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11 de septiembre del 2001
La complejidad del consenso
La mayoría de las personas no recuerdan esto, desde luego, pero en la mañana del 11 de septiembre del 2001 había otro edificio considerado buen objetivo en la ciudad de Nueva York. Dos aviones se estrellaron contra las torres del World Trade Center el día en que se inauguraba el período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, un órgano permanente que cambia de presidente cada septiembre. En mi calidad de jefe de gabinete del presidente entrante del quincuagésimo sexto período de sesiones de la Asamblea General, asumí la responsabilidad de la mezcla de diplomacia, burocracia y capacidad de solución de problemas que requería la tragedia.
Montones de mandatarios extranjeros se encontraban en el tradicional desayuno de oración, en el comedor de los delegados, cuando alguien de mi equipo me informó que un avión se había estrellado contra una de las torres. Escribí rápidamente en un papel «avión estrelló World Trade Center y está en llamas», y le pasé la nota al presidente designado Han Seung-soo. El programa del desayuno, que incluía un discurso de apertura sobre la necesidad de la reconciliación, siguió su curso normal. Cuando el segundo avión se estrelló contra la otra torre, a poco menos de cinco kilómetros al sur del edificio de las Naciones Unidas, los guardias de seguridad interrumpieron el evento y escoltaron a todo el mundo hasta el sótano, un corredor gris que llevaba a salones de conferencia de tamaño mediano y a una cafetería. Todo el mundo tenía miedo de que hubiese otro avión. La seguridad de las Naciones Unidas ordenó la evacuación de cerca de quinientos empleados de la Organización y cientos de diplomáticos.
Mientras Han y yo atravesábamos corriendo la Avenida Primera en dirección a la Misión coreana, pensé en mi esposa, Soon-taek. Acabábamos de mudarnos a Nueva York por un año y habíamos alquilado un apartamento, que miraba hacia el sur, en un piso alto de la recién construida Trump Tower. Si Soon-taek estaba mirando por la ventana, debía de estar viendo el desastre que estaba teniendo lugar a solo cuarenta calles de allí. Me preocupé por lo que estaría sintiendo y quise correr a acompañarla, pero no había posibilidad de hacerlo.
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Este ha debido ser un día de celebración para la República de Corea, que gradualmente había ido adquiriendo mayores responsabilidades en el escenario mundial, pero el desastre, que todos supusimos era resultado de un ataque terrorista, dispersó mis pensamientos. Sentía la adrenalina corriendo por mis venas, pero no sabía qué hacer con ella. En pocas horas, coordinaría la respuesta del órgano mundial a una crisis sin precedentes, lo cual pondría a Corea en el mapa diplomático durante muchos años.
Diplomacia bajo presión
Nadie apuesta sobre quién será el próximo presidente de la Asamblea General porque esta persona es designada por su grupo regional hasta un año antes de que empiece el período de sesiones. El cargo rota geográficamente y, en septiembre del 2001, le correspondía el turno a Asia. No obstante, los Estados miembros solo votan por el presidente, los veintiún vicepresidentes y los presidentes de las seis comisiones, el día en que se inauguran las sesiones del órgano mundial. Esa tarde, el ministro de Relaciones Exteriores de la República de Corea, Han Seung-soo, iba a prestar juramento como presidente del quincuagésimo sexto período de sesiones de la Asamblea General, en una ceremonia rica en tradiciones y, desde luego, discursos. Pero la sesión fue rápidamente suspendida.
Por lo general hay una pausa de un día entre la última reunión de la anterior Asamblea General y el comienzo de la nueva. Pero este año se creó un desconcertante vacío de poder, pues el período de sesiones terminó antes de que se reuniera la Asamblea General. No había forma de saber cuándo serían formalmente elegidos el presidente de la Asamblea y los presidentes de las comisiones, y tampoco se habían finalizado la agenda de trabajo ni el orden de las votaciones. Era casi imposible contactar a la mayoría de los 192 Estados miembros porque la mayor parte de las líneas telefónicas habían dejado de funcionar, y las patrullas de policía habían bloqueado las calles cerca de las Naciones Unidas.
