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                                                                                                                                Barrilete (Cuentos de sábado en la tarde)

                                                                                                                                Gigantescos barriletes de intensos colores surcaban el cielo. Las nubes esponjosas flotaban en un manto azul. Idalia desde niña siempre soñó con elevar uno. Su padre nunca se lo permitió por su férrea convicción de que era un entretenimiento de varones. Él, que ahora estaría en el purgatorio o tal vez tiritando en el cielo después de haberse arrepentido, arrodillado sobre piedras calientes llorando y suplicando el perdón, ya no se lo podía impedir.

                                                                                                                                Verónica Bolaños

                                                                                                                                "A la hora del recreo bebían chicha de tamarindo, y luego venían las peleas para entrar en el excusado".
                                                                                                                                Foto: Archivo Particular
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Siendo una niña, en una tarde de vientos propicios, se concentraron en la plaza bonches de niños escuálidos sin camisetas y descalzos, que corrían dándole la espalda al viento. Idalia observaba con asombro como elevaban los barriletes. Permaneció durante un rato mirando, advirtiendo cómo desaparecían en el manto celeste. Uno de los niños intentó elevar el suyo, sin fortuna, porque lo sacudía el viento. Tenía la apariencia de un búho desnudo. El niño lloraba a lágrima viva, intentando incorporarse para retomar la maniobra. Idalia le ayudó a levantarse. Sujetó el barrilete por el hilo, caminó alrededor de la plaza intentando elevarlo, luego corrió. Los cabellos negros se le levantaban con el viento, quedándole el rostro estirado y despejado. Sus ojos de piñón brillaban y a la vez se le humedecían, desgajando algunas lágrimas largas y finas que se le secaban en la comisura de los labios.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Agarró con fuerza el hilo arqueando la espalda y apoyando con firmeza los pies en el suelo. Tenía los brazos tensos. Enrolló el hilo en su muñeca derecha ayudándose con la mano izquierda. El sudor y la arena le molestaron en el rostro. Sus pies se elevaron como si llevara tacones y arqueó con más fuerza el cuerpo hacia atrás, para que no la izara el viento. Por un instante se sintió como una hoja seca revoloteando a la deriva. Cuando soltaba el hilo para que cogiera vuelo, unas manos pequeñas y ásperas le apretaron los hombros.

                                                                                                                                —¡Qué haces! ¡Esto es de hombres! Ahora mismo te vas a la casa, y estás castigada. Las mujeres decentes no elevan barriletes, la falda se te levanta y enseñas los muslos.

                                                                                                                                Le sugerimos leer La esquina delirante XXXIV (Microrrelatos)

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                —¡Gracias, seño Minta! —le gritaron agradecidos.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Minta desde pequeña despuntó su habilidad para la enseñanza. Los niños del pueblo a los que no les entraban las divisiones, los dejaban a su cargo los fines de semana. Los sentaba en banquitos de madera en el patio, bajo el sol caliente. Los enseñó a dividir cortando guayabas verdes y naranjas agrias. También les enseñó el credo, el padrenuestro y el avemaría. Antes de entrar a clase, tenían que mostrarle las uñas, y el que las tuviera largas y sucias, se llevaba un buen reglazo en los huesos de las manos. A la hora del recreo bebían chicha de tamarindo, y luego venían las peleas para entrar en el excusado. Cuando los niños crecieron, aunque ya no podía verlos con nitidez, sí que los reconocía por su voz y olor. Era habitual que, a cada momento, fueran a visitarla los padres con los hijos ya crecidos.

                                                                                                                                —¿A que no sabes quién es? —le preguntaban—.

                                                                                                                                Ella los tocaba y les escrutaba las manos.

                                                                                                                                Si le interesan más contenidos de Cultura, le sugerimos leer La música como bandera de luchas sociales

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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Minta les dio un último remojón a los hombres que recuperaban el aliento.

                                                                                                                                —Gracias, seño —le agradecieron nuevamente.

