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El arzobispo de Medellín, Manuel José Caycedo, sentenció: “Apremiado por el deber de alejar el peligro de perversión que traen las malas lecturas (…) decretamos que el libro del doctor Fernando González, Viaje a pie, está vedado por derecho natural y eclesiástico, y por tanto su lectura está prohibida bajo pecado mortal”.
Acusaban al autor de atacar los fundamentos de la religión con ideas evolucionistas y de blasfemar de Jesucristo.
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Para entender el disgusto hay que emprender el recorrido geográfico e íntimo que hizo el autor, acompañado de su amigo Benjamín Correa, desde Medellín hasta Buenaventura, pasando por pueblos y nevados.
En el prólogo de la segunda edición, Gonzalo Arango, padre del nadaísmo y seguidor del filósofo de Envigado, habló de la obra como el “discurrir de un espíritu por el tiempo y el espacio de su propia conciencia.”
González huyó de la religión a un mundo abierto que le permitiera buscarse. Había sido expulsado del colegio de los jesuitas por negar a Dios y leer a Nietzsche y Schopenhauer.
El viaje es una suma de burlas al dogma, teorías sobre el amor y la muerte, y ensayos sobre el origen del hombre y del Diablo, con conclusiones que escandalizaron a los curas y al partido que bendecían.
“¿Podrían existir el cura y el Partido Conservador si el Diablo no estuviera aquí, si no fuera con ellos condómino del país?”.
Postulados como ese y mofas a los grandes misterios del catolicismo, como el de la Trinidad, provocaron la ira santa. Cuando consiguieron un caballo para su compañero de viaje, González escribió: “¡Éramos tres! El número pitagórico. Dios son tres personas; nosotros éramos tres animales y un solo filósofo.”
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Pero fue el evolucionismo lo que desencajó al arzobispo. El autor validó el origen del hombre sin soplo divino. “Este animal extraño, cuyas patas posteriores eran más largas, bajaba de los árboles durante los inviernos, se apoyaba en los troncos, en posición bípeda y miraba allá lejos; a veces se percibía en sus ojos un relámpago malicioso; era esto la materia bruta del ingenio de Voltaire”.
Y como si se anticipara a la censura que habría de sufrir su obra, dejó escrito en su Viaje a pie que “en el infierno de los jesuitas están los buenos libros prohibidos”.