante, tomada tanto en Colombia como en Francia y España, y de la que ya hablaremos.

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Entonces nos fuimos, los dos viejos que debían tener 74 años, y yo con 34, para Bucaramanga. Recuerdo a Ignacio callado todo el viaje. Solo miraba y a veces tomaba fotos. Ya estaba muy sordo, y solo de vez en cuando prendía el audífono, se integraba en la conversación, decía algo sumamente gracioso, y se volvía a ir. Siempre sentado en la silla de atrás del carro. Dos días de carretera la ida, y tres la vuelta. Y adelante Fernando y yo, conversando y oyendo música y fumando.

Ya en la ciudad de mi papá, un día fuimos a visitar el Centro Ferial, que había diseñado él hacía 18 años, y era un capítulo muy importante del libro. Teníamos dibujos y unas fotos de Ignacio, magníficas, del edificio enorme en construcción. Pero lo queríamos en uso, y con la exuberante vegetación de Bucaramanga. Cuando llegamos, vimos que no había tal vegetación, vimos que el edificio era invisible: habían ampliado de cualquier manera el original con pasadizos inverosímiles, y habían construido cada metro cuadrado del área circundante. El cemento, el hierro, el vidrio y el plástico sí que eran exuberantes.

Por fin, Fernando detuvo sus carreras en un patio y se echó a llorar. Yo no sabía qué hacer. Ignacio había desaparecido. Volvió, hizo como que tomaba tres fotos pésimas, y nos fuimos. A tomar cerveza a Girón. En esa época los borrachitos éramos felices, porque podíamos tomar cerveza y manejar a gusto. Los carros iban más despacio tal vez. O un ángel nos protegía. En esa casa tan elegante, en la esquina del parque principal de Girón, nos dimos una comilona considerable de chorizos, morcillas, patacones y yuca frita, todo con cerveza fría en vasos largos sobre manteles.

Ignacio me imagino que hizo cinco preguntas en total, con ansia de respuestas profundas como siempre. Yo feliz, bebía, lloraba, reía, y hacía todo tipo de ruidos. Y Fernando, bellísimo con su camisa blanca, disertaba. Contó lo que mi abuelo le había enseñado. Porque mi abuelo les daba clases, a mi papá y a él, de personalidad. Les decía, muchachos, si ustedes vienen del mercado por la calle, con un canasto lleno, y alguien los saluda para preguntarles qué traen en el canasto, ustedes digan, mire: unas cebollas largas muy bonitas, por ejemplo. Porque uno no puede andar avergonzado de lo que le gusta hacer. Y si a uno le gusta ir al mercado a comprar cebollas, pues va al mercado y las compra. Y si le preguntan, pues las muestra. Me acuerdo de las carcajadas. Pero eran otras épocas, era femenino comprar verduras, porque los hombres compraban la carne, tal vez, eso no me tocó, porque yo nací con los supermercados. No sé.

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Y todo esto era para contar de Ignacio, y terminé hablando de Fernando y hasta de mi abuelito. Ignacio era así. Como si siempre estuviera mirando, preguntando, propiciando, pero para esconderse. Su sordera le iba de perlas, para hacer sus fotos, tenía que desaparecer. Cuando pienso en el fondo fotográfico que dejó en una casa abandonada, en las profundidades de Castilla la Vieja -su obra en blanco y negro, por ejemplo, los negativos están en un mueble enorme de madera con cajones, llenos de sobres de papel vegetal, debe haber cerca de dos mil sobrecitos, cada uno con título y año escritos a mano, y cada uno con un rollo de 36, más de 60 mil fotos, miles de retratos- son siempre de otras personas. Por lo que yo conozco, que admito es poco, Ignacio no hacía autorretratos. Al contrario que yo. Fotos de verdad buenas, de él mismo, creo que no hay. Hay una que le hizo su señora recién llegado a París, la pongo, está escondido.

Y yo, aunque muerto, lo quiero mucho y estoy muy triste. Y me voy a ver si logro la foto que quiero y a beber sus cenizas.

Chao,

Lucas.

Nota para los que usan internet: Se le encuentra como Ignacio Gómez Pulido.

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Por Lucas Maldonado L., especial para El Espectador

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