                                                                                                                                —De nada, a ver si vuela muy alto ese invento de Idalia —respondió Minta. Recogió la manguera y cerró la puerta.

                                                                                                                                —Ya acabaron de desenrollar el hilo —le avisó con lengua de señas, uno de los hermanitos Torres.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Ella ató el hilo de vuelo. Los hombres lo custodiaban porque lo habían dejado caer al suelo. Miraban hacia abajo como buscando caminos de hormigas. Desviaron los buses, también a los vendedores que deambulaban con sus burros, y a más de un perro le dieron una nalgada por querer cagarse encima del hilo: «Sal de ahí carajo, como si no hubiera más sitio para cagar; vayan a ver si ya la gallina puso».

                                                                                                                                Las hermanas levantaron el barrilete. La gente entró a la casa sin avisar, con cartas, fotografías instantáneas a color, ruanas de colores alegres y frascos con la recién estrenada leche solar.

                                                                                                                                En las conversaciones que mantenía la gente acerca de cómo sería la vida en el más allá, llegaron al convencimiento de que durante el día el sol debía de pegar muy fuerte y que por las noches tenía que hacer un frío del carajo.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Le sugerimos leer El emperador que quiso borrar la historia

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                                                                                                                                La gente tenía fe ciega en Idalia, como ella la tenía en todos sus santos. Pegaron al barrilete las cartas y mensajes. El resto de artilugios los amarraron a las varillas y a la cola. Ahora no podían levantar el barrilete. Con la ayuda y fuerza de muchos hombres lograron ponerlo en pie. Idalia se escondió detrás de la alberca a llorar. Vio cómo se desvanecían sus ilusiones por un momento. Encima de la alberca estaban concentradas centenares de palomas grises, observando el enorme barrilete. Cuando Idalia salió de su escondite vio como las palomas se posaron encima, ascendiéndolo lentamente, desapareciendo entre la humareda blanca y azul. La gente aplaudió, y se armó un alboroto. Después de varios años las palomas volvieron. Idalia seguía esperando en el patio, con la esperanza de que cualquier día regresara el barrilete con algún mensaje de su padre.

                                                                                                                                Foto: YO CONFIESO CAP 19 MOBILE - El Espectador
                                                                                                                                "A la hora del recreo bebían chicha de tamarindo, y luego venían las peleas para entrar en el excusado".
                                                                                                                                Foto: Archivo Particular
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Siendo una niña, en una tarde de vientos propicios, se concentraron en la plaza bonches de niños escuálidos sin camisetas y descalzos, que corrían dándole la espalda al viento. Idalia observaba con asombro como elevaban los barriletes. Permaneció durante un rato mirando, advirtiendo cómo desaparecían en el manto celeste. Uno de los niños intentó elevar el suyo, sin fortuna, porque lo sacudía el viento. Tenía la apariencia de un búho desnudo. El niño lloraba a lágrima viva, intentando incorporarse para retomar la maniobra. Idalia le ayudó a levantarse. Sujetó el barrilete por el hilo, caminó alrededor de la plaza intentando elevarlo, luego corrió. Los cabellos negros se le levantaban con el viento, quedándole el rostro estirado y despejado. Sus ojos de piñón brillaban y a la vez se le humedecían, desgajando algunas lágrimas largas y finas que se le secaban en la comisura de los labios.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Agarró con fuerza el hilo arqueando la espalda y apoyando con firmeza los pies en el suelo. Tenía los brazos tensos. Enrolló el hilo en su muñeca derecha ayudándose con la mano izquierda. El sudor y la arena le molestaron en el rostro. Sus pies se elevaron como si llevara tacones y arqueó con más fuerza el cuerpo hacia atrás, para que no la izara el viento. Por un instante se sintió como una hoja seca revoloteando a la deriva. Cuando soltaba el hilo para que cogiera vuelo, unas manos pequeñas y ásperas le apretaron los hombros.