Esa tarde, el secretario general Kofi Annan convocó una rápida reunión de emergencia con el presidente saliente de la Asamblea General, Harri Holkeri, de Finlandia, y el presidente entrante Han, así como con sus asesores. Fuimos conducidos por la gente de seguridad de las Naciones Unidas a través de la Secretaría desierta hasta la oficina temporal del secretario general, ubicada en el sótano. A lo largo de ese año pasé innumerables noches en el edificio vacío de la Secretaría, pero ninguna fue tan inquietante como aquella. Todo el mundo se veía muy compungido, a medida que nos íbamos reuniendo en aquel pequeño salón, y fuimos directo al grano. El secretario general sugirió que abriéramos el período de sesiones de la Asamblea General al día siguiente, bajo estrictas medidas de seguridad. Nuestro único orden del día sería elegir a los nuevos líderes del órgano mundial, y hacerlo rápidamente. Aunque las líneas telefónicas no estaban funcionando, su oficina había logrado establecer contacto con los Estados miembros a través del correo electrónico, y nos comunicarían con las misiones, como se llama la representación de cada Gobierno ante las Naciones Unidas.
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Regresé a la Misión de Corea, caminando sin prisa en medio de la hermosa luz de la tarde. Un grupo de obreros había levantado una barrera en torno del edificio de las Naciones Unidas y, mientras oía a lo lejos el sonido de las sirenas, me pregunté cuánto tiempo estarían allí esas barreras. En ese momento por fin asimilé la magnitud del ataque: dos aviones comerciales, los edificios que se desplomaron, la cantidad probable de víctimas mortales y la espera de un nuevo ataque. Este había sido un ataque terrorista horrorosamente ingenioso y cruel, y temí que fuera el primer acto de una nueva era de violencia política.
Estaba convencido de que el mundo avanzaba en una dirección peligrosa, que haría que las Naciones Unidas fueran más importantes que nunca. La Organización es poderosa porque sus miembros, que comprenden casi todo el universo, representan a cada continente y cada forma de gobierno. Las naciones pequeñas y subdesarrolladas tienen el mismo voto que las superpotencias. Las Naciones Unidas, pensé en ese momento, deberían ser el foro más eficaz para luchar contra el terrorismo.
Han y yo no tuvimos tiempo de hablar sobre el ataque porque estábamos planeando una estrategia para nuestro primer orden del día: una resolución denunciando el terrorismo. La credibilidad del órgano mundial dependía de nuestra capacidad de condenar este acto espantoso de manera clara e inequívoca. En mi calidad de jefe de gabinete designado del presidente de la Asamblea General, convoqué una reunión de emergencia con los presidentes de los cinco grupos regionales de las Naciones Unidas: Asia, África, América Latina y el Caribe, Europa Oriental, y Europa Occidental y otros Estados. Estos embajadores desafiaron barricadas, tumultos y, probablemente, muchos temores para llegar hasta mi oficina.
Debido a que por lo general hay unanimidad dentro de los grupos regionales, esta era, sin duda, la manera más expedita de redactar una declaración con la que todas las naciones pudieran estar de acuerdo rápidamente. Era imperativo aprobar una resolución contundente en nuestro primer día de trabajo, o nos arriesgábamos a perder relevancia y el respeto de los demás. «Esta resolución debería ser una condena concisa, firme e inequívoca del ataque a los Estados Unidos y al mundo», dije. En principio, los embajadores coincidieron al instante y entonces pensé que elaborar el borrador sería relativamente sencillo, pero me equivoqué. Redactar una declaración —incluso una tan obvia como la denuncia del terrorismo— puede ser muy difícil cuando hay tantos puntos de vista. Esa es la razón por la cual tantas resoluciones suenan débiles. Empecé a moverme entre los grupos, proponiendo los términos del comunicado en una serie de negociaciones cada vez más frustrantes, que realizábamos en pequeños comités o, cuando era posible, vía telefónica. Este proceso me fue haciendo sentir cada vez más nervioso e irritado, mientras iba de un presidente regional a otro.
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En las calles de la parte central de Manhattan, algunas personas entraban en pánico, las noticias seguían siendo impensables y el reloj no dejaba de avanzar, mientras nosotros desperdiciábamos los minutos. A pesar de la urgencia, me di cuenta de que algunos grupos no sentían la presión del tiempo.
La raíz del mal
Los países árabes y otros insistían en que la resolución se pronunciara sobre las «causas profundas» del terrorismo. En el léxico de las Naciones Unidas, esta frase hace referencia a la pobreza y la ocupación e, implícitamente, a Palestina. Los Estados Unidos, en particular, detestaban esa fórmula, pues la interpretaban como la obligación de aumentar la ayuda para el desarrollo, además de ser abiertamente antisemita. Mencionar las supuestas causas profundas del terrorismo sería un obstáculo para redactar lo que debería ser una declaración corta y contundente. Al mismo tiempo, había estado editando el discurso de Han, acortándolo de treinta minutos a la mitad, y luego otra vez a la mitad, para cumplir con la directriz del equipo de seguridad de las Naciones Unidas de pasar el menor tiempo posible dentro del complejo de la Organización.
El borrador de la declaración contra el terrorismo avanzaba con dificultad y a trompicones, en medio del agotamiento. Empecé a preguntarme si los Estados miembros podrían llegar a un acuerdo sobre cualquier cosa, al ver que estaban prolongando tanto una resolución tan simple. En la tarde del 12 de septiembre, ya hacía treinta horas que se habían producido los ataques y el secretario general hacía rato que había publicado un comunicado en el que expresaba su condena y presentaba sus condolencias. La Asamblea General todavía no se había puesto de acuerdo en un texto, pero sentí una especie de consuelo cuando me di cuenta de que el Consejo de Seguridad, con solo quince miembros, tampoco había emitido ninguna declaración. Empecé a preguntarme si cada resolución sería como esta. Mi agotamiento llegó a un punto máximo y me sentí tentado a apoyar la cabeza sobre los brazos por unos cuantos instantes para descansar, pero no teníamos ni un segundo porque todos los delegados estaban esperando el borrador de la resolución. «Presidente Han —le dije cuando le entregué el último borrador de su discurso—, usted no puede dejar ir a los embajadores y no debe ponerle fin a la sesión cuando termine de hablar. Tiene que mantener a todo el mundo en el salón para que puedan votar a favor de la resolución». Sabía que él estaba reacio a prolongar la reunión, pero le dije que esta era nuestra única oportunidad de votar. Él entendió: era hoy, bajo estricta seguridad, o nunca. Sin embargo, todavía no teníamos el texto.
Las delegaciones estaban tratando de incluir demasiadas cosas en la resolución, de modo que les dije enfáticamente a los cinco presidentes regionales que ahora solo teníamos que condenar el ataque; en posteriores declaraciones podríamos referirnos a otros detalles. Finalmente, los árabes y varias naciones africanas retiraron su exigencia y aceptaron condenar el terrorismo sin mencionar las causas profundas. La resolución condenaba el ataque, expresaba sus condolencias a los Estados Unidos y pedía la cooperación internacional para combatir el terrorismo. Breve. Sencilla. Enunciativa. Eso era suficiente.