                                                                                                                                —¡Qué haces! ¡Esto es de hombres! Ahora mismo te vas a la casa, y estás castigada. Las mujeres decentes no elevan barriletes, la falda se te levanta y enseñas los muslos.

                                                                                                                                Le sugerimos leer La esquina delirante XXXIV (Microrrelatos)

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                —¡Gracias, seño Minta! —le gritaron agradecidos.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Minta desde pequeña despuntó su habilidad para la enseñanza. Los niños del pueblo a los que no les entraban las divisiones, los dejaban a su cargo los fines de semana. Los sentaba en banquitos de madera en el patio, bajo el sol caliente. Los enseñó a dividir cortando guayabas verdes y naranjas agrias. También les enseñó el credo, el padrenuestro y el avemaría. Antes de entrar a clase, tenían que mostrarle las uñas, y el que las tuviera largas y sucias, se llevaba un buen reglazo en los huesos de las manos. A la hora del recreo bebían chicha de tamarindo, y luego venían las peleas para entrar en el excusado. Cuando los niños crecieron, aunque ya no podía verlos con nitidez, sí que los reconocía por su voz y olor. Era habitual que, a cada momento, fueran a visitarla los padres con los hijos ya crecidos.

                                                                                                                                —¿A que no sabes quién es? —le preguntaban—.

                                                                                                                                Ella los tocaba y les escrutaba las manos.

                                                                                                                                Si le interesan más contenidos de Cultura, le sugerimos leer La música como bandera de luchas sociales

                                                                                                                                —Pues claro que sé, la hija de menganito, la que se fue a vivir a Cartagena, que se casó con un cachaco…

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Minta les dio un último remojón a los hombres que recuperaban el aliento.

                                                                                                                                —Gracias, seño —le agradecieron nuevamente.

                                                                                                                                —De nada, a ver si vuela muy alto ese invento de Idalia —respondió Minta. Recogió la manguera y cerró la puerta.

                                                                                                                                —Ya acabaron de desenrollar el hilo —le avisó con lengua de señas, uno de los hermanitos Torres.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Ella ató el hilo de vuelo. Los hombres lo custodiaban porque lo habían dejado caer al suelo. Miraban hacia abajo como buscando caminos de hormigas. Desviaron los buses, también a los vendedores que deambulaban con sus burros, y a más de un perro le dieron una nalgada por querer cagarse encima del hilo: «Sal de ahí carajo, como si no hubiera más sitio para cagar; vayan a ver si ya la gallina puso».

                                                                                                                                Las hermanas levantaron el barrilete. La gente entró a la casa sin avisar, con cartas, fotografías instantáneas a color, ruanas de colores alegres y frascos con la recién estrenada leche solar.

                                                                                                                                En las conversaciones que mantenía la gente acerca de cómo sería la vida en el más allá, llegaron al convencimiento de que durante el día el sol debía de pegar muy fuerte y que por las noches tenía que hacer un frío del carajo.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Le sugerimos leer El emperador que quiso borrar la historia

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                La gente tenía fe ciega en Idalia, como ella la tenía en todos sus santos. Pegaron al barrilete las cartas y mensajes. El resto de artilugios los amarraron a las varillas y a la cola. Ahora no podían levantar el barrilete. Con la ayuda y fuerza de muchos hombres lograron ponerlo en pie. Idalia se escondió detrás de la alberca a llorar. Vio cómo se desvanecían sus ilusiones por un momento. Encima de la alberca estaban concentradas centenares de palomas grises, observando el enorme barrilete. Cuando Idalia salió de su escondite vio como las palomas se posaron encima, ascendiéndolo lentamente, desapareciendo entre la humareda blanca y azul. La gente aplaudió, y se armó un alboroto. Después de varios años las palomas volvieron. Idalia seguía esperando en el patio, con la esperanza de que cualquier día regresara el barrilete con algún mensaje de su padre.

                                                                                                                                Foto: YO CONFIESO CAP 19 MOBILE - El Espectador

                                                                                                                                Por Verónica Bolaños

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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