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Cuando faltaban apenas unos minutos para la reunión convocada a las tres de la tarde para elegir formalmente a Han, me informaron que todas las resoluciones de la Asamblea General deben traducirse a los seis idiomas oficiales de las Naciones Unidas, al menos veinticuatro horas antes de votarlas. Sin nada en el estómago, empecé a sentirme mareado. Casi les grito a los funcionarios de la Secretaría que imprimieran la resolución en inglés e hicieran caso omiso de la regla de las veinticuatro horas. No recuerdo si mi tono fue convincente, o sonó más bien como un ruego, pero hicieron la excepción. Esta reunión era nuestro único chance de convocar a la Asamblea General mientras la resolución todavía era oportuna.
Cuando llegué al salón de la Asamblea General, el presidente recién elegido ya había prestado juramento y, de hecho, ya había terminado de leer las observaciones que yo había recortado con tanto esmero para que tomaran solo siete minutos. Y, claro, los embajadores todavía estaban en sus puestos. Los auxiliares de la Asamblea General estaban distribuyendo el borrador final de la resolución, redactada solo en inglés. Estábamos casi listos para votar. Me sentía nervioso y creo que el presidente estaba igual que yo. En medio de la prisa, había conseguido el consentimiento de los grupos regionales, pero no había contactado a ninguna de las delegaciones individuales y me imaginaba cuáles eran los embajadores que podrían sentirse ofendidos por esto y podrían negarse a apoyar el consenso, ya fuera por principios o por resentimiento.
Entonces me acerqué rápidamente al podio, que se levanta delante de la tribuna elevada de mármol verde y la pared dorada recubierta de pan de oro. Se trata de un escenario muy formal, acorde con las decisiones que allí se toman. También es un lugar visible para todas las delegaciones y las cámaras de televisión, de modo que rara vez se sostienen conversaciones privadas allá arriba. «En este momento están repartiendo la resolución», le susurré al nuevo presidente, al tiempo que tapaba los micrófonos con una mano todavía temblorosa. Teniendo en cuenta la necesidad de que todo se hiciera rápidamente, le dije que se había pasado por alto la regla de las veinticuatro horas, así como la traducción del texto a todos los idiomas oficiales de las Naciones Unidas. Aunque estaba plenamente concentrado en lo que estaba haciendo, tenía la respiración agitada después de correr por los amplios pasillos del edificio. «Señor presidente, cuando llegue el momento de votar, no haga contacto visual con ningún embajador y asegúrese de hacer solo una pausa breve antes de bajar el mazo», agregué, y le advertí que «eso era vital». El contacto visual podía alentar a una delegación a hacer un comentario o una objeción, y la pausa solo les daba a los embajadores un segundo para que no pudieran objetar después. Al bajar del estrado, lo oí informándoles a las delegaciones que se habían pasado por alto ciertas reglas. Y después de eso, el presidente Han presentó la resolución, hizo una pausa y luego ratificó con un golpe del mazo la Resolución A/RES/56/1[1].
Ahí fue cuando el embajador cubano oprimió el botón de su micrófono para hablar. Cuando vi encenderse la lucecita verde, sentí una punzada en el corazón y mi estómago vacío dio un brinco. «El presidente debería haber seguido el procedimiento correcto —dijo Bruno Rodríguez Parrilla, haciendo referencia a las traducciones y, más importante aún, a las consultas previas con los Estados miembros—. Sin embargo, no voy a objetar porque es su primer día». La primera resolución de la Quincuagésima Sexta Sesión de la Asamblea General tenía solo 134 palabras y fue adoptada por aclamación. No me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que por fin exhalé. Mientras permanecía a un lado del salón, me sentí orgulloso de haber ayudado a redactar y negociar la resolución, pero no podía hacer caso omiso de la tensión que sentía en los hombros. ¿Por qué había sido tan difícil lograr que cada nación firmara una resolución con la cual todas estaban de acuerdo?
[1] «Condena de los ataques terroristas perpetrados en los Estados Unidos de América», Resolución A/RES/56/1, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, 18 de septiembre del 2001, https://digitallibrary.un.org/record/448065?ln=en.